30 de abril de 2013

Apreciado Antonio:
Celebro que te hayas lanzado a presentar una página sobre temas de actualidad religiosa y sobre la fe. Necesitamos todos los esfuerzos para recristianizar el mundo y, evidentemente, internet es un cauce para catequizar a través de la red que no conoce límites, colores, ni razas. Ojalá mucha gente conecte y goce con los temas, por lo que desde aquí les facilito el enlace. www.mundosdeculturayfe.wordpress.com . Espero que acerquemos, con la Gracia de Dios, a mucha gente para que puedan reencontrarse con su fe y gozar de la esperanza y la alegría -en la tribulación- que Cristo nos proporciona al responder a las preguntas existenciales que, muchas veces, nos quitan la paz. Saludos y que Dios te acompañe.

¡Somos templo de la Trinidad!

Evangelio según San Juan 13,31-33a.34-35.

Cuando Judas salió, Jesús dijo: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él.
Por lo tanto, Dios lo va a introducir en su propia Gloria, y lo glorificará muy pronto.
Hijos míos, yo estaré con ustedes por muy poco tiempo. Me buscarán, y como ya dije a los ju díos, ahora se lo digo a ustedes: donde yo voy, ustedes no pueden venir.
Les doy un mandamiento nue vo: que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado.
En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros.»



COMENTARIO:


  En este Evangelio de san Juan, observamos como los apóstoles se extrañan porque entienden las palabras de Jesús como si fueran una manifestación, un mensaje reservado sólo a ellos, mientras que era creencia común entre los judíos que el Mesías se manifestaría a todo el mundo como Rey y Salvador. La respuesta de Jesús puede parecernos evasiva, pero denota el total respeto a la libertad personal que Dios siente por nosotros. Si el Señor deslumbrara con su presencia, si su majestad fuera tan apabullante que no hubiera ninguna duda sobre su divinidad, creer sería una obligación y una consecuencia propia de su demostración. Pero Jesús les descubre que sólo se dará a conocer ante aquellos que habiendo escuchado –no sólo oído- su Palabra, la hagan suya y la pongan en práctica, guardando sus mandamientos.


  Dios se había manifestado repetidas veces en el Antiguo Testamento, prometiendo su presencia en medio del pueblo de Israel como nos lo hizo llegar el profeta Ezequiel a través de su mensaje:      “Estableceré con ellos una alianza de paz, será una alianza para siempre. Los estableceré, los multiplicaré y pondré mi santuario en medio de ellos para siempre. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo y sabrán las naciones que yo soy el Señor que santifica a Israel, cuando esté mi santuario en medio de ellos para siempre”



  Pero Jesús, en cambio, nos habla aquí de una presencia en cada persona. Nos describe el Maestro el verdadero sentido del sacramento bautismal en el que cada uno de nosotros es insertado en Cristo y la vida divina corre por nuestra alma, deificándonos. Cristo forma parte de nosotros y nosotros nos hacemos otros Cristos por el Espíritu Santo.
San Pablo, hablando con sus hermanos de la iglesia de Corinto, resaltaba con profundidad este anuncio:
“¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados mediante un precio. Glorificad por tanto a Dios en vuestro cuerpo” (1Co 19-20)
Cada cristiano, si está en gracia, es templo de la Trinidad en su alma y, por ello y a través de cada uno de ellos, Dios habita en medio de su pueblo.



  No quiero ni pensar la responsabilidad que tenemos todos los que un día decidimos aceptar la vocación que el Altísimo puso en nuestro corazón; aunque hay que reconocer que la conciencia de esta inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma, es fuente de grandes consuelos. Pensar en la Gracia que infunde la fuerza a nuestra pobre voluntad, es sinónimo de esa audacia que apaga nuestros miedos y nos lanza a emprender misiones que solos seríamos incapaces de abarcar.



