30 de abril de 2015

¡Qué tranquilidad tan grande!

Evangelio según San Juan 13,16-20. 


Después de haber lavado los pies a los discípulos, Jesús les dijo:
"Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía.
Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican.
No lo digo por todos ustedes; yo conozco a los que he elegido. Pero es necesario que se cumpla la Escritura que dice: El que comparte mi pan se volvió contra mí.
Les digo esto desde ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, crean que Yo Soy.
Les aseguro que el que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió". 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Juan, podemos comprobar cómo Jesús –a través de sus obras- reafirma y explicita sus palabras. El Maestro ha desgranado muchas veces, lo que espera el Padre de sus hijos; y ha hecho hincapié en todas aquellas características que deben ser propias y distintivas de sus discípulos. Pero ahora, y para que no hayan dudas, el Señor las hace realidad humillándose delante de los suyos; lavándoles los pies, en una tarea propia de los esclavos de la casa. Y si Él, el Hijo de Dios, es capaz de semejante hazaña, nosotros –pobres mortales- debemos estar dispuestos a olvidar nuestro estúpido “yo”, por el bienestar de un “nosotros”. Jesús nos habla, no de una postura temporal y de efecto –a la que nos tienen muy acostumbrados nuestros políticos- sino de esa actitud que nace de un corazón enamorado y entregado a la misión divina –y de la que hemos tenido grandes ejemplos, en la historia de la Iglesia-.

  No podemos olvidar que el cometido que el Padre le dio a Cristo, fue que entregara hasta la última gota de su Sangre, para salvar a la Humanidad. Una Humanidad que, desde el principio de los tiempos, ha desobedecido y se ha rebelado contra su Dios. Pues bien, si nosotros por el Bautismo hemos sido hechos uno con  Jesús, y elevados a la condición de hijos de Dios en Cristo, tenemos –a partir de ese momento- que cargar con nuestra cruz y asumir, por amor, que hemos nacido para servir y contribuir a que -nosotros los primeros y con nosotros los demás- alcancemos la verdadera Felicidad; que se encuentra al lado del Señor.

  El Maestro, en aquel gesto que como todos los suyos estaba cargado de simbolismos, expresó de modo sencillo que los cristianos hemos venido a servir, y no a ser servidos. Porque cualquier trabajo, ocupación y hasta el propio ocio, deben estar impregnados de la voluntad personal de ser útiles a los planes de Dios. Y como bien nos indica el propio Jesús, su misión consistió en darse –sin reservarse nada- para la Redención del género humano. Les habla claro a todos aquellos –sobre todo con los hechos- que conformarán la Iglesia; para que aprendan, y aprendamos, que la entrega humilde a los demás es lo que nos hará semejantes a nuestro Maestro. Que no hay nadie más fuerte ni más recio, que aquel que sabe dominar su orgullo, su soberbia y su egoísmo para entregárselos a Dios. Ya que solamente generando virtudes, seremos capaces de cumplir los deseos del Padre, que tan bien nos ha explicado el Hijo: el servicio desinteresado a los demás que, inexorablemente, exigirá sacrificio personal.

  Jesús nos insiste en que, sólo así, seremos capaces de alcanzar la verdadera Felicidad. Felicidad que es una puerta que siempre se abre hacia afuera, y que si queremos hacerlo hacia adentro, impulsándola hacia nosotros mismos, romperá las bisagras y dejará de cumplir su función. Porque no hay otra manera de alcanzar la paz interior, que alejar de nosotros todos aquellos elementos que fomentan la guerra en nuestro corazón: la ambición, los deseos de predominio, el menos precio… Cristo nos llama al amor; pero a un amor de verdad, al que no le importa perder, si con eso ayuda a ganar.


  Vemos también en el texto, cómo el Señor les anuncia de antemano a los suyos que uno de ellos le va a traicionar. Quiere que, cuando eso ocurra, ellos comprendan que nada de lo que va a suceder, le coge al Señor por sorpresa. Sino que es la entrega libre de su Persona, a la voluntad del Padre, para la salvación de los hombres. Y aquí vuelve a repetir, para coronar lo que les ha dicho, la expresión de “Yo Soy” que, como bien sabéis, deja entrever su condición divina. Ya que ese era el Nombre con el que Dios se reveló a Moisés, durante el éxodo del Pueblo judío. En ese “Yo Soy”, tanto el Padre como el Hijo, expresan su fidelidad eterna en su amor y su misericordia. ¡Qué tranquilidad tan grande! Comprobar que a pesar de nuestras traiciones, Dios siempre está ahí, para rescatarnos.

29 de abril de 2015

¡El último vuelo!

Evangelio según San Juan 12,44-50. 


Jesús exclamó: "El que cree en mí, en realidad no cree en mí, sino en aquel que me envió.
Y el que me ve, ve al que me envió.
Yo soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en mí no permanezca en las tinieblas.
Al que escucha mis palabras y no las cumple, yo no lo juzgo, porque no vine a juzgar al mundo, sino a salvarlo.
El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he anunciado es la que lo juzgará en el último día.
Porque yo no hablé por mí mismo: el Padre que me ha enviado me ordenó lo que debía decir y anunciar;
y yo sé que su mandato es Vida eterna. Las palabras que digo, las digo como el Padre me lo ordenó". 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Juan, Jesús hace una recopilación de los temas fundamentales que, sobre la fe, ha desarrollado en los encuentros anteriores. Primero nos insiste en la necesidad de aclarar nuestras dudas, para poder afirmar con seguridad que Él es el enviado del Padre. Que no sólo es Aquel del que hablaron las Escrituras y dieron testimonio los profetas, sino que es el verdadero rostro de Dios, que se ha hecho visible ante los hombres.

  Con sus palabras, pero sobre todo con sus hechos, el Maestro nos ha descubierto la realidad de Dios, que se resume en el Amor y la Misericordia. Y ese convencimiento no surge de una sugerencia divina, sino de la propia vida de Jesucristo que se entrega a su Pasión y Muerte para liberarnos del pecado; y recuperar para nosotros, la Gloria de la Resurrección. Aquel que fue capaz de enviar a su Hijo –Dios de Dios- para que se encarnara de María Santísima, ha permitido que Éste se  humillara asumiendo la naturaleza humana y sufriera por nosotros el expolio y la ejecución de una sentencia injusta. El Padre no se ha querido rendir ante la desobediencia continuada de los hombres; y en la manifestación de un amor sublime, ha fundado la Iglesia en Cristo para que –si queremos- recibamos la luz y la salvación a través del tiempo, y de los diversos lugares que han ido conformando la historia de la Humanidad.

  Por eso en su Voluntad, el Padre ha demostrado su eterna decisión: su inmutabilidad. Y aquellos que habíamos conocido, de una forma imperfecta a través de lo creado y lo comunicado, ahora contemplamos con nuestros ojos; y escuchamos, con nuestros oídos al Dios que se ha hecho Carne y nos ha hecho partícipes de su auténtica Palabra. Porque el Señor es el Conocimiento divino; la Sabiduría que, como ya profetizaba el Antiguo Testamento, se ha hecho Hombre para hablar a los hombres en su mismo lenguaje.

