30 de marzo de 2014

¡El agua de la Vida!

Evangelio de Juan 9,1-41:


En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: «Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?». Respondió Jesús: «Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios. Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo». Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: «Vete, lávate en la piscina de Siloé» (que quiere decir Enviado). El fue, se lavó y volvió ya viendo. Los vecinos y los que solían verle antes, pues era mendigo, decían: «¿No es éste el que se sentaba para mendigar?». Unos decían: «Es él». «No, decían otros, sino que es uno que se le parece». Pero él decía: «Soy yo». Le dijeron entonces: «¿Cómo, pues, se te han abierto los ojos?». Él respondió: «Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo: ‘Vete a Siloé y lávate’. Yo fui, me lavé y vi». Ellos le dijeron: «¿Dónde está ése?». El respondió: «No lo sé». Lo llevan donde los fariseos al que antes era ciego. Pero era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos a su vez le preguntaron cómo había recobrado la vista. Él les dijo: «Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo». Algunos fariseos decían: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado». Otros decían: «Pero, ¿cómo puede un pecador realizar semejantes señales?». Y había disensión entre ellos. Entonces le dicen otra vez al ciego: «¿Y tú qué dices de Él, ya que te ha abierto los ojos?». Él respondió: «Que es un profeta». No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego, hasta que llamaron a los padres del que había recobrado la vista y les preguntaron: «¿Es éste vuestro hijo, el que decís que nació ciego? ¿Cómo, pues, ve ahora?». Sus padres respondieron: «Nosotros sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Pero, cómo ve ahora, no lo sabemos; ni quién le ha abierto los ojos, eso nosotros no lo sabemos. Preguntadle; edad tiene; puede hablar de sí mismo». Sus padres decían esto por miedo por los judíos, pues los judíos se habían puesto ya de acuerdo en que, si alguno le reconocía como Cristo, quedara excluido de la sinagoga. Por eso dijeron sus padres: «Edad tiene; preguntádselo a él». Le llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: «Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». Les respondió: «Si es un pecador, no lo sé. Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo». Le dijeron entonces: «¿Qué hizo contigo? ¿Cómo te abrió los ojos?». Él replicó: «Os lo he dicho ya, y no me habéis escuchado. ¿Por qué queréis oírlo otra vez? ¿Es qué queréis también vosotros haceros discípulos suyos?». Ellos le llenaron de injurias y le dijeron: «Tú eres discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; pero ése no sabemos de dónde es». El hombre les respondió: «Eso es lo extraño: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; mas, si uno es religioso y cumple su voluntad, a ése le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada». Ellos le respondieron: «Has nacido todo entero en pecado ¿y nos da lecciones a nosotros?». Y le echaron fuera. Jesús se enteró de que le habían echado fuera y, encontrándose con él, le dijo: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?». El respondió: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dijo: «Le has visto; el que está hablando contigo, ése es». Él entonces dijo: «Creo, Señor». Y se postró ante Él. Y dijo Jesús: «Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos». Algunos fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: «Es que también nosotros somos ciegos?». Jesús les respondió: «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís: ‘Vemos’ vuestro pecado permanece».


COMENTARIO:


En este Evangelio de san Juan, observamos el milagro que Cristo realizó al ciego de nacimiento; y como ocurre con todos los hechos y las acciones del Señor, cada una de ellas se abre a un mundo de significados. Aquí se demuestra que Jesús es la Luz del mundo; Aquel
que ilumina nuestro interior, porque da el sentido último del mundo, de la vida y del hombre. Es la Palabra hecha Carne; la que nos cuenta la realidad de nuestro ser y nuestro existir, aclarando el enigma del dolor y de la muerte. Pero para que penetre esa claridad, que nos permite caminar sin tinieblas, es necesario que nos dejemos alumbrar por la Luz de Dios, que es Jesucristo.