  Porque el Espíritu santo nos ilumina y capacita para descubrir la profundidad y la riqueza de todo lo que hemos visto y escuchado, interiorizándolo, y facilitando que hagamos una síntesis personal que nos permita propagar la Verdad y transmitir el Evangelio.
No hay que olvidar que cuando los Apóstoles recibieron al Paráclito, Éste les trajo a su memoria lo que ya habían escuchado de Jesús, pero con una luz tal que la duda pasó a la certeza y les permitió comunicar a sus oyentes, de todas las épocas y lugares, esos acontecimientos gloriosos de Cristo y las enseñanzas del Espíritu de Verdad.



  Como siempre os digo, no será fácil –no lo ha sido nunca- acercar a Cristo a todas aquellas personas que forman parte de nuestra vida diaria; no lo es porque tenemos miedo de nuestra debilidad y, en parte, de nuestro egoísmo. Pero es el propio Jesús, que nos conoce, el que nos recuerda que si permanecemos en Él, a través de los Sacramentos comunicados por la Iglesia, nos enviará un Defensor que nos enseñará todas las cosas y nos recordará lo que debemos hacer para llevar a cabo la misión que tenemos encomendada desde toda la eternidad.

29 de abril de 2013

¡No hay medida en el amor!

Evangelio según San Juan 13,31-33a.34-35.

Cuando Judas salió, Jesús dijo: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él.
Por lo tanto, Dios lo va a introducir en su propia Gloria, y lo glorificará muy pronto.
Hijos míos, yo estaré con ustedes por muy poco tiempo. Me buscarán, y como ya dije a los judíos, ahora se lo digo a ustedes: donde yo voy, ustedes no pueden venir.
Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado.
En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros.»



COMENTARIO:


  En este Evangelio de san Juan, el Señor nos da el precepto sagrado que, a partir de entonces, va a convertirse en el distintivo de todo aquel que se llama cristiano. Pensad que en los momentos en los que Jesús dió su mandamiento, la Ley de Moisés permitía devolver la ofensa con la misma, o mayor, intensidad con que se había recibido. Sirva de ejemplo la lapidación de la mujer que había sido descubierta en adulterio y debía devolver la honra perdida a su marido con su muerte. Por eso, las palabras del Maestro chocaron con la mentalidad judía de la época y marcó una profunda distinción entre sus discípulos y los demás miembros del pueblo de Israel.


  Todavía ahora, muchos piensan que no responder a una ofensa es signo de debilidad, cuando en realidad el esfuerzo por aceptarlo, perdonarlo y olvidarlo es sinónimo de dominio y señorío sobre nosotros mismos que aceptamos, con humildad,  el menosprecio de nuestros hermanos.
El Señor no sólo les habla de amar a sus amigos, de respetar a los que les rodean, sino de perdonar a todos aquellos que los ultrajan, disculpándolos. Porque el Amor con mayúsculas –que es el que nos pide- no necesita ser correspondido para ser verdadero.


  Jesús no quiere que queden dudas antes de irse, y por ello resume todos los preceptos en el Mandamiento Nuevo del Amor. Y es ese precepto de la caridad el que compendia toda la ley de la Iglesia y, por ello, será el signo distintivo de todos los bautizados. San Agustín repitió en innumerables ocasiones que todas las personas pueden hacer la señal de la Cruz de Cristo; que todos pueden responder Amén; que pueden cantar el aleluya o hacerse bautizar. Pueden entrar en las Iglesias y construir con sus manos los muros de las basílicas, pero los hijos de Dios no se distinguen de los hijos del diablo sino es por la práctica de la caridad. Sólo aquellos que viven en Dios, y Dios es Amor, son capaces de comprender el significado de su vida como una entrega a los demás.