  Nadie podrá decir que no entendió; que Jesús no explicó con claridad quien era, de donde venía y cuál era su misión. Ninguno de nosotros debe, tras la Ascensión, seguir manteniendo que vive en la ignorancia y en la duda existencial. Porque Aquel que es la Luz del mundo, ha llegado a este mundo para que no caminemos entre las sombras de la ignorancia culpable y el error; ya que esa es la oscuridad que siembra el Maligno, con el pecado. Pero el Señor nos recuerda, con un rayo de esperanza, que el Amor no condena, sino que da las razones para que el hombre acepte la Palabra de Dios y se salve. Somos, cada uno de nosotros, los que con nuestra libertad responsable debemos luchar con conocer, interiorizar y hacer vida –con nuestras obras- el mensaje de Jesús. Somos nosotros los que abrimos o cerramos las puertas de nuestro corazón a la Gracia, que el Hijo nos entrega en sus Sacramentos. Somos nosotros los que erradicamos, con nuestras decisiones apoyadas en la fuerza divina, las tentaciones y los malos instintos. Somos nosotros los que, en el día a día, nos esforzamos por adquirir las virtudes y contemplar en el rostro del hermano, el rostro de Nuestro Señor.


  Termina el texto, mostrándonos el Maestro la realidad de su ministerio: la entrega, en su Persona, que hace el Padre de la vida eterna, a todo el género humano. Aquella que desperdiciamos, por nuestra desobediencia en el Paraíso Terrenal. Dios no se ha rendido ante nuestro desaire, y ha venido, personalmente, al encuentro de su criatura para recordarle lo mucho que puede perder y lo poco que tiene por ganar, si pone sus metas en las cosas temporales, materiales y finitas que, desgraciadamente e irremisiblemente, vamos a tener que abandonar. Solamente aquellas obras, que han sido fruto del amor, son las que tienen cabida en esa maleta que nos dejan “embarcar”, cuando emprendemos el último vuelo de nuestro viaje.

28 de abril de 2015

¡Coge su mano!

Evangelio según San Juan 10,22-30. 


Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno, y Jesús se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón.
Los judíos lo rodearon y le preguntaron: "¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo abiertamente".
Jesús les respondió: "Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí,
pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas.
Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen.
Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos.
Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre.
El Padre y yo somos una sola cosa". 

COMENTARIO:

  En las primeras páginas de este texto del Evangelio de san Juan, descubrimos uno de los motivos por los que, tristemente, la llamada universal a la santidad, no es acogida por todos. Y es que aquellos que se resisten a abrir sus ojos a la luz de la fe, y sus oídos a la predicación de la Palabra, nunca podrán reconocer que Jesucristo ha realizado las obras de su Padre; y, por ello, no podrán percibir que nos encontramos ante el Hijo de Dios.

  El Señor, porque nos ama, ha ganado con su sacrificio sustitutivo en la cruz, la Gracia para todos nosotros. Pero recibirla es un acto de la voluntad, que requiere de la intención libre del “querer”. Querer, que comienza por reconocer nuestra dependencia del Creador y la necesidad de hallar las respuestas que contestan a nuestras preguntas. Que continúa por asumir nuestra pequeñez y, con humildad, sabernos subordinados a la Providencia y en manos de Dios. Y que termina por desear con fuerza la unión con el Señor; y el compromiso de ser fieles a la Alianza, que hemos sellado con nuestro Bautismo.

  Pero el Padre, que nos ama con locura, no puede –porque no quiere- obligar a que sus hijos le correspondan y se comprometan acorde a su responsabilidad. Por eso su Gracia y su salvación, nos esperan a buen recaudo en la Iglesia, para ser recibidos en un gesto libre de compromiso filial. Dios nos lo ha dado todo; y en el último momento, lo más querido: su Hijo. Pero ahora nos toca a nosotros responder con nuestra disponibilidad y la entrega total de un corazón generoso.

  Jesús nos recuerda en el texto, que sus obras dan testimonio de su Persona y corroboran sus palabras; y que cada uno de nosotros, por el hecho de ser cristianos, hemos de tomar buena nota de ello. Porque nuestros actos hablarán a los demás de lo que siente nuestra alma, y de lo que anida en nuestro interior. Y no sólo al comportarnos con coherencia cristiana, daremos testimonio del mensaje que Cristo nos envió a predicar, sino que podremos –con aquello que los demás perciban- hablar desde el silencio de una fe vivida y recia, que nos define como discípulos de Nuestro Señor.

  Ya que precisamente ser discípulo de Cristo, equivale a encontrar Lo que salimos a buscar. Es no tener miedo al descubrimiento y, ante un montón de dudas, buscar todos los medios que contestan y sosiegan nuestras inquietudes. Recordando, sin perjuicios, que al igual que hemos asentado nuestra vida mortal en la historia y la ciencia -que otros nos han contado y experimentado- nuestra vida espiritual y, por ello, sobrenatural, descansa en la Revelación divina. Pero ésta culmina, no lo olvidemos nunca, con la Encarnación del Verbo; en la Verdad que se ha hecho Carne para, con su entrega, vencer a la Mentira. Por eso es una consecuencia innegable, que sólo se puede llegar al conocimiento y al amor del Padre, a través del Hijo. Cristo no puede ser más claro ante aquellos que le escuchan y, en ellos, al mundo entero: Él y el Padre, son Uno.


  Por tanto, no se puede creer en Dios y despreciar a Jesús. Lo que ocurre es que el Maestro ha venido, justamente, a enseñar el camino de la Redención. Ya no hay falsas interpretaciones; ni opiniones diversas y acomodativas. Porque el Señor habla claro y nos llama a vivir la fe, con la intensidad que mueve a la radicalidad de la que el hombre tanto huye. Hoy, que nadie se quiere comprometer, porque nadie es capaz de arriesgar y empeñar su libertad –ejerciéndola- en función del deber y el bien debido, Cristo nos llama por nuestros nombres, para que reconozcamos su Voz y conformando su Redil, le sigamos hasta el fin de nuestros días. Nos clama para que, reconociéndole como Nuestro Señor, nos mantengamos firmes y asidos a su mano. ¡Cógela fuerte! ¡No la sueltes nunca! Porque sólo Él puede sostenernos, ante el abismo del orgullo, la soberbia, el egoísmo y la pérdida de paz.

27 de abril de 2015

¡Preso por Cristo!

PRESO POR CRISTO.

 “Jesús,
Ayer por la tarde, fiesta de la Asunción de María,
fui arrestado.
Transportado durante la noche de Raigón
Hasta Nhatrang
A cuatrocientos kilómetros de distancia,
En medio de dos policías
He comenzado la experiencia de una vida
De prisionero.
Hay tantos sentimientos confusos
En mi cabeza:
Tristeza, miedo, tensión;
Con el corazón desgarrado
Por haber sido alejado de mi pueblo.
Humillado recuerdo las palabras
De la Sagrada Escritura
“Ha sido contado entre malhechores” (Lc.22,37)
He atravesado en coche
Mis tres diócesis: Saigón, Phanthiet, Nhatrang,
Con profundo amor a mis fieles,
Pero ninguno de ellos sabe que su pastor
Está pasando la primera etapa de su Vía Crucis
Pero en este mar de extrema amargura
Me siento más libre que nunca.
No tengo nada, ni un céntimo,
Excepto mi rosario
Y la compañía de Jesús y María.
De camino a la cautividad he orado:
“Tú eres mi Dios y mi todo”.
Jesús,
Ahora puedo decir como san Pablo:
“Yo, Francisco, prisionero de Cristo
“Ego Franciscus, vinctus Jesé Christi
Pro vobis” (Ef.3,1)
En la oscuridad de la noche,
En medio de este océano de ansiedad,
De pesadilla, poco a poco me despierto.
“Debo afrontar la realidad”
“Estoy en la cárcel. Si espero
El momento oportuno
De hacer algo verdaderamente grande,
¿Cuántas veces en mi vida se me presentarán
Ocasiones semejantes?
No, aprovecho las ocasiones
Que se presentan cada día
Para realizar acciones ordinarias
De manera extraordinaria”
Jesús,
No esperaré, vivo el momento presente
Colmándolo de amor.
La línea recta está formada por millones de puntitos unidos entre sí.
También mi vida está integrada
Por millones de segundos
Y de minutos unidos entre sí.
Dispongo perfectamente de cada punto
Y mi línea será recta.
Vivo con perfección cada minuto
Y la vida será santa.
El camino de la esperanza está enlosado
De pequeños pasos de esperanza.
La vida de esperanza está hecha
De breves minutos de esperanza.
Como Tú , Jesús, que has hecho siempre
Lo que agrada a tu Padre.
Cada minuto quiero decirte:
Jesús te amo; mi vida es siempre
Una “nueva y eterna alianza” contigo.
Cada minuto quiero contar
Con toda la Iglesia:
Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.”