Llama la atención que el ciego no le solicite ningún milagro; sino que sea el propio Señor el que se compadezca de su sufrimiento y, tocando sus ojos con el lodo al que le había aplicado su saliva, le pida que se lave en la piscina de Siloé. Es como si Jesús nos dijera, a los hombres de todos los tiempos, que Él pondrá todos los medios divinos si nosotros estamos dispuestos a responder con un acto de fe y, por ello, contribuir con nuestros medios humanos. Debemos tomar la decisión de creer y aceptando las palabras del Maestro, limpiarnos los ojos en las aguas del “estanque”: la Iglesia. El ciego hubiera podido pensar que esa agua no encerraba ningún poder. Que hacerlo era una pérdida de tiempo; y que el Señor no le diera algo más apropiado para su enfermedad, como un colirio o un ungüento, un error por su parte. Pero el hombre cree, y pone por obra el mandato de Dios, sin hacerse planteamientos personales. Y Cristo premia su fe, devolviendo a sus ojos la claridad perdida. Lo que ocurre es que, cuando el Señor nos permite ver, también alumbra nuestro corazón y en ese momento la vida toma otro cariz; porque Jesús pasa a ser el principio y la finalidad de nuestro existir.


Este hecho sobrenatural, que nos cuenta la Escritura, no debe parecernos tan extraño a todos aquellos cristianos que hemos tenido el privilegio de gozar y participar de los milagros efectuados por la Virgen, a través del agua, en Lourdes. El Señor ha querido conferir, mediante su Madre, los méritos de la Redención a todos aquellos que se han acercado con fe a la misericordia de su Corazón. Y no hay que olvidar que la enfermedad es el fruto del pecado que entró en este mundo por la desobediencia libre de los hombres; el rechazo a Dios y el sometimiento a la tentación. Por eso, la Tradición de la Iglesia ha visto siempre en este milagro, el Sacramento del Bautismo. Ya que en él, por medio del agua, el alma queda limpia de culpa y recibe la Luz de la fe y la fuerza del Espíritu para responder a la llamada divina.


No es casualidad que Jesús le pida al ciego que se lave los ojos en la piscina de Siloé. Porque como os digo siempre, todas sus palabras y sus acciones están llenas de un profundo sentido salvador. Ese estanque construido dentro de las murallas de Jerusalén para recoger las aguas de la fuente de Guijón y abastecer a la ciudad, a través de un canal construido por el rey Ezequías en el siglo VIII a.C., era considerado por los profetas cómo una muestra del favor divino hacia su pueblo, Israel. Por ello le pusieron el nombre de “Siloé”, que en la etimología hebrea quiere decir “Enviado”. Ahora, con un paralelismo de entonces, Cristo es el enviado de Dios: Dios hecho Hombre, que viene a limpiar con su sangre y el agua de su costado abierto por nosotros en la cruz, la negrura del pecado.

Pero ante este episodio evangélico, que parece que no admite discusión, aparecen las diversas posturas de aquellos hombres que, a lo largo de los siglos, han tomado, toman y tomarán, sobre Jesús y sus milagros. Los de corazón sencillo, como el ciego, cree en Cristo como el Hijo de Dios. Acepta su palabra, que ve ratificada con los hechos, y sin prejuicio a la Verdad encuentra en el milagro un apoyo firme para confesar que el Maestro obra con poder divino. En cambio otros, como aquellos fariseos, se encierran voluntariamente en sí mismos y pretenden no tener necesidad de salvación; obstinándose en no querer creer, incluso ante la evidencia de los hechos. Porque por más claro e incuestionable que sea un acto, siempre podemos buscar argumentos para refutarlo o rebatirlo. Y aquellos doctores de la Ley, cómo muchos de nuestros hermanos hoy en día, para no aceptar la divinidad de Jesús, rechazan la única interpretación correcta del milagro.


