¿DÓNDE SE ENCUENTRAN LOS ESCRITOS
ORIGINALES DE LA BIBLIA?
No podéis olvidar nunca, que al principio no existía el
libro, sino la palabra, como nos dice san Juan en su Evangelio. En los orígenes
de la experiencia religiosa de Israel, lo mismo que en los de la Iglesia, no
estaba la Biblia, sino la Revelación, que es a la Sagrada Escritura lo mismo
que la realidad -el acontecimiento- es a la noticia que se nos da a conocer. La
realidad siempre precede a la noticia, lo mismo que la historia precede a la
historiografía; y es por ello que los pueblos no comienzan su historia
escribiéndola, sino viviéndola.
Pero
muchas veces, como sucedió con el pequeño “resto” de Israel, que llevaba dentro
de sí las heridas sangrantes de la tragedia que fue el exilio, experimentaron
la necesidad de reencontrar las raíces de su propia historia, de su relación
con Dios, haciendo memoria, es decir, recordando; y ese recuerdo que les ayudó
a hacer frente a la dura experiencia del presente y orientarse al futuro, con
la esperanza de que no se perdiera, es la memoria escrita que se convirtió en
Escritura: surgida de la comunidad y dirigida a la comunidad por la gracia del
Espíritu Santo que les inspiró.
Pero
después del exilio babilónico, no todos los judíos libertados regresaron a la
tierra de Judá, sino que se establecieron en lugares distantes y fundaron
sinagogas a través del vasto territorio por el que se expandió la diáspora
judía; y por ello, los escribas prepararon copias que se necesitaban en esas
sinagogas, donde los judíos se reunían para oír la Palabra de Dios.
Estos
hombres que copiaban a mano, por eso se llamaban manuscritos, las Escrituras
Hebreas y que recibían el nombre de escribas, procuraron realizar a la
perfección su ardua labor , ya que aceptaron las Escrituras como inspiradas por
Dios y para ellos era una tarea sagrada y comprometida que les obligaba a ser
fieles en la transmisión de la Palabra divina. Lo mismo ocurrió cuando, siglos
después, se cumplieron todas las profecías en Jesús de Nazaret. La misma
palabra pasó al escrito y otros copistas, que querían hacer llegar el mensaje
evangélico a las diversas comunidades eclesiales que fundaban los Apóstoles,
transcribieron e hicieron copias fidedignas ante la certeza de transmitir la
tradición oral y apostólica acerca de Jesús, el Mesías, el Hijo de de Dios.
Por
eso, no puede extrañarnos que, aunque se ha copiado la Biblia millares de veces
a mano -hasta el siglo XV-XVI d. C. en
que se inventó la imprenta- se haya hecho con la fidelidad al texto original,
ya que los escribas se consideraban guardianes de los textos sagrados. Pero
tampoco podemos descartar que, con el paso del tiempo y a pesar de la buena
voluntad de los escribientes, los rollos y libros que se producían por una
persona que lo copiaba de otro manuscrito, o por un grupo que copiaban lo que
se les dictaba, contuvieran algún error fruto del cansancio o del descuido;
como podrían ser los llamados “errores de oído”: Si decimos “aré lo que pude”
puede ser el pretérito del verbo arar o bien haré, del verbo hacer. Lo mismo
puede ocurrir con: “otro diablo con usted” que suena igual que “otro día hablo
con usted”. Son dos contenidos distintos que suenan parecido. Existen también
“errores de vista”, donde se puede confundir en la transcripción algunas
palabras y en vez de entender “una muela podrida”, se puede leer “una mula
podrida”.
Algunos copistas, a su vez, hicieron en los textos hebreos algunas
aclaraciones, para facilitar su lectura, que no se encontraban en los
originales, y por ello y para luchar contra esto, surgieron unos hombres
llamados masoretas, que florecieron
entre los años 500 y 1000 d. C. , y fueron considerados los transmisores de la
palabra -como indicaba su nombre- realizando un esfuerzo enorme para subsanar
todos los errores de los textos bíblicos, repasando y comparando diversos
manuscritos con escrupuloso cuidado y fidelidad. Los masoretas conservaron tan
perfectamente el Antiguo Testamento que su obra nos ha llegado como texto patrón
de los Escritos bíblicos en lengua hebrea, siendo conocidos por la designación
de “textos masoréticos” o por la abreviatura TM.
Las lenguas utilizadas en la Biblia han sido
tres: el hebreo, el arameo y el griego; y ha sido importante tener conocimiento
del lenguaje cuando se ha realizado una copia bíblica en otra lengua. Porque el
lenguaje no es una especie de vagón que nada tiene que ver con la carga -el contenido- que transporta, sino que concierne a la
realidad misma que la configura; ya que la lengua es una organización de la
experiencia humana según una determinada cultura o visión del mundo.
El
hebreo es una lengua sencilla y pobre, con un vocabulario restringido y
sencillez en la sintaxis que a veces hace necesaria la ayuda del contexto para
interpretar como subordinada una proposición que se ha introducido simplemente
con una “y”. Por ejemplo en Génesis 18,13 se lee literal en el texto hebreo:
“¿De veras voy a dar a luz, y soy
vieja?”. Evidentemente la traducción al castellano sería. “¿De veras voy a dar
luz ahora que soy vieja?”. Lo mismo ocurre con “rey de clemencia” que se
traduce por “rey clemente”; o al no tener adjetivos superlativos, repiten
varias veces el adjetivo, como por ejemplo: “Santo, Santo, Santo” cuya
traducción sería “Santísimo”. Esta falta de literalidad no es infidelidad al
texto, sino la aplicación y la fidelidad al mismo sentido, cuando se traduce de
un idioma a otro más rico en su léxico.
El
arameo es una lengua muy parecida al hebreo, ya que ambas son lenguas semíticas,
donde las vocales se pronuncian pero no se escriben, indicándose mediante
puntos y pequeñas marcas encima y debajo de las consonantes. También los
antiguos manuscritos, tanto en hebreo como en griego, no tienen ninguna
puntuación ni hay separación entre las palabras que están con carácter uncial
(mayúsculas).