Residencia obligatoria
Cay.Von (Nhatrang, Vietnam central)


   Después vinieron las tribulaciones en Raigón; el arresto; le llevaron de vuelta a su primera diócesis donde vivió el cautiverio más duro, no lejos del obispado. Y allí, en la oscuridad de su celda, oía las campanas de la Catedral, donde pasó ocho años. Después en la bodega de un barco, hacinado con mil quinientos prisioneros hambrientos y desesperados, pasó al campo de reeducación de Viñh-Quang, en las montañas. Para romper su voluntad y su fuerza, estuvo nueve años aislado, sólo con dos guardias, sin trabajo; caminando en la celda desde la mañana hasta la noche, para no ser destruido por la artrosis, mientras intentaban arrastrarlo al límite de la locura.


10. DIOS HABLA EN EL SUFRIMIENTO


   Nuestro obispo comenta que una noche, desde el fondo de su corazón oyó una voz que le sugería: “¿Porqué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has hecho y deseas seguir haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, de hogares para estudiantes, misiones para la evangelización de los no cristianos…Todo esto es una obra excelente, son obras de Dios, pero ¡No son Dios! Si Dios quiere que abandones todas estas obras, poniéndolas en sus manos, hazlo pronto y ten confianza en Él. Dios hará las cosas infinitamente mejor que tú; confiará sus obras a otros que son mucho más capaces que tú ¡Tú has elegido sólo a Dios, no sus obras!”


   Había aprendido a hacer siempre la voluntad de Dios; pero ésta luz le dio una fuerza nueva que cambió totalmente su modo de pensar y que le ayudó a superar momentos de sufrimiento, humanamente imposibles de soportar, como los que relata a continuación:


   “Mientras me encuentro en la prisión de Phú Khánh en una celda sin ventanas, hace muchísimo calor, me ahogo, siento que mi lucidez flojea poco a poco hasta la inconsciencia; a veces la luz permanece encendida día y noche; a veces está siempre oscuro; hay tanta humedad que crecen los hongos en mi lecho. En la oscuridad veo un agujero en la parte baja de la pared –para que corra el agua- así que me paso más de cien días tumbado, metiendo la nariz en este agujero para respirar. Cuando llueve, sube el nivel del agua y entonces entran por los agujeros bichos, ranas, lombrices, ciempiés desde fuera; los dejo entrar, ya no tengo fuerzas para echarlos”.


   Pero ante este sufrimiento permanente, resuena en sus oídos y en su corazón la voz que le recuerda que Dios lo ha querido allí y no en otra parte; que debe escoger, en su dolor, a Dios. Cuando lo llevaron a las montañas de Viñh-Phú y vio doscientos cincuenta prisioneros, en su mayoría no católicos, repite con una sonrisa, que comenzó a entender la pedagogía divina en la Cruz de Cristo y respondió para sí:


   “Sí, Señor, Tú me mandas aquí para ser tu Amor en medio de mis hermanos; en el hambre, en el frío, en el trabajo fatigoso, en la humillación, en la injusticia. Te elijo a Ti; tu Voluntad; soy tu misionero aquí”
   Cualquiera podría pensar que no había otra opción para el obispo Nguyen Van Thuan, que sufrir su cautiverio. Y es cierto. Pero la diferencia consiste en que por un acto libre de aceptación, el sacerdote trascendió el momento y unió su sufrimiento a la Cruz de Jesucristo, convirtiendo el dolor en gozo, que se derramó eficazmente sobre sus hermanos cautivos. Convirtió un dolor infructuoso, en un dolor corredentor que dio sus frutos, porque a su fuerza se unió la de Dios: su Gracia. Lo recuerda en las siguientes palabras:


   “Desde este momento me llena una nueva paz y permanece en mí durante trece años. Siento mi debilidad humana, renuevo esta elección ante las situaciones difíciles y nunca me falta la paz”


   Estuvo nueve años en aislamiento, vigilado por dos guardias; caminaba y se daba masajes mientras rezaba el Te Deum; el Veni Creator y el Himno de los Mártires Sanctorum Martiris, que le comunicaban un gran ánimo para seguir a Jesús.

   Cuenta, que para apreciar estas bellísimas oraciones fue necesario experimentar la oscuridad de la cárcel y tomar conciencia de que sus sufrimientos se ofrecían por la fidelidad de la Iglesia, en unión con Jesús. No siempre le fue fácil orar en el dolor, porque el Señor le permitió experimentar su debilidad, toda su fragilidad física y mental. Los días eran largos, pero cuando se transformaron en años se convirtieron en una eternidad donde, al límite del cansancio y la enfermedad, no quedaban ni fuerzas para recitar una oración. El recuerdo de estos momentos le dio, posteriormente, una gran fuerza interior:


   “Jesús, aquí estoy, soy Francisco” en este momento me invade la alegría y el consuelo y experimento que Jesús me responde: “Francisco, aquí estoy, soy Jesús””








¡No te descuides!

Evangelio según San Juan 10,1-10. 


Jesús dijo a los fariseos: "Les aseguro que el que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino por otro lado, es un ladrón y un asaltante.
El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas.
El guardián le abre y las ovejas escuchan su voz. El llama a cada una por su nombre y las hace salir.
Cuando las ha sacado a todas, va delante de ellas y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz.
Nunca seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen su voz".
Jesús les hizo esta comparación, pero ellos no comprendieron lo que les quería decir.
Entonces Jesús prosiguió: "Les aseguro que yo soy la puerta de las ovejas.
Todos aquellos que han venido antes de mí son ladrones y asaltantes, pero las ovejas no los han escuchado.
Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento.
El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Pero yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia." 

COMENTARIO.

  Este Evangelio de Juan encierra palabras del Maestro, que son de vital importancia para la buena salud de nuestra vida cristiana. En él, Jesús nos previene contra todos aquellos que, aparentemente en su Nombre, expandirán doctrinas y mensajes contrarios al Magisterio de la Iglesia. Bien sabía el Señor que a lo largo del tiempo y en las distintas épocas de la historia, el diablo atacaría su legado apostólico y salvífico, embistiendo la Barca de Pedro para hacerla encallar en los arrecifes de las dudas, el sincretismo y la falta de compromiso.

  Jesús nos advierte contra esos sicarios del Maligno que, como ocurrió desde el principio del mundo, nos cuentas verdades a medias; nos halagan los oídos y nos abren otras puertas, que conducen a la perdición. Nos dice que estemos alerta contra aquellos que nos hablan de una fe, que no precisa renuncias; que se acomoda a nuestras necesidades y que percibe los Mandamientos, como unas sugerencias que debemos tener en cuenta. Se olvidan de un Dios que, por ser bueno, es inmensamente justo; y que por el respeto a nuestra libertad, nos ha hecho meritorios de premio o castigo. Nos hablan de un sucedáneo divino –imagen panteísta del mundo- donde el sentimiento es la característica y la condición; y donde sólo el sentir, nos mueve a la acción. Sin darse cuenta de que el amor, que es un afecto que se funda en la voluntad, es independiente del grado de agrado que sintamos en los múltiples momentos y circunstancias de nuestro existir.