La última parte del texto, nos presenta una realidad que todos los cristianos han vivido como signo y distintivo de su fe: confesar a Cristo y ser testigos de su divinidad, manteniéndose fiel a sus mandamientos, es una causa de rechazo por parte de aquellos que han cerrado sus ojos a la Verdad y su corazón a la Palabra. No seremos indiferentes para ellos; y a pesar de pronunciar su increencia a los cuatro vientos, les molestará y les afrentará la creencia de los que vivan con fe su religiosidad. No sólo no quieren hablar de Dios, sino que intentan silenciar nuestras voces para que no podamos darle Gloria. En aras de su libertad hablan de sus derechos, cuando ahogan la nuestra sin permitirnos cumplir nuestros deberes. Así fue entonces, cuando echaron al ciego de la Sinagoga, por haberlos hecho partícipes del milagro que Jesús había realizado en él. Así sigue siendo ahora, cuando somos agredidos por dar testimonio de nuestro sentir y nuestro vivir. Cristo sigue agraviando a todos aquellos que han tomado el camino de la perdición; recemos por ellos y mantengámonos fieles y dispuestos a defender y transmitir el mensaje divino, que Dios nos encomendó en las aguas del Bautismo.

¡Carta a los Colosenses!



CARTA A LOS COLOSENSES:  

Después de la carta a los Efesios y a los Filipenses, sigue otra con referencias a la prisión del Apóstol, por lo que también se incluye en las de la Cautividad. Tiene muchos puntos en común con la Carta a los Efesios, tanto en estilo como en contenido y también presupone, de otro modo, la carta a Filemón: de hecho casi todas las alusiones personales de Colosenses se encuentran también en la breve carta que san Pablo escribió a ese cristiano de Colosas. Comienza por:

·        Saludo: breve
·        Primera parte: Donde figura un himno a Cristo y una acción de gracias a Dios (1,3-23). Lo más importante de esta sección es el canto a la primacía de Cristo sobre la creación entera.
·        Segunda parte: Se deja constancia de que la autoridad de san Pablo está al servicio del Evangelio (1,24-2,5)
·        Tercera parte: Se anima a quienes han acogido a Cristo y han sido resucitados con Él en el Bautismo, a permanecer firmes en la fe recibida, sin dejarse engañar por vanas creencias (2,6-23)
·        Cuarta parte: El principio que fundamenta la conducta moral del cristiano es su unión con Cristo, que comienza con el Bautismo  -verdadera resurrección espiritual-  y se perfecciona con la vida de oración y los demás sacramentos; así la vida nueva en Cristo tiene manifestaciones claras en la vida doméstica y en el comportamiento social (3,1-4,18)

   No se tiene noticias de que san Pablo se detuviera en Colosas a predicar el Evangelio en alguno de sus viajes, sino que, al parecer, fue Epafras quien recibió la misión de predicar allí y en las ciudades vecinas de Hierápolis y Laodicea; y por lo que dice esta carta, parece que el Apóstol no conocía personalmente a esos cristianos, pero la escribió saliendo al paso de las inquietudes surgidas entre los miembros de las comunidades de aquella región de Frigia, por las enseñanzas de algunos predicadores llegados de fuera.
 
   En efecto, comenzaban a surgir creencias y prácticas sincretistas, en las que, junto al Evangelio recibido por predicación apostólica, se dejaban sentir influencias de la apocalíptica judía y de corrientes histéricas helenistas ligadas a los primeros avances de la gnosis, que se presentaba a sí misma como una sabiduría más elevada, superadora de todas las demás religiones  -incluido el judaísmo-  a las que consideraban explicaciones imperfectas, útiles provisionalmente para el vulgo.