  Las palabras del Señor “como yo os he amado” dan a ese precepto un sentido y un contenido nuevo: porque la medida del amor cristiano no está en el corazón del hombre, sino en el corazón de Jesucristo. Y todos sabemos como lo puso en práctica el Maestro, como plasmó en obras todo el amor que fluía de su corazón: dando su vida por nosotros.
Por eso, esas palabras que repetimos dentro de la cotidianidad de nuestra fe, deben abrir en nuestra conciencia un mundo de proyectos sin límites. No hablo de cosas extraordinarias, sino de vivir lo ordinario con visión sobrenatural, poniendo a Dios en el centro de nuestra vida.


  Nuestra familia, que son el prójimo más próximo, debe gozar de nuestra paciencia, entrega y comprensión. Y eso no entiende ni de derechos ni de deberes sino de una capacidad de servicio que surge de la entraña más íntima de nuestro corazón, donde el amor no es sólo un sentimiento sino el profundo reflejo de la voluntad que se manifiesta en el querer querer. Porque amar es decidir cada día de nuestra vida, en libertad, que lucharemos para que todos aquellos a los que amamos sean capaces de alcanzar la felicidad; aunque eso signifique sacrificar nuestros propios deseos por el bien de los demás.


  Nuestro trabajo diario debe dejar de ser esa dura carga obligada para convertirse en el lugar donde facilitamos a los demás su labor, preocupándonos de sus problemas y convirtiéndonos en esos amigos que luchan por descomplicar la vida a los que caminan a su lado. Y no os penséis que hablo de grandes sacrificios y cansados esfuerzos, sino en realizar nuestro cometido con la mayor responsabilidad, posibilitando no agravar el de los demás. Regalar una sonrisa, acercar un café, o compartir un rato de charla es entregar nuestro tiempo por amor a esos hermanos que, día a día, forman parte de nuestra historia cotidiana.


  Imaginar si cada uno de los cristianos obrara así con sus semejantes, intentando facilitarles la existencia; cooperando con nuestro esfuerzo, tiempo y dinero a conseguir terminar con las injusticias que son el fruto de los egoísmos personales. La vida sería exactamente como Dios la tenía diseñada, antes del oecado, para que consiguiéramos alcanzar la felicidad.


  Sólo Dios cambia el corazón de los hombres; por eso, como siempre, la solución a los problemas de este mundo es poner al Señor en el centro de él, en el corazón del ser humano. Y esa es la tarea principal a la que ninguno de nosotros puede renunciar si de verdad quiere encontrar solución y respuestas a los problemas que ahogan a la humanidad. Acercar a Jesús a todos los que nos rodean es el acto de amor más grande que podemos ofrecer a nuestros semejantes. ¡No lo dudéis ni un segundo!


28 de abril de 2013

¡Así es Nuestro Señor!

Evangelio según San Juan 14,7-14.

Si me conocen a mí, también conocerán al Padre. Pero ya lo conocen y lo han visto.»
Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre, y eso nos basta.»
Jesús le respondió: «Hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conoces, Felipe? El que me ve a mí ve al Padre. ¿Cómo es que dices: Muéstranos al Padre?
¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Cuando les enseño, esto no viene de mí, sino que el Padre, que permanece en mí, hace sus propias obras.
Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanme en esto; o si no, créanlo por las obras mismas.
En verdad les digo: El que crea en mí hará las mismas obras que yo hago y, como ahora voy al Padre, las hará aún mayores.
Todo lo que pidan en mi Nombre lo haré, de manera que el Padre sea glorificado en su Hijo.
Y también haré lo que me pidan invocando mi Nombre.



COMENTARIO:



  Estos versículos del Evangelio de san Juan son de una intensidad profundísima, ya que en ellos Jesús afirma que Él es la Revelación del Padre: que conocerlo es conocer a Dios.
Cuantas veces he oído a muchos de mis hermanos, ante circunstancias difíciles de la vida, hablar sobre el silencio de Dios; sobre nuestro desconocimiento ante un Ser que parece pasearse por las alturas ajeno al sufrimiento humano. Justamente, el evangelista nos demuestra que no sólo el Padre no se desentiende de nosotros, sino que para salvarnos ha enviado a su Hijo amado para que muera por nosotros. Y ese Hijo, Jesucristo, manifiesta a los hombres que Él es el rostro de Dios. Que toda su vida, guardada en la Escritura Santa para el que quiera conocer, es Revelación del Padre; sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de obrar. No hay dudas, no podemos seguir esgrimiendo frases sin sentido cuando las respuestas salen de la propia boca de Nuestro Señor: “Quien me ve a Mí, ve al Padre” (Jn. 14,9).