  Ante una persona sucia, llagada y que desprendía un desagradable hedor, la Madre Teresa de Calcuta fue capaz de vencer esa sensación que parecía que la iba a hacer desfallecer, porque supo contemplar en la faz arrugada del hermano sufriente, el rostro de Nuestro Señor. Sólo en la íntima unión con Dios, el ser humano es capaz de descubrir ese Amor que nos hace dar, dándonos; sin importar, en realidad, lo que sentimos. Porque lo que sentimos, no es siempre una buena guía para nuestro mejor proceder; y por eso el Maestro nos advierte de la necesidad que tenemos de descubrir su Luz, que ilumina el camino que nos conduce a la Redención, y nos da la fuerza para superar lo que surge, de forma natural, en nuestro interior.

  Cierto que el mensaje cristiano no es fácil para aquellos que buscan adecuar la doctrina a sus necesidades; ya que Jesús ha hablado claro y nos ha descubierto la Verdad inmutable de Dios. Una Verdad que nos insiste en que debemos estar dispuestos a coger la cruz de cada día y, junto a Él, transformar el sufrimiento en el medio adecuado para alcanzar la salvación. En negarnos a nosotros mismos, por su Nombre, y en hacer de los Sacramentos el eje donde giran nuestra vida y nuestros proyectos.

  Ante todo esto, el Hijo de Dios vuelve a prevenirnos e insistirnos en la necesidad de buscar, conocer y encontrar la fe, allí donde se halla. Y como todos sabéis, Cristo ha fundado su Iglesia, no sólo para que guardara y protegiera el depósito de la doctrina, sino para entregarnos su salvación a través de la vida sacramental. Es entonces, al descubrir el tesoro de la historia y la ciencia teológica, cuando el hombre enriquece su creer, con el comprender. Y su conocimiento, que proviene de la intención, el esfuerzo y la Gracia del Espíritu Santo que premia el deseo de poseer a Jesús, nos llena de felicidad y nos impulsa a la misión que el propio Cristo nos ha conferido, con su descubrimiento.

  De esta manera es fácil percatarse del error al que nos conducen los malos pastores, que no pertenecen –o no deberían pertenecer- al redil que el Señor ha fundado, con tanto amor, para cada uno de nosotros. Sabemos reconocer la Voz del Maestro, que sobresale de los ruidos mundanos que intentan silenciar su doctrina; y nos comprometemos, con la entrega de nuestra voluntad, a salvarnos compartiendo con nuestros hermanos, el alimento eucarístico. ¡Vigila! ¡No te descuides! ¡Sólo el Buen Pastor, nos salvará!


26 de abril de 2015

¿Te lo vas a perder?

Evangelio según San Juan 10,11-18. 


Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas.
El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa.
Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas.
Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí
-como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre- y doy mi vida por las ovejas.
Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor.
El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla.
Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre". 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Juan, el escritor sagrado nos indica una de las enseñanzas de mayor relieve, que conforma la doctrina cristiana: que los hombres llegamos a alcanzar la salvación, por la fe en Jesucristo y por medio de su Gracia. El propio Maestro nos ha insistido, en que Él es la Puerta que conduce a la vida eterna; y no hay otro camino, si queremos alcanzarla, que compartir su Palabra y hacernos uno con Él, a través de una intensa vida sacramental. Para cualquiera de los bautizados, que conformamos su Iglesia, es de vital importancia entender, interiorizar y hacer nuestro su mensaje. Ya que es imposible amar, aquello que no se conoce. Por eso necesitamos descubrir, en la cotidianidad de su humanidad, la realidad divina que nos redime y nos trasciende.

  Cristo retoma esa imagen, tan usada por los profetas del Antiguo Testamento, del Buen Pastor que protege a sus ovejas; ya que sabe que el hombre necesita, para percatarse de la realidad escondida, de esos modelos que abren nuestra mente. Aquellos que le escuchaban, conocían bien la costumbre que tenían los pastores de reunir al anochecer a varios rebaños en un mismo recinto. Y cómo, al día siguiente, cada uno llamaba a sus propias ovejas que, al oírlo, salían del aprisco tras él. Por eso el Señor hace uso de este ejemplo, tan familiar a sus oyentes, para recordarles la importancia que tiene el conocer la Voz de Jesucristo; la trascendencia que conseguimos al escuchar su predicación, que hoy continúa el Magisterio de la Iglesia, y profundizar en su Palabra. Obviarla, cambiarla, silenciarla o quitarle su importancia, equivale a perder su sentido y, equivocando el camino, ser devorados por los lobos.

  Ya Jeremías y Ezequiel, avisaron al pueblo del peligro de seguir a quienes no debían; y anunciaron que Dios iba –en el tiempo- a suscitar un Pastor único, de la estirpe de David, que apacentaría sus ovejas y las mantendría seguras en el redil. Hoy, más que nunca, se cumple esta advertencia ante las innumerables voces que se alzan, llamándonos a caminar por senderos cómodos, apetecibles y diversos, que no conducen a ningún lugar; salvo a las fauces de aquel que, con paciencia, espera nuestra perdición. Solamente la Palabra del Hijo, que en su sacrificio ha dado la vida por nosotros y nos ha concedido la Gracia, da respuesta a nuestras preguntas y nos consigue la paz en la dificultad y la tribulación. En Él la muerte ha sido vencida; el dolor ha encontrado su sentido salvífico y el amor, ha desentrañado el misterio.

  La eficacia redentora del sacrificio de Cristo, descansa en el refugio sagrado de la Iglesia –el auténtico redil- a la espera de que, aquellos que hemos escuchado con atención su mensaje, decidamos libremente acogernos a su amor y a su protección. Porque Cristo ha dado su vida, hasta por las ovejas que no pertenecen a su Pueblo. Por eso la llamada a la santidad es universal, y no excluye a nadie. Nos convoca a todos lo que estamos dispuestos  a escuchar –que no oír- y a conocer; nos insta a movernos al encuentro del Señor, que nos reclama como su posesión. El Maestro nos requiere para formar parte de ese tesoro inmenso, que es la familia cristiana. ¿Te lo vas a perder?








25 de abril de 2015

¡Nuestro Mediador!

Evangelio según San Marcos 16,15-20. 


Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación."
El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará.
Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas;
podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán".
Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios.
Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban. 

COMENTARIO:

  Vemos, en este Evangelio de Marcos, cómo el Señor –antes de su Ascensión a los cielos- condensa en unas pocas palabras la misión que da a sus Apóstoles y, consecuentemente, a su Iglesia. Les anuncia aquello que, a lo largo de su caminar terreno, ha ido manifestando a los hombres que se han acercado a su lado para oír la Verdad de la salvación: que Dios quiere que todos los hombres se salven, sin distinción de color, raza o posición. Y la necesidad que tenemos todos para acceder a esa Redención, que Cristo nos ha conseguido derramando su Sangre, de acogernos al Bautismo. Porque es a través de este Sacramento –que el propio Cristo quiso recibir para darnos testimonio con las obras, de lo que nos indicaba con sus palabras- por el que el hombre lava su pecado de origen; y el Espíritu Santo penetra en su interior. Es así como se nos infunde la Gracia en el alma, que nos permite luchar contra las tentaciones, las debilidades y los desánimos que Satanás sembrará –sin rendirse- a nuestro paso.