   Según aquella mentalidad, el mundo y la marcha de las historia dependían de unos poderes sobrehumanos, inferiores al verdadero Dios, a las que todas las cosas estaban sometidas; sólo los que los conocían podían tenerlos a su favor y evitar su influjo, de ahí que el “conocimiento”  -gnosis-  de este mundo sobrehumano fuese medio de salvación. En las sectas gnósticas que conocemos por testimonios posteriores (san Justino, san Ireneo, etc.) se creía que sólo los iniciados estaban salvados por el “conocimiento” de los misterios divinos, que los insertaban en su verdadera patria, el mundo de la “plenitud divina”  -pléroma-. Para la iniciación se imponía un itinerario ascético muy rigorista.

   Pues bien, aquellos primeros brotes de gnosis parecían intentar conciliar el cristianismo con sus propias ideas: para los gnósticos, Cristo era uno más de los seres divinos que constituían el pleroma, y, a su vez, la realidad se contemplaba dividida entre lo que estaba en el ámbito del Dios verdadero, desconocido, y lo que se encontraba en el ámbito del Dios inferior, el Demiurgo y sus potencias que dominan el mundo; de ahí se derivaba un ascetismo rígido que suponía renegar del mundo creado en el que se desenvuelve la vida humana ordinaria. Para hacer frente a esas concepciones, se compuso esta carta, con un contexto eminentemente polémico pero de gran hondura teológica, pues profundiza en temas capitales del misterio de ser de Cristo  -la cristología-  como son su superioridad infinita y su capitalidad sobre todos los seres.

   Colosenses también presenta aportaciones originales, que consisten fundamentalmente en un gran enriquecimiento de la doctrina acerca de la preeminencia de Cristo sobre toda la creación y que todas las criaturas participan de los frutos de la Redención. No se puede fijar con precisión el tiempo en que fue compuesta esta carta, pero dado que Colosas fue derruida  por un terremoto en el año 60 ó 64, la carta debe ser anterior a esas fechas. Para salir al paso de los errores sincretistas que hemos comentado, se hizo necesario reflexionar, desde la perspectiva del Evangelio, sobre la creación y el gobierno del mundo y el plan salvador divino a favor de los hombres, que alcanza también a las realidades terrenas, como fueron:

·        La capitalidad de Cristo sobre el Cosmos: Frente a las teorías sincretistas de poderes celestiales, se afirma categóricamente que el señor Jesús es cabeza de todos los seres, celestiales y terrestres; que su señorío es absoluto y que está infinitamente por encima de todo cuanto existe en la creación. Cristo, por tanto, no es uno de los muchos seres sobrehumanos que pueblan el universo, sino la Cabeza, el Principio por el cual nos llega a todos la salvación; salvación que ya ha sido realizada, pero su aplicación continúa efectuándose, puesto que sus frutos han de llegar a todos y cada uno de los hombres.
·        La capitalidad de Cristo sobre la Iglesia: En la carta a los Colosenses hay dos textos fundamentales acerca de Cristo, Cabeza de la Iglesia: 1,18 y 2,19. En el primero se expone una capitalidad de tipo primacial y en el segundo se habla de un influjo vital sobre la Iglesia. En 1,15-20 se hace un cántico a la primacía total de Cristo sobre la creación entera y cada uno de sus órdenes y dentro de ese himno se afirma que Él es también la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia. Así, la noción de la Iglesia como Cuerpo de Cristo revela una profunda concepción del misterio salvífico, donde se explica el crecimiento y la vida espiritual de todos y cada uno de los fieles que integran la comunidad cristiana universal, a través de la caridad y apoyándose unos a los otros; llegando así la obra de la salvación a todos los miembros de la Iglesia. Por la íntima unión entre el Cuerpo y la Cabeza, aquél prolonga la acción de ésta, la cual, sin el concurso del cuerpo quedaría de alguna manera incompleta en su acción vivificante. Y es por eso que el cristiano puede, en cierto modo, “completar” la pasión redentora del mismo Cristo.
·        La capitalidad de Cristo sobre las realidades temporales: Colosenses no contempla sólo el señorío de Jesucristo sobre los cielos o lo más íntimo del ser humano, sino sobre las realidades de toda la tierra y los afanes de la vida cotidiana; por eso todas las realidades temporales son, en sí mismas, susceptibles de “cristianización”. Más, aún, deben ser cristianizadas, santificadas, ordenando toda actividad humana hacia Cristo y Cristo debe ser puesto en la cima de todas las realidades; ya que Él es la meta última hacia la que deben orientarse todas las tareas de los hombres.