  El problema es que el mensaje del Maestro no es una filosofía de vida, sino un compromiso vital que nos obliga a luchar contra nosotros mismos, contra nuestro egoísmo, para vivir en Cristo renunciando a todo aquello que nos separa de Dios y haciendo nuestro todo aquello que nos acerca a su amor: la entrega a nuestro prójimo.
Significa renunciar a ese “yo” que clama por erigirse en dueño y señor en aras de un “tu” que nos llama a compartir la vida. Significa amar a mis semejantes con ese amor de renuncia y entrega con el que nos amó Jesús de Nazaret.


  Y Jesús promete a sus Apóstoles, antes de partir de este mundo, que les hará partícipes de sus poderes para que la salvación de Dios se manifieste por medio de ellos. Muchos milagros se han dado en nombre del Señor, pero el principal ha sido la conversión y extensión de la fe cristiana mediante la predicación y la administración de los Sacramentos; ministerio efectuado por aquellos primeros discípulos del Maestro que, comenzando en Palestina, difundieron el mensaje de Jesús hasta los extremos de la tierra.
A los ojos de los hombres, aquellos primeros, no eran nada; unos cuantos pescadores, galileos para más señas, sin cultura ni refinamiento. Pero su fuerza era el amor incondicional hacia Cristo y la fe en el cumplimiento de su Palabra.


  Hoy ocurre lo mismo; tal vez nos acobardamos al contemplar nuestras miserias y nos sentimos incapaces de afrontar una tarea tan ardua como es predicar la Verdad del Evangelio en un mundo donde la mentira y el subjetivismo se han hecho regla de vida. Pero quizá es que hemos olvidado que nosotros somos pinceles en manos del pintor; que nuestro valor es la promesa eterna que Jesús nos hizo de quedarse con nosotros hasta el fin de los tiempos. Él pondrá las palabras en nuestra boca, si nosotros ponemos a su disposición nuestra persona, nuestro pobre corazón para que la Trinidad haga morada en él  a través de los Sacramentos recibidos.


  Creo que en estos momentos, quizás más que en ningún otro, recordar que Jesucristo –como nos dice el Evangelio- es nuestro intercesor en los Cielos, y que nos ha prometido que todo lo que le pidamos en su nombre nos lo dará, es una inyección de esperanza que debe ayudarnos a replantear nuestra vida. Pedir en su nombre significa apelar al poder de Cristo resucitado, sabiendo y creyendo que Él es omnipotente y misericordioso porque es verdadero Dios. Que ese Jesús, que ha dado su vida por nosotros, será incapaz de negarnos nada que no nos convenga; y por eso hay que pedir con la confianza de recibir lo mejor, aunque tal vez no sea lo que esperamos. Y eso, hermanos míos, es aprender a rezar.
Hemos de gritar a los cuatro vientos que no hay poder más grande que el de la oración: ese hablar con Dios donde le contamos nuestras penas y alegrías, aprendiendo a escuchar y observando la mano divina en todas las circunstancias que nos rodean.
¡Así es el Señor! Dispuesto a caminar a nuestro lado, a nuestro paso, esperando que le sujetemos con fuerza para no abandonarlo jamás.


26 de abril de 2013

¡Cooperamos con Cristo!

Texto del Evangelio (Mt 5,13-16)


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos».



COMENTARIO:


  San Mateo nos trae, en su Evangelio, las palabras de Jesús sobre cual debe ser la actuación, la vida y el verdadero sentido de todos aquellos que nos llamamos cristianos. Las imágenes que usa el Señor de la sal y la luz, reflejan las condiciones que deben cumplir aquellos que viven las bienaventuranzas, porque son discípulos del Maestro.