  Ata el Señor ambas circunstancias –la santidad y los sacramentos- porque una es consecuencia de la otra. Él se nos entrega en la vida sacramental: nos infunde la Luz y la Fuerza del Paráclito –que son indispensables para alcanzar la Gloria- en las aguas bautismales; nos perdona constantemente y de forma personal –a través del sacerdote- en la Penitencia; nos da los medios adecuados para enfrentarnos a la lucha -del día a día- y crecer en la fe, en la Confirmación; y se entrega a nosotros –para hacer vida en nuestro corazón- con un para siempre, en la Eucaristía. Para eso Jesucristo fundó su Iglesia; y para eso nos quiere formando parte de ella. Porque ese tesoro inmenso de la vida divina, que fluye para salvar a los hombres, nos espera en la Barca de Pedro para que lo recibamos en amor y libertad.

  Pero el Padre necesita –porque así lo ha querido en el misterio de su voluntad- el compromiso de todos sus hijos, para llevar a cabo los planes divinos. Cada uno de nosotros ha sido escogido, desde antes de la Creación, para ser ese altavoz que proclama al mundo, las bondades de Dios. Somos cómo esos profesores de autoescuela, que enseñan a sus alumnos que las normas y las señales de tráfico están para ser respetadas. Cierto que cuando los indicadores nos advierten que hay una curva a la derecha, nosotros podemos cogerla a la izquierda, pero tendréis que reconocer conmigo que, a parte de una estupidez sin sentido y el acto de una libertad equivocada, sería una temeridad; ya que caeríamos irremisiblemente al vacío.


  Pues bien, los Mandamientos son lo mismo: esos avisos de Dios, que nos previenen contra todo aquello que puede causarnos –a la corta o a la larga- dolor, sufrimiento y desesperación. Tenemos el manual de instrucciones, para funcionar perfectamente y alcanzar la salvación: porque la base de cada punto y cada premisa, es el amor. Cristo nos llama, a través de los miembros de su Iglesia, para que conozcamos la Verdad; ya que es la única manera de que nadie nos engañe, al vencer esa ignorancia –tanto histórica como divina- que nos deja sin argumentos ante los demás. Y nos asegura que si nuestra intención es el encuentro, recibiremos el don de la fe que nos abre las puertas del Cielo. Y con el Señor a nuestro lado, nada será imposible si descansamos en la Providencia y aceptamos su voluntad, como nuestra. Con Él no hay límites, ni miedos, ni obstáculos que no podamos vencer. Porque como bien nos indica el texto, Cristo está sentado a la derecha del Padre y es, no lo olvidéis nunca, nuestro Mediador.

24 de abril de 2015

¡Ahí radica, nuestra responsabilidad!

Evangelio según San Juan 6,52-59. 


Los judíos discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?".
Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente".
Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaún. 

COMENTARIO:

  Por las palabras pronunciadas por Jesús –y que no admiten ninguna duda- nace la fe de la Iglesia en que en la Eucaristía Santa se encuentra, real y verdaderamente, el Cuerpo de Nuestro Señor. Cómo vimos en el texto de ayer, y que hoy amplía el Maestro, se especifica ese misterio sobre el milagro enorme que no sólo va a realizar, sino que hará que permanezca en el tiempo y sobrepase la limitación del espacio. Porque en cualquier lugar del mundo, en el mismo instante y a través de los siglos, el Hijo de Dios se hará presente –por la fuerza de las palabras consagratorias- para servir de Alimento a los cristianos y formar –en su alma en Gracia- una unión que permanecerá eternamente.

  Cristo nos da -y se nos da- esa vida originaria que el pecado nos arrebató. Él se irá; pero tal y como nos prometió, se quedará con nosotros -y en nosotros- hasta el fin del mundo. Por eso nos insiste en la necesidad de recibirlo; de comer asiduamente el Pan del Cielo, para recibir esa Gracia que nos conforma y nos eleva, permitiéndonos responder afirmativamente a los planes de Dios. Sabe el Padre, porque nos conoce, las debilidades que forman parte de nuestra naturaleza herida. Sabe que, sin su ayuda, no nos será fácil vencer y vencernos a nosotros mismos, para conquistar la Gloria. Porque la vida del cristiano es una batalla personal que libramos contra nuestro propio “yo”, intentando vencer el egoísmo, la soberbia, la lujuria, la ira…y toda nuestra tendencia al mal. Pero para ello, hemos de generar las virtudes que nacen del esfuerzo voluntario, del que ha decidido luchar en las filas del Señor. Sin embargo, para lograrlo, Jesús debe darnos los medios que nos protegen y nos permiten terminar con las insidias del enemigo. Y esos medios son los Sacramentos, que con tanto amor nos ha dejado en su Iglesia, para que los alcancemos en libertad.

  Pero de todos ellos, la Eucaristía es el regalo más especial; porque es la entrega del propio Hijo de Dios al hombre, para luchar por y con nosotros, en nuestro interior. Ahí, en tu alma, en ese lugar donde no entra nadie a quien tú no abras la puerta de tu intimidad, penetra Cristo para morar y comenzar una andadura que concluye, en la unión definitiva de la contienda final.

  El amor de Dios es tan inmenso, que quiere compartir con nosotros cada minuto de nuestro existir. Él es un amante celoso, que anhela nuestro sentir. Por eso, envió a su Hijo para salvarnos y no perdernos. Para ayudarnos a fortalecer nuestra voluntad; para iluminarnos, a través del Paráclito, y permitirnos contemplar la Verdad que, como sucedió con Jesús de Nazaret, se esconde en la propia cotidianidad. Sólo algunos fueron capaces de ver, por la luz del Espíritu Santo, la divinidad que se escondía en la humanidad del Señor. Ahora ocurre lo mismo; y gracias a la fe –que limpia de nuestro corazón la suciedad que dejó el pecado- somos capaces de percibir en la sencillez de un trozo de pan, la majestad del Hijo de Dios.


  Creemos, no por lo que vemos, sino porque confiamos en Aquel que nos lo dice; y El que nos lo dice, resucitó a la vista de muchos, que dieron su vida por defender esta verdad. Pues bien, ese Jesucristo que habló a los apóstoles y dio las directrices a su Iglesia –cuando glorioso se presentó ante ellos, después de vencer a la muerte- nos asegura que convierte, por las palabras consagratorias que hacen presente esa realidad, el pan en su Cuerpo, y el vino en su Sangre. Pero todavía va más allá el Maestro en su mensaje y nos recuerda que aceptar su Palabra, no es una opción; sino la condición “sine qua non” para obtener la salvación. Si no comemos el alimento divino, que vivifica y fortalece el alma, nuestra vida espiritual morirá de inanición. Cristo nos ha dejado, en su amor, los medios para alcanzar la Redención, que nos consiguió al alto precio de su sacrificio. Y nos espera, para entregárnoslo, en los Sacramentos de su Iglesia; ir a buscarlos, es cosa nuestra. ¡Ahí radica, nuestra responsabilidad!

23 de abril de 2015

¿Porqué no lo recibes cada día?

Evangelio según San Juan 6,44-51. 


Jesús dijo a la gente: "Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día.
Está escrito en el libro de los Profetas: Todos serán instruidos por Dios. Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí.
Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo él ha visto al Padre.
Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna.
Yo soy el pan de Vida.
Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron.
Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera.
Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo
". 

COMENTARIO:

 Este Evangelio de san Juan, bien podría dividirse en dos partes que, aunque son consecuentes la una con la otra, tratan de dos temas que son algo distinto. En la primera parte, Jesús nos recuerda que la fe es un regalo del Cielo, que siempre debemos pedir; ya que nadie llega a Dios, si Dios no nos infunde la luz del Espíritu, para ver el camino. Necesitamos la fuerza de la Gracia, para poder vencer el pecado de origen que dificulta en nosotros, la búsqueda del Padre. Y esa Gracia divina, no lo olvidemos nunca, se encuentra en los Sacramentos de la Iglesia, en la Palabra y en la Oración.