¡La oración auténtica!



Evangelio según San Lucas 18,9-14.



Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
"Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano.
El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.
Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'.
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas nos presenta una parábola de Jesús, donde se ejemplifican dos modos de hacer oración, que son opuestos. En un lado se encuentra el fariseo: hombre satisfecho de sí mismo que reza de pie, sin doblar las rodillas ante Dios. Se cree bueno, cumplidor; no encuentra en sí mismo pecado alguno y, por ello, no tiene necesidad de arrepentirse. Hace más cosas que sus hermanos, y cumple con sus obligaciones religiosas más allá de lo que establece la propia Ley: ayuna más veces que las prescritas y paga el diezmo de todo. Es decir, que para cualquiera que lo escuchara, él es un modelo de fe.

  ¡Pero no es así para Dios! Porque ese hombre no se dirige a su Creador con la humildad del que ha sido creado y sabe que nada le pertenece, porque todo lo debe. Del que conoce, que lo que hay de bueno en él, sólo procede del Padre, que nos mantiene en su Gracia. Que los actos del creyente, deben provenir de un corazón enamorado, que no contabiliza sus buenas acciones; porque siempre le parecen pocas para su Señor. Que es consciente de su pequeñez y debilidad, porque siempre se mira en el espejo de Dios, que nos insta a crecer en santidad y alcanzar la perfección. Este fariseo no se comunica con el Altísimo, sino con su yo personal que está plagado de orgullo; por eso su diálogo es un monólogo, que nada tiene que ver con la oración.

  En el polo opuesto está el publicano: pecador arrepentido, que conoce su miseria y recurre a la fuerza divina para responder afirmativamente a la llamada de Dios. Símbolo de todos los hombres, que caemos y estamos dispuestos a volvernos a levantar; porque tropezar forma parte de la naturaleza humana y superarlo, de la Gracia divina.

  La oración de este hombre es auténtica y nos descubre las verdaderas disposiciones que hay que tener para hablar y relacionarnos con el Señor. Por eso el publicano, baja del Templo justificado; porque ha sentido verdadero dolor de haber ofendido a Dios; y el Señor, en su amor, le infunde el perdón de su divina misericordia.

  Toda esta parábola es una clara manifestación de cómo debe ser la verdadera oración: ese íntimo diálogo con Dios que se plasma en una relación perseverante y humilde, que no desfallece jamás. Que no pide con el orgullo de pensar que se lo merece; sino con un corazón contrito que espera y descansa en la Bondad del Sumo Hacedor. Y porque espera, confía; disponiendo su querer para recibir, seguro de que será lo mejor que pueda pasar, lo que el Señor disponga en su voluntad santísima. Y quiero terminar este comentario, con las palabras del Salmo 130, que bien podrían ser un resumen de lo que hemos meditado hasta ahora:
“Desde lo más profundo, Te invoco, Señor.
Señor, escucha mi clamor;
Estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica.

Si llevas cuentas de las culpas, Señor,
Señor mío, ¿Quién podrá quedar de pie?
Pero en Ti está el perdón,
Y así mantenemos tu temor.

Espero en Ti, Señor.
Mi alma espera en su palabra;
Mi alma espera en el Señor
Más que los centinelas la aurora.

Los centinelas esperan la aurora,
Pero tú Israel, espera en el Señor;
Pues en el Señor está la misericordia,
En Él, la redención abundante.
Él redimirá a Israel
De todas sus culpas.” (Sal.130)

28 de marzo de 2014

¡el mandamiento del amor!