  Lo primero que me llama la atención, sobre todo porque hay quien afirma que la sola fe nos salva, son las palabras en las que Jesús nos recuerda que la luz debe alumbrar las buenas obras que hacemos ante los hombres y con las que glorificamos al Padre que está en los cielos. Sí; las obras son una respuesta, una consecuencia y una expresión de nuestra forma de ser, de creer, de amar y de pensar… Las obras son la realidad visible de nuestra fe invisible y, por ello, la confirmación ante los hombres de que nuestras palabras se fundamentan en la Verdad que vivimos: en la unidad de vida.


  Cada uno de nosotros lucha por su santificación personal, porque es en la soledad de nuestras conciencias donde rendiremos cuentas a nuestro Salvador, el día que venga a buscarnos. San Agustín nos ha recordado este hecho muchas veces con la frase: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Pero también es verdad que Jesús alude al hecho de que no nos salvaremos solos, que nos encomendó –a través de su mensaje- la salvación de nuestros hermanos al ser cooperadores con Cristo en la transmisión del Evangelio. Por eso rememora, desde este pasaje de la Escritura, que los cristianos somos, o debemos ser, esa sal que preserva de la corrupción los alimentos. En los sacrificios del Antiguo Testamento -nos lo transmite el Levítico- esa sal simbolizaba la inviolabilidad y la permanencia de la Alianza de Dios con los hombres:
“Sazonarás con sal todas tus ofrendas de oblación; nunca omitirás de tu ofrenda la sal de la Alianza con tu Dios. Sobre todas tus ofrendas ofrecerás sal” (Lv. 2,13)


  El Señor nos  manifiesta que todos nosotros, los bautizados en Cristo, somos la sal de la tierra, es decir, los que damos el sabor divino a las realidades humanas preservando al mundo de la corrupción. Y para lograrlo no hay que tener vergüenzas divinas, ni podemos callar la verdad evangélica por miedo a comentarios que nos ridiculicen. Jesús, por nosotros, fue humillado, golpeado, taladrado y crucificado asumiendo, por amor, todo el dolor que su humanidad era capaz de soportar. Debemos transmitir la Palabra de Dios porque hacerlo es comunicar a nuestros hermanos la Persona de Cristo, y Cristo nos salva. Debemos fomentar las virtudes que pueden mejorar nuestra sociedad y que, en el fondo, son hábitos buenos que podemos adquirir por la repetición de actos; y la oración, para que el Señor nos de la fuerza para conseguirlo.


  También nos llama el Maestro para ser la luz que ilumina los caminos de la tierra; no porque nosotros seamos esta luz, sino porque transmitimos la Luz divina que nos inunda cuando vivimos en Cristo a través de los Sacramentos. Y lo lograremos si nuestro distintivo es la caridad, que es la antorcha más representativa del amor de Dios: ayudando a los que lo necesitan y a los que no saben que lo necesitan. Son esas buenas obras que glorifican al Padre y que nosotros llevamos a cabo, humildemente, por la Gracia de Dios.


  Pero si los discípulos pierden su identidad cristiana, se quedan en nada. Si nuestro seguimiento de Cristo no se traduce en obras concretas, los cristianos nos convertimos en un sinsentido del que Dios nos pedirá cuentas. Estamos avisados de que algún día, y no sabemos si será muy tarde, el Altísimo nos preguntará qué hicimos de aquellos hermanos a los que puso a nuestro lado para que los acercáramos a Él; porque somos sus discípulos aquí y allí, trabando y descansando. Somos su sal y su luz y no podemos olvidarlo ni defraudarlo, nunca jamás.