  Debemos pedir, sin desfallecer, aunque el Señor permita un tiempo de sequía en nuestro interior. Muchas veces el Altísimo nos prueba, para ver cuál es nuestra actitud, ante la dificultad; ya que es en la tribulación, donde se descubren los verdaderos amigos. Aquellos que se quedan a nuestro lado y comparten con nosotros el dolor; aliviándolo con su cariño y comprensión, mientras ponen todo lo suyo, a nuestra disposición. Así nos quiere Dios: fieles en la búsqueda y dispuestos a no desfallecer, hasta llegar a su encuentro. Ese es el momento en el que percibimos, a luz del Paráclito que permanece en la Iglesia, la realidad divina de Jesucristo en la historia. Y al desmenuzar cada palabra de la Revelación, nos encontramos con el Verbo que, encarnado de María Santísima, nos demuestra lo que es el verdadero amor. Es entonces, y sólo entonces, cuando en Cristo el hombre se descubre a sí mismo; entendiendo que la altísima dignidad de la que gozamos, no nos la da un cargo importante, sino la imagen de Dios, con la que hemos sido creados. Que solamente en el Maestro, podemos aprender el significado de la vida; y que cada minuto de nuestra existencia cobra sentido, cuando estamos cerca de Él.

  Pero para ello, hay que recordar que Jesús nos insiste en que debemos  tener deseos de hallar, de escuchar, de aprender. Hay que mantener encendida esa llama que, aunque tenue, brilla en nuestro interior para ayudarnos a buscar a Aquel, del que provenimos. No podemos permitir que reine en nuestra alma, la oscuridad del pecado; ahogada en deseos materiales y carnales, que apagan el destello divino de nuestro Creador. Y para conseguirlo, el Maestro nos descubre el regalo más grande que el Padre ha hecho a la Humanidad; y del que nos habla esta segunda parte del texto: la Eucaristía.

  Jesús no quiere, de ninguna manera, que sus palabras se tomen en sentido figurado; y, por eso, les imprime un sentido tan fuerte, que excluye cualquier interpretación. El Hijo de Dios se identifica –escúchalo bien- ¡se identifica! con ese Pan que entrega a los hombres, para que tengan Vida eterna. Por eso, el que come la Carne de Cristo y bebe su Sangre, se identifica con Él y se hace uno en su Persona; y eso es, ni más ni menos, ser cristiano. Cómo nos dijo san Pablo, nos hacemos en, con y por Cristo, otros Cristos.

  Todos sabéis, a través de una frase horrorosa fruto del marketing, como nos quieren rebajar a “ser” lo que comemos. Olvidando que “somos”, por el aliento divino que el Padre nos ha infundido en el alma; y que estamos estructurados como una unidad inseparable de materia y espíritu. Pero es cierto que, al asimilar los alimentos, sus componentes pasan a formar parte de nuestro cuerpo, dividiéndose en vitaminas, grasas, proteínas… Y lo mismo ocurre cuando el propio Cristo inunda nuestro interior; y nos enriquece en la totalidad del ser. Él, el Rey de Reyes, el Todopoderoso, el Hijo de Dios vivo, entra en nosotros y nos invade con su Gracia. Él nos deifica y nos eleva; nos libera del pecado e ilumina nuestra razón, para que sepamos encontrar en nuestro día a día, la mano del Señor. Nos recuerda que a ese cuerpo perecedero, al que tanto cuidamos, lo anima un alma inmortal, que descuidamos. Alma que precisa, imperiosamente, del alimento eucarístico para gozar de la plenitud y de la Felicidad de Dios.


  Ya es hora de que, como aquellos que escuchaban al Maestro y se escandalizaban ante la realidad de lo que les decía, aceptemos la Verdad más grande de nuestra fe: que por la consagración del pan y del vino, se opera el cambio de toda la substancia del pan, en la substancia del Cuerpo de Cristo; y de toda la substancia del vino, en la substancia de su Sangre. Por eso, al igual que Dios alimentó a su pueblo con el maná, mientras iban por el desierto al encuentro de la tierra prometida, ahora nos alimenta –mientras vamos caminando hacia la Gloria definitiva- con el manjar divino de Sí mismo: el Pan del Cielo. Somos, no lo olvidéis nunca, ese Nuevo Pueblo de Dios, que el Padre cuida con amor y primor, librándonos de nuestros propios errores y horrores. Y lo hace, ofreciéndonos el Pan de cada día que pedimos en la oración dominical; el auténtico alimento, que nos mantiene en su amor. Ahora, en el silencio de tu corazón, piensa si valoras ese regalo, como lo que es. Y dime, si te has dado cuenta de su valor ¿porqué no lo recibes cada día?

22 de abril de 2015

¡Es imposible!

Evangelio según San Juan 6,35-40. 


Jesús dijo a la gente: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed.
Pero ya les he dicho: ustedes me han visto y sin embargo no creen.
Todo lo que me da el Padre viene a mí, y al que venga a mí yo no lo rechazaré,
porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió.
La voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me dio, sino que lo resucite en el último día.
Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el último día". 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan, aunque un tanto enigmático en su forma, es un canto de esperanza para los hombres, por su contenido. Ya que Dios ha predestinado a todos sus hijos para que puedan salvarse, en el uso maravilloso de su libertad. Lo que ocurre es que para hacerlo, hemos de confesar a Jesucristo como nuestro redentor. Y eso significa que, por medio de la fe, aceptamos sus milagros y asumimos sus palabras como nuestras, haciéndonos uno con Él, a través de los Sacramentos de la Iglesia. Significa caminar hacia el Maestro y, al hacerlo, seguir sus pasos tomándolo como ejemplo.

  Por eso ser cristiano, no puede ser solamente vivir según las normas que Dios nos ha impuesto; sino entender que esas normas divinas, que el Señor nos ha propuesto, se basan en el principio existencial del amor. Que si respetáramos a nuestro prójimo y cuidáramos lo que es suyo, como si fuera nuestro, todo iría mejor. Que si fuéramos capaces de no hacer nada, que no nos gustara que nos hicieran a nosotros, evitaríamos muchos males. Que si compartiéramos lo que tenemos, como si de verdad fuéramos familia, este mundo sería un paraíso terrenal. Por eso Jesús nos pide que luchemos para vencer nuestros más bajos instintos; esos que surgen cuando el orgullo nos tienta a contestar y herir. A no dejar pasar, y humillar al que nos ha ofendido. A ser más, aunque serlo no implique ser mejor persona.

  Nos pide nuestro esfuerzo; aunque sabe –porque ha asumido la naturaleza humana para salvarnos- que esa naturaleza está debilitada por el pecado y es incapaz de luchar sola, contra nuestra propensión al mal. Por eso ha dejado ese tesoro, que es la Eucaristía Santa; para que todo aquel que crea, tenga Vida eterna. Ese Pan sagrado es el Cuerpo de Cristo, que nos espera en la celebración eucarística de la Iglesia para recibirnos y, penetrando en nuestro interior, elevarnos a la Gracia. Nadie, absolutamente nadie, puede vencer las tentaciones del diablo en la soledad de su existencia; porque todos, absolutamente todos, necesitamos de la fuerza divina, que se encuentra en el Alimento Sacramental.

  Dios estipuló que su Hijo se quedara con nosotros, hasta el fin de los tiempos; porque los efectos del pecado –que libremente aceptamos, con nuestra mala decisión- formarán parte de nosotros, hasta el último momento de nuestro estar. Y por eso –por amor- decidió entregarnos su Verbo divino para que, asumiendo por nosotros la culpa, nos redimiera en la cruz y nos consiguiera los medios necesarios para alcanzar la salvación. Pero como todo ello depende –como en todas las cosas divinas- de la decisión y la elección de los hombres, el Señor dejó todos sus bienes a buen recaudo de su Iglesia. Para que así, todo el que quiera recibirlos, se acerque –poniéndose en camino- a las fuentes de la Redención: los Sacramentos.