Evangelio según San Marcos 12,28b-34.


Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó: "¿Cuál es el primero de los mandamientos?".
Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor;
y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas.
El segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos".
El escriba le dijo: "Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él,
y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios".
Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: "Tú no estás lejos del Reino de Dios". Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Marcos nos presenta, otra vez, a un maestro de la Ley que quiere hacerle una pregunta a Jesús. A lo largo de los capítulos anteriores, hemos podido observar las asechanzas  que los príncipes de los sacerdotes, los escribas, los fariseos, los herodianos, los saduceos y hasta los ancianos, han tramado contra el Señor. Pero ahora se presenta ante Él un personaje con una actitud muy diferente a la de sus predecesores: su intención es, justamente, preguntar y conocer; no dejarse guiar por los comentarios que ha oído y comprobar, de primera mano, si lo que dicen del Maestro es verdad o es producto del odio, la envidia y el rencor.

  Cristo, que ve nuestro interior y se percata de cada uno de nuestros deseos, percibe la buena voluntad del hombre y, no sólo contesta a sus preguntas, sino que se entretiene en instruirle porque sabe que, solamente escuchando sus palabras y prestando atención a su mensaje, será capaz de alcanzar su verdadera realidad. No lo hará así con aquellos que, por tener una idea preconcebida y malintencionada, cierran su mente a la veracidad de su anuncio. La Fe, que es una virtud sobrenatural y un regalo de Dios, se nutre por el oído; por la aceptación del mensaje divino, al depositar nuestra confianza en Aquel que nos lo transmite. Nada tienen que ver los ojos, que sólo buscan la evidencia del hecho; ya que impera el acto que se manifiesta a la razón y que no puede ser obviado. Por eso, porque el Señor nos pide que descansemos en su Palabra y que le confesemos desde el corazón, ha enviado a su Verbo, para que se encarnara de María Santísima. Su misión será hablar a los hombres con voz de Hombre y, dando a conocer la Verdad divina, ayudar a que la asumamos y la hagamos vida. Sólo así, regresando voluntariamente al lado de ese Dios conocido que Cristo manifiesta, alcanzaremos la salvación.

  Jesús recalca que el mandamiento que encierra toda la Ley, es aquel que define la realidad de Dios en toda su riqueza y profundidad: el del amor. Primeramente a Dios, al que entregamos y sometemos nuestro querer, por encima de todo y de todos; aunque eso implique renunciar a las personas, trabajos o circunstancias que por su condición o mala fe, intenten separarnos del camino de la redención. Pero el Señor nos pide, nos exige, que le amemos con todo nuestro ser: cuerpo y espíritu. Es decir, no sólo con el corazón, sino con la razón que se abre a la luz del misterio. Nos insta a ese esfuerzo intelectual que profundiza en el Ser divino: en su Naturaleza, en su historia, en sus palabras y en sus acciones. Nos mueve a ese querer conocer, que es el principio del amor, a Dios en Cristo.

  Pero el Maestro va más allá y nos solicita que ese sentimiento sea fruto de la voluntad; que sea una elección libre, donde renunciamos a nosotros mismos por cumplir los deseos del Señor. Deseos que muchas veces, si estamos en Gracia, se identificarán con los nuestros; pero tal vez, en muchas otras, serán una difícil prueba donde calibrar la intensidad de nuestra fe. Jesús no se anda con “medias tintas”: “no nada y guarda la ropa”; no cuida la sutileza para “no comprometerse en exceso con sus respuestas”. No; Cristo nos habla de radicalidad en el amor a Dios. De esa entrega total, que es capaz de ver en las criaturas, la imagen de su Creador. Y ese es el motivo de que cuidemos de los demás, de que protejamos sus derechos y disculpemos sus debilidades; porque en cada uno de nuestros hermanos se encuentra la semilla divina que puso el Señor en su corazón.