Quiero felicitar desde aquí a Elisa, que se le casa un hijo el día de la Virgen de Montserrat. Eso siempre es motivo de alegría. No dudes que rezaremos por ellos y los encomendaremos a la Madre del Cielo.

levítico, Números y Deuteronomio


Como los tres capítulos que quedan para completar el Pentateuco están muy resumidos, os los he puesto agrupados en un solo artículo. Espero que os sirvan

LEVÍTICO:

    El contenido del Levítico nos recuerda que cuando el pueblo se encontraba en el desierto, el Señor lo llamó a Sí para hacer de él una gran nación, una nación santa. Las normas y prescripciones que están contenidas en él tienen como fin reglar el modo de mantenerse en santidad, indicando los procedimientos necesarios para volver a esa cercanía con Dios si uno se había apartado de ella por el pecado; tratando, la mayor parte del libro, de temas relativos a sacerdotes y levitas, ya que es como un ritual de la liturgia judía. Se distinguen cuatro partes:
·        1ª parte: prescripciones sobre los sacrificios (1,1-7,38)
·        2ª parte: institución de los sacerdotes (8,1-10,20)
·        3ª parte: ley de la pureza ritual (11,1-16,34)
·        4ª parte: ley de santidad (17,1-26,46)
 
   Una lectura superficial del Levítico puede dar la impresión de que este libro resulta incomprensible y sin utilidad alguna en nuestros días, pero se puede descubrir entre sus líneas un significado religioso de actualidad permanente, ya que el hombre sigue ofreciendo el acto de culto como manifestación adecuada de sus sentimientos hacia Dios: adoración, reconocimiento, gratitud y súplica, aunque es cierto que no siempre cuidamos ni tenemos presente el modo en el que Dios ha querido y quiere recibir su culto. Una lectura atenta del Levítico permite observar que éste no sólo ofrece una normativa meramente formal, sino que en él se encuentran unas normas morales que reflejan una enseñanza sobre Dios y el hombre, así como las relaciones que deben existir entre ambos y que se hacen extensivas al trato con los demás, si surgen del corazón y son verdaderas.

   El Levítico nos recuerda que, poco a poco, el culto se ordenó a través de unas normas rituales que hicieron surgir la necesidad de unas personas, con cierta autoridad, para hacerlas cumplir. De esta manera, por hacerse necesaria, surgió la función sacerdotal y los sacerdotes. Posteriormente, su tarea se amplió a la función docente, donde explicaban la ley y la transmitían de generación en generación, legislando las costumbres y tradiciones de sus padres así como la proclamación del querer de Dios al pueblo.

   Es cierto que la mejor manera para leer y entender el Levítico es meditándolo a la luz del Nuevo Testamento, ya que todo lo que en él se contiene es una clara prefiguración de la realidad que llega a su plenitud con la Redención, donde Jesús instauró, unidos a Él, un nuevo culto al Padre, movidos por el Espíritu Santo. El Sacrificio de Cristo es la culminación de todos los sacrificios  -holocaustos-  del Antiguo Testamento, donde el Señor se ofrece como víctima perfecta, manifestándolo Pablo en  la “Carta a los Hebreos”; así como el culmen de la función sacerdotal, que es la que se da en Jesucristo, ya que se ofrece por nuestros pecados al Padre como mediador  -sacerdote-  perfecto entre Dios y el hombre. Recordándonos que la plena pureza  de la que nos habla el Levítico, necesaria para acercarse a Dios, procede de las profundidades del corazón del ser humano, no sólo de unos rituales externos que pueden  no estar de acuerdo con una adecuada, verdadera y recta conciencia personal.