  Sin embargo, el Señor nos insiste en el texto -con sus propias palabras-  que es imprescindible para la salvación del hombre, la recepción del Pan de Vida. Porque, como nos dice el mismo vocablo, es el alimento que nos salva de la muerte eterna y nos concede una existencia en Dios, que no tiene fecha de caducidad. No ha sufrido tanto el Hijo, al obedecer al Padre, para que ahora olvidemos “el porqué” y sólo percibamos el “cómo”. Cristo se ha entregado y ha muerto por nosotros, para resucitar con nosotros. Pero para hacerlo, hemos de hacernos uno con Él; recibiéndolo y permitiendo que cada miga de ese Pan bendito, tome posesión de nuestra alma. Tal vez te convenga recordar, cuando vayas a comulgar, que esa Sagrada Forma que el sacerdote te presenta, no es un símil; ni una metáfora; sino el propio Jesucristo que sale a nuestro encuentro. Que cómo hizo con los apóstolos, por los caminos de Galilea; con María Magdalena y con el centurión… ahora lo hace contigo. Ahí, delante de ti, en un acto de amor sublime, el Hijo de Dios se ha humillado, para que tú te deifiques. Es imposible ante esto, seguir igual. Es imposible no doblar la rodilla, ante semejante Presencia. Es imposible, no romper a llorar. ¡Es imposible!

21 de abril de 2015

¡No estoy dispuesta a hacerlo!

Evangelio según San Juan 6,30-35. 


La gente dijo a Jesús: "¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas?
Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo".
Jesús respondió: "Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo;
porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo".
Ellos le dijeron: "Señor, danos siempre de ese pan".
Jesús les respondió: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed. 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan, comienza con una pregunta que los hombres repetimos constantemente al Hijo de Dios, a lo largo de los siglos. Porque cada uno de nosotros busca una evidencia que, sin ningún género de dudas, nos haga creer. Queremos creer en un Dios, que no genere dudas, que no nos haga pensar. Que no nos obligue a buscarle en los caminos de la historia, y que no nos exija un esfuerzo intelectual. Que no nos complique la existencia con normas que consideramos pasadas de moda, y que afectan a nuestra –mal considerada- libertad. Queremos un Dios permisivo, que se adapte a nuestros gustos y necesidades; que no nos castigue por nuestras faltas y, a la vez, que no perdone a aquellos que nos quieren mal. Que nos dé una vida regalada; sin dolor ni sufrimiento. Un Dios bueno, pero no justo; porque si fuera justo, muchas veces consideraríamos que no es bueno.

  En realidad, cada uno quiere un Dios que se acople a sus necesidades personales; y, por ello, para unos será un banquero que solventa problemas económicos; para otros, un médico, que devuelve la salud; para muchos, un juez que castiga y reparte, sin darnos cuenta que para todo ello, debería coartar la libertad de todos los hombres. Porque tendría que impedir, costara lo que costara, los actos de orgullo, soberbia, egoísmo, lascivia, y violencia que forman parte de nuestra naturaleza humana. En realidad le pedimos a Dios que para que todo vaya bien, termine con el libre albedrío de las personas; cuando en todas las épocas de la historia, hasta de la más antigua, el hombre ha luchado por defender ese derecho, que forma parte de su realidad.

  El que ama sabe bien, que quiere ser escogido cada día por el amado. Que desea ser el fruto de una elección amorosa, que ha descartado otras muchas –y buenas- opciones. Podemos equivocarnos, con todo lo que ello representa, porque es un derecho que Dios nos ha dado y que forma parte de nuestra identidad; de esa imagen divina que nos da nuestra más alta dignidad. Nadie más en este mundo es capaz de renunciar a sus instintos, para determinarse a través de su voluntad. Somos los únicos que podemos vencernos y decidir si hacer las cosas bien, o por el contrario, hacerlas mal. Porque somos los únicos que a través de nuestras acciones meritorias, labramos nuestro destino.

  Así es nuestro Dios; que nos ama con tanta pasión que no está dispuesto a forzar decisiones, para lograr consentimientos. Y con sus palabras, Jesús nos llama a buscar al Padre con ahínco, en todas las cosas de la vida. Porque todas las cosas de la vida, por el hecho de ser creadas, manifiestan –en parte- el poder de Dios. Pero nos insta a buscar con el corazón abierto, dispuestos a encontrar. Y en el encuentro, ser capaces de aceptar y responsabilizarnos con lo hallado. Porque todos los caminos de la tierra, conducen a Jesucristo, Nuestro Señor. ¡Y ahí radica el problema! Ya que el Maestro no nos habla de una religión “light”; de una filosofía panteísta, que transmite una paz relativa y momentánea, con la huída de este mundo y el desapego de la materialidad de la persona. Cristo nos exige el compromiso de la renuncia de nuestros propios deseos, para cambiar este mundo y elevarlo a su Gloria. Nos llama a formar parte de las estructuras de la sociedad y de ser cristianos, en su propia entraña. Porque el entramado social está formado por personas, y el Maestro nos urge a cambiar sus corazones. Nos habla de poner a Dios, en la cima de todas las aspiraciones; ya que esa es la única manera, de dar a nuestros hermanos lo que les corresponde.


  Nos descubre el Señor que somos Iglesia –con sus defectos y virtudes- y que en Ella encontramos la salvación dada a los hombres, a través de una vida sacramental que asumimos en la libertad de los hijos de Dios. Y nos abre al misterio más grande; al tesoro más buscado; a la donación del propio Dios al ser humano: al Pan de Vida. Ese Jesús Nazareno, que como la encarnación del Verbo ha venido a redimirnos a todos, se ha quedado entre nosotros –en la forma Eucarística- hasta el fin de los tiempos. Él sacia nuestra hambre y calma nuestra sed. Él termina con la búsqueda y responde a nuestras preguntas. Él da sentido a todo, y todo se ilumina con su Palabra. Ese es Nuestro Dios; no el que forjamos con nuestros deseos, sino el que nos forja a nosotros en cada intención, en cada renuncia y en cada aceptación. El que nos enseña, nos corrige y nos guía. El que, clavado en una cruz por amor a los hombres, nos revela el verdadero sentido del dolor. Si queréis, podemos seguir preguntándole al Señor porqué hemos de creer en Él; pero a mí me parece que hacerlo, es ignorar todas las respuestas. Y yo, no estoy dispuesta a hacerlo.

20 de abril de 2015

¡La Puerta cerrada!

Evangelio según San Juan 6,22-29. 


Después de que Jesús alimentó a unos cinco mil hombres, sus discípulos lo vieron caminando sobre el agua. Al día siguiente, la multitud que se había quedado en la otra orilla vio que Jesús no había subido con sus discípulos en la única barca que había allí, sino que ellos habían partido solos.
Mientras tanto, unas barcas de Tiberíades atracaron cerca del lugar donde habían comido el pan, después que el Señor pronunció la acción de gracias.
Cuando la multitud se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús.
Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo llegaste?".
Jesús les respondió: "Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse.
Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello".
Ellos le preguntaron: "¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?".
Jesús les respondió: "La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que él ha enviado". 

COMENTARIO:

  En este Evangelio, san Juan nos confirma dos de los grandes milagros que Jesús ha hecho, y que han sido transmitidos también por los sinópticos: el de la multiplicación del pan y los peces; y cuando el Señor se acercó a los suyos, caminando sobre las aguas. Ambos hechos, y como es muy lógico, corrieron como la pólvora entre los habitantes de Cafarnaún; por lo que muchos de ellos  buscaban a Cristo sin descanso. Unos habían sido testigos de lo acaecido; y otros creían firmemente en lo que les contaban sus vecinos y amigos. Hoy, a pesar del tiempo transcurrido, sigue ocurriendo lo mismo: escuchamos la Palabra donde, todos aquellos que han participado del día a día del Maestro, nos han querido dejar plasmado su mensaje y, sobre todo, sus vivencias. La realidad de Jesús, tan humana como divina, que ha traído la salvación a los hombres y con ello, la alegría.