  Amamos y respetamos a nuestro prójimo, porque ese prójimo ha sido un deseo especial de Dios; porque en él se encuentra el aliento divino, que le elevó a su máxima dignidad. Y en tan alto aprecio nos tiene el Señor, que envió a su propio Hijo para rescatarnos del mal. Cómo decía san Juan, es imposible que amemos a Dios, que no vemos, si somos incapaces de amar a los hombres, a los que vemos. Tal vez sean sus actitudes, las que a veces nos impiden abrir el alma a los demás; pero tal vez esos “demás”, necesiten de nuestras actitudes cristianas para comprender su error y regresar al lado de Dios. Amamos, porque Jesús nos ama, a pesar de nuestros pecados y nuestras debilidades. Esperamos con paciencia, porque para el Maestro no hay tiempo  cuando se trata de regresar al camino de la fe. Perdonamos las injurias, porque Cristo murió perdonando en lo alto de una Cruz, a los que quebraban sus huesos y taladraban su carne.

  Todas las ofrendas, todos los holocaustos que entreguemos al Señor, sólo tendrán valor si están cimentados en el amor. Pero para que esto sea así, ¡no os engañéis!, necesitamos imperiosamente de la Gracia que Jesús rescató para nosotros, participando de la Pasión. Necesitamos ser Iglesia y, como Iglesia, recibir la vida sacramental que nos dará el valor para querer sin medida, sin juzgar, sin interés… Sólo al lado de Dios podremos ser capaces de responder al mandamiento del Amor.

¡No cedamos ni un palmo!



Evangelio según San Lucas 11,14-23.


Jesús estaba expulsando a un demonio que era mudo. Apenas salió el demonio, el mudo empezó a hablar. La muchedumbre quedó admirada,
pero algunos de ellos decían: "Este expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios".
Otros, para ponerlo a prueba, exigían de él un signo que viniera del cielo.
Jesús, que conocía sus pensamientos, les dijo: "Un reino donde hay luchas internas va a la ruina y sus casas caen una sobre otra.
Si Satanás lucha contra sí mismo, ¿cómo podrá subsistir su reino? Porque -como ustedes dicen- yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul.
Si yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul, ¿con qué poder los expulsan los discípulos de ustedes? Por eso, ustedes los tendrán a ellos como jueces.
Pero si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes.
Cuando un hombre fuerte y bien armado hace guardia en su palacio, todas sus posesiones están seguras,
pero si viene otro más fuerte que él y lo domina, le quita el arma en la que confiaba y reparte sus bienes.
El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.

COMENTARIO:

  Vemos, en este Evangelio de Lucas, como los adversarios de Jesús, que no descansan nunca, acuden ahora ante Él con una acusación gravísima; denunciando que es el diablo quién actúa a través del Señor. Se percibe como aquellos hombres, que ante los milagros realizados se van quedando sin razones para no aceptar a Cristo como el Mesías prometido, cierran sus ojos a la Luz y se obstinan en mantener una mentira, que les permita seguir viviendo en un mundo de error y pecado.

  Jesús les rebate la injusta imputación, advirtiéndoles del peligro en el que se encuentran al obstinarse en negar la actuación de Dios a través de su Hijo. Ellos, que como pueblo habían recibido el favor de Dios, ahora, por su rechazo a Cristo, se convierten en el lugar adecuado donde el maligno puede multiplicar su actividad. Jesús le hace ver, con el propio sentido común, que a Satanás no le conviene abandonar los cuerpos de aquellos que están poseídos; y que solamente el poder divino es capaz de liberar a los hombres de la esclavitud del pecado: para eso ha venido Cristo; y para eso morirá en la Cruz.

  Nuestro Señor, con su sacrificio, romperá las cadenas que nos ataban al diablo y, con su Gracia, permitirá que nos inunde –si lo dejamos- la Vida divina. En ese momento recuperaremos las fuerzas para volver a caminar y acercarnos voluntariamente a Jesús; retomaremos el habla y seremos capaces de alabar al Señor, en cualquier momento y lugar; y se abrirán nuestros ojos, que estaban ciegos, para contemplar a Dios y con Él, a nuestros hermanos.