NÚMEROS:

   El contenido del libro se caracteriza por su variedad temática y literaria, encontrando en él numerosos episodios de carácter narrativo, junto a textos legales de bastante amplitud, y pequeñas piezas poéticas; mientras que otros pasajes vienen a ser una repetición de lo que encontramos en otros lugares. En realidad Números nos muestra distintos escenarios del desierto en los que se va encontrando el Pueblo de Israel. Cuatro son los escenarios y las partes que  forman el libro:
·        1ª parte: el pueblo en el desierto del Sinaí (1,1-10,10)
·        2ª parte: El pueblo en Cadés (10,11-20,21)
·        3ª parte: el pueblo en el camino entre Cadés y Moab (20,22-21,35)
·        4ª parte: el pueblo en las llanuras de Moab (22,1-36,13)
  
A pesar de que muchos de aquellos relatos que narra el libro reflejan el ambiente que se vivía en el desierto, lo cierto es que Números ofrece más bien una interpretación del significado de aquella época, vista desde una perspectiva posterior: la vida y la historia de un pueblo que se ha debatido entre la infidelidad a Dios, sufriendo los castigos subsiguientes, y el servicio a ese Dios mediante el culto en el Templo, experimentando su misericordia.

   Números nos muestra, de una forma peculiar, cual es el modo de actuar de Dios con su pueblo, apareciendo como el guía que los llevó, a través del desierto, a la tierra prometida. Ya no son una muchedumbre informe, como cuando salieron de Egipto, sino una comunidad santa, que puede ser detalladamente censada, formada en virtud de la Alianza. El desierto es ahora un lugar de paso, lleno de dificultades, ante el cual el pueblo experimentó la tentación del desánimo y de la rebeldía contra Dios que les había llevado hasta allí; pero a su vez, ese fue el lugar en el que conocieron el perdón y la misericordia divinas y comprendieron que, a través de las sucesivas pruebas, el Señor les purificó consiguiendo una íntima unión con Él. Esa circunstancia pervivirá en la memoria de Israel como una época dorada de su relación con Dios en contraposición al aburguesamiento y relajación que se produjo en épocas posteriores de mayor bonanza.

   Es por eso, que una de las tradiciones más importantes de Israel es la que recogió relatos acerca de la estancia del pueblo en el desierto, ya sean orales y transmitidas de padres a hijos, o como núcleo de reflexión y enseñanza, que posteriormente se unió a noticias sueltas de episodios particulares, constituyendo un bloque narrativo que sirvió para presentar numerosos textos legales. Entre sus líneas podemos descubrir el espíritu de la tradición sacerdotal que dio unidad al conjunto de Números.

   A la luz del Nuevo Testamento vemos en Jesucristo la actualización de las realidades del desierto. Los israelitas sabían que Dios se encontraba entre ellos porque una nube cubría la tienda del encuentro. María es la tienda del encuentro de Dios con el hombre, a través de la Encarnación del Verbo; Cristo es Dios con nosotros, el Emmanuel, el Hijo de Dios que se ha quedado para siempre en medio de los hombres. El Pueblo de Dios, la Iglesia, avanza en el tiempo de la historia sometido a múltiples pruebas, pero con la seguridad de tener la protección divina como la tuvo el antiguo pueblo de Israel, del que es imagen, camino de la patria definitiva. Por eso la Tradición, bajo la orientación del Nuevo Testamento, ha descubierto numerosos simbolismos en el libro de Números, desde imágenes de Jesucristo, María, la Iglesia y la propia vida cristiana.


DEUTERONOMIO:

   El Deuteronomio narra los acontecimientos principales del final de los cuarenta años de vida errante de los israelitas bajo la guía de Moisés. Éste les enseña, a punto de emprender la conquista de la tierra que  Dios les va a entregar, en unos discursos de despedida o testamento, la conducta que siempre deberán seguir y para ello recapitula los principales sucesos acaecidos, dirigiéndoles algunos discursos exhortativos.

   Las características teológicas, literarias y estilísticas que se observan comunes en el Deuteronomio, Josué, Jueces, Samuel y Reyes , han llevado a los investigadores a considerar que dichos escritos son el fruto de una impresionante labor teológica, histórica y literaria de una tradición o escuela que puede denominarse “Deuteronomista”; la cual recibió la herencia de generaciones precedentes, así como la inspiración del Espíritu Santo, dando como fruto la primera gran teología de la historia del pueblo de Israel, desde su establecimiento en la tierra de Canaán, a finales del segundo milenio antes de Cristo, hasta la cautividad de Babilonia (siglo VI a. C.).
  