  Nos dice el texto que, cuando la multitud vio que el Señor no estaba en la barca, partieron hacia la ciudad para ver si lo encontraban. No les importó la distancia, ni el tiempo, ni el desánimo; porque sabían que a su lado la vida cobraba sentido y necesitaban volver a encontrarlo, para compartir con Él los proyectos, las ilusiones, los problemas y las dificultades. Ya que cada palabra que surgía de la boca del Maestro, les abría una luz que iluminaba su destino.

  Todos hemos de tomar ejemplo de aquellos primeros, que no cedieron ante el esfuerzo que implicaba ser discípulo de Nuestro Señor. Porque ante lo que había por ganar: la Vida eterna, cualquier pérdida podía ser asumida. Y como siempre ocurre, ante nuestro afán y empeño, Jesús sale a nuestro encuentro. Cuántas veces parece que, como nos cuenta el texto, el Maestro se esconda. Pero no os equivoquéis si eso sucede; y, ni mucho menos, desfallezcáis. Ya que el Hijo de Dios espera que, ante este hecho, cada uno de nosotros intensifique su búsqueda. Él valora esa actitud, fruto del amor, que no se rinde ante los obstáculos y es capaz de asumir las pruebas más difíciles.

  Es en ese momento, cuando Jesús nos habla de la importancia que tiene para la vida espiritual del ser humano, recibir con asiduidad el alimento eucarístico. De meditar e interiorizar su Palabra; y de hacer de la fe, el eje de nuestra vida. Él nos trae, como ya nos prometió la Escritura, los bienes mesiánicos que inundan el alma de Gracia, paz y sosiego. En Él se cumple la imagen de ese maná, que sostuvo a los judíos en su éxodo por el desierto, cuando iban al encuentro de la tierra prometida.


  Seguimos caminando sin descanso –cada uno de los bautizados- para poder alcanzar ese Cielo, donde Dios nos espera. Y como sucedió entonces, necesitamos el Pan de Vida, para no perderla. Sólo haciéndonos uno con Cristo, en lo más profundo de nuestro corazón, conseguiremos ser fieles a nuestro compromiso. A esa alianza que, en su Cuerpo y en su Sangre, sellamos y la hacemos nuestra para toda la eternidad. Parece mentira, como nos dice el Señor, que seamos capaces de poner todo nuestro trabajo y nuestro esfuerzo en todas aquellas cosas perecederas que, de hoy para mañana, pueden desaparecer. Y, sin embargo, no nos paramos a valorar los medios que necesitamos para poder llevar a cabo las obras de Dios. Es el propio Jesús el que nos desvela el secreto, ante tanta estupidez y vaciedad: hemos de creer en Él. Porque haciéndolo, todas nuestras obras estarán impregnadas de Su fuerza y Su valor. Pero sólo seremos capaces de hacerlo, si primero le conocemos bien; le escuchamos, le seguimos y le amamos. Él es la Puerta que nos abre a la Redención; y yo me pregunto si es de ser muy inteligente, seguir manteniéndola cerrada.

19 de abril de 2015

¡Basta de tonterías!

Evangelio según San Lucas 24,35-48. 


Los discípulos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con ustedes".
Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu,
pero Jesús les preguntó: "¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas?
Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo".
Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies.
Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: "¿Tienen aquí algo para comer?".
Ellos le presentaron un trozo de pescado asado;
él lo tomó y lo comió delante de todos.
Después les dijo: "Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos".
Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras,
y añadió: "Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día,
y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados.
Ustedes son testigos de todo esto." 

COMENTARIO:

  Este texto de san Lucas, comienza con la explicación que los dos discípulos de Emaús dan al resto de sus hermanos, sobre aquello que han escuchado con sus oídos y han visto con sus propios ojos: la Resurrección de Cristo, que ha compartido con ellos el camino. Es curioso que estos hombres empiecen, de la misma manera que el Señor les pedirá que terminen: con la predicación al mundo de los hechos acaecidos. Y por eso, porque ellos han sido los escogidos para propagar al resto de la Humanidad la Verdad del Evangelio, el propio Cristo se hace presente; y lo que era una promesa, se convierte en una realidad.

  Vuelve el Hijo de Dios ha manifestar, con sus palabras, que solamente a su lado el género humano puede alcanzar la paz. Porque no hay nada que altere más al hombre, que el conocimiento de su finitud. Ese saber que sólo hay una certeza durante la vida, y es que hay que terminarla y morir. Pero Jesús, al manifestarse a los suyos, les abre al conocimiento de la eternidad. Es ese momento en el que –a través de su Persona- tenemos la seguridad de que la muerte, que ha sido fruto del pecado, ha sido vencida; porque Cristo nos ha rescatado con el precio de su valiosísima Sangre. Ese, y no otro, es el motivo de que la esperanza haya dado paso a la alegría; y que, al hacerse temporal lo que era definitivo, el corazón recupere su estado original: porque volvemos, si queremos, al lado de Dios, del que nunca debimos partir.

  Vemos también como Jesús, con su aparición, desgrana y enseña a sus discípulos, los pormenores de su Resurrección. Quiere que comprendan –con claridad y en su totalidad- que Él es el mismo que se encontraba con ellos, predicando en Galilea. Que les ha hablado, y ha compartido el pan. Que ha hecho milagros y ha sido prendido y flagelado, por amor. Que no es solamente un espíritu, sino ese mismo Jesucristo que, con su Carne y en su totalidad, se entregó en la cruz para que se cumplieran las Escrituras; y así, pagar el precio por nuestro rescate. Y quiere que se persuadan de que en Él, que ha sido el primero en resucitar, resucitaremos todos los demás. Sólo se nos exigirá para ello, la fe en su Persona.

  De ahí que el Maestro insista a los suyos, en la necesidad de propagar sin descanso cada palabra y cada hecho del misterio divino. Porque ya que es una realidad que trasciende el orden natural de los hombres, y no tiene una explicación racional posible, sólo podrá ser comunicada con el testimonio de su vida y con la Gracia de Dios, que les confiere con la efusión del Paráclito, al fundar la Iglesia. Y es muy importante que lo hagan, y que lo hagan bien, porque la salvación de la Humanidad está en función de la aceptación de esta Verdad.

  Cristo no los envía solos, sino que les encarga propagar lo que han contemplado –tanto de forma oral, como escrita- a través de la Barca de Pedro. Necesitan esa fuerza, que les llega de lo alto. Ellos son –y nosotros en el tiempo- ese Cuerpo de Cristo que transmitirá, a los que quieran aceptarla, la salvación a través de los Sacramentos. Cada uno de nosotros, como lo fueron ellos, somos miembros indispensables de este engranaje sagrado, que es el plan divino de la Redención.


  Por eso cuando el Señor nos inunda con su luz, al hacernos suyos en las aguas del Bautismo, nos llama a predicar la necesidad de la conversión; el arrepentimiento de nuestros pecados; y la aceptación, con fe, del mensaje cristiano. Aunque sea el tiempo de las cosas “light”, de todo aquello que parece, pero no es, Cristo nos llama a la radicalidad de nuestro compromiso con su Persona. A vivir con coherencia –a través de nuestros actos- y dar testimonio de lo que cree, con firmeza, nuestro corazón. Por eso ¡Basta de tonterías!