  Pero Jesús nos advierte en este texto, que hemos de tener una actitud radical que nos obliga a no coquetear con la tentación. Que no podemos confiar en nuestras fuerzas, heridas por la debilidad del pecado, y abrir nuestra alma a la seducción del maligno; porque éste aprovechará para tomar posesión de ella y oscurecer la luz de nuestro conocimiento –sembrando dudas- y quebrar nuestra voluntad –cediendo a nuestros más bajos deseos-. Que sólo al lado del Señor e inundados de su Gracia, seremos capaces de apreciar el juego diabólico y resistirnos a sus sugestiones.

  San Pedro y san Pablo ya nos previnieron sobre el peligro que tenemos todos los bautizados, de entablar un diálogo con la incitación de Satanás; aconsejándonos no ceder ante las insidias del enemigo, por lo mucho que podemos perder, ya que estar en pecado es morir a la Vida eterna. Es volver a crucificar a Cristo, por nuestra desobediencia voluntaria. Es lo peor que le puede suceder a un ser humano, con diferencia; y, en cambio, el diablo ha conseguido que no estar en Gracia sea visto, por parte nuestra, como algo casi natural. Por eso he creído conveniente trasladaros las palabras de los Apóstoles, para que juzguéis por vosotros mismos la importancia de ser fieles a la Ley de Dios:
“Porque es imposible que quienes una vez fueron iluminados, y gustaron también del don celestial, y llegaron a recibir el Espíritu Santo, y saborearon la palabra divina y la manifestación de la fuerza del mundo venidero, y no obstante cayeron, vuelvan de nuevo a la conversión, ya que para su propio daño, crucifican de nuevo al Hijo de Dios y le escarnecen. Porque la tierra que bebe la lluvia caída repetidamente sobre ella y que produce buenas plantas a los que la cultivan, recibe las bendiciones de Dios; pero la que hace germinar espinas y abrojos es despreciable, y está próxima a la maldición, y su final es el fuego” (Hb. 6, 4-8)
“Porque si después de haber escapado de las impurezas de este mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, se dejan atrapar nuevamente por ellas y son vencidos, sus postrimerías resultan peores que los principios. Más les valiera no haber conocido el camino de la justicia que, después de conocerlo, volverse atrás del santo precepto que se les entregó. Se ha cumplido en ellos aquel proverbio tan acertado: “El perro vuelve a su propio vómito y la cerda lavada a revolcarse en el fango””. (2P 20-22)

El Señor nos habla de lucha; de no ceder ni un palmo de terreno a ese adversario que intentará convencernos de lo absurdo de nuestra actitud. Ya que es justamente esa actitud prudente, que reza a Dios pidiéndole las fuerzas para vencer al enemigo y vive los Sacramentos, la que nos permitirá salir airosos de nuestra batalla con Satanás. Él conoce nuestro interior, porque antes del Bautismo nos tenía esclavizados; pero Jesucristo, mucho más fuerte que él, ha conseguido vencerlo y desalojarlo de donde se había enseñoreado: de nuestra alma. Ahora, si estamos en Gracia, somos Templo del Espíritu Santo y la Trinidad vive en nosotros. Ahora, una vez expulsado el demonio de nuestro corazón, Cristo ha hecho vida en nosotros y nosotros somos uno en Él. Pero no olvidemos nunca, porque es la única manera de estar prevenidos y preparados, que el maligno no se rendirá jamás, ni aceptará perder lo que ya tenía conquistado. Por eso, cómo nos advierte el Señor, la vida del cristiano será una lucha constante, donde aunque perdamos alguna batalla, debemos estar dispuestos a ganar, con la ayuda de Dios, la guerra.