   El hondo sentido de Israel acerca de su identidad de pueblo elegido y la providencia de Dios, han realizado la más grandiosa historia que la humanidad ha concebido. Así pues, el Deuteronomio sirvió como prólogo a esa gran explicación teológica de la historia, realizada dentro de la tradición, que se apoyó en materiales históricos y jurídicos previos y en antiquísimas tradiciones, señalando, a la vez, la presencia activa que tuvieron los profetas en momentos decisivos de su historia.
   Así se fue enseñando al pueblo que la promesa de la tierra prometida no había sido hecha de forma absoluta, sino condicionada al cumplimiento de lo pactado en la Alianza. Una buena muestra puede ser el siguiente texto del Deuteronomio: “Hoy pongo ante ti la vida y el bien, o la muerte y el mal. Si escuchas los mandamientos del Señor, tu Dios que yo te ordeno hoy, amando al Señor tu Dios, marchando por sus caminos y guardando sus leyes y normas, entonces vivirás y te multiplicarás: el Señor tu Dios te bendecirá en la tierra que vas a tener en posesión. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar postrándote ante otros dioses y dándoles culto, entonces os anuncio hoy que pereceréis sin remedio y no prolongaréis los días en la tierra que vais a tomar en posesión una vez que paséis el Jordán. Hoy pongo por testigo contra vosotros los cielos y la tierra; pongo ante vosotros la vida y la muerte, la bendición y la maldición; elige, pues, la vida para que tu y tu descendencia viváis amando al Señor tu Dios, escuchando su voz y adhiriéndote a Él, porque Él es tu vida y la prolongación de tus días en la tierra que el Señor prometió a tus padres Abraham, Isaac y Jacob”(Dt.30,15-20)

   Esa será la norma para ir juzgando los distintos acontecimientos de la historia: la correlación entre la fidelidad y la Alianza. Israel no puede culpar a Dios de incumplir su palabra, ya que son los pecados de Israel los que han hecho desembocar los acontecimientos hacia la tragedia del destierro. El Deuteronomio se divide en:
·     Introduccción: (1, 1-5)
·     1ª parte : Primer discurso de Moisés :introducción histórica (1,6-4,43)
·     2ª parte : Segundo discurso de Moisés: La ley –es la parte fundamental- (4,44-28,68)
·     3ª parte : Tercer discurso de Moisés: La Alianza de Moab (28,69-30,20)
·     Conclusión histórica (31,1-34,12)

   La enseñanza teológica básica del Deuteronomio se podría resumir en la siguiente característica: un Dios, un Pueblo, un Templo, una Ley. La unicidad de Dios, el convencimiento de que sólo existe un Dios único marca a su vez un solo culto en un solo Templo, con una única alianza a un solo pueblo: el Pueblo de Dios. Como podemos observar, esas premisas alcanzan su plenitud en el Nuevo Testamento, a través de Cristo, que llama a todos los hombres a participar de una única naturaleza divina por la Gracia, siendo todos uno con el Padre a través del único Templo que es el Cuerpo de Cristo y a través del único pueblo, que es la Iglesia de todos los bautizados. Bajo la ley universal del amor que engloba en sí todos los preceptos fundamentales.



¡Él nos salva!

Evangelio según San Marcos 16,15-20.


Y les dijo: «Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación.
El que crea y se bautice, se salvará; el que se niegue a creer será condenado.
Estas señales acompañarán a los que crean: en mi Nombre echarán demonios y hablarán nuevas lenguas;
tomarán con sus manos serpientes y, si beben algún veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán sanos.»
Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Ellos, por su parte, salieron a predicar en todos los lugares. El Señor actuaba con ellos y confirmaba el mensaje con los milagros que los acompañaban.



COMENTARIO:


  En este Evangelio de san Marcos podemos observar la misión principal que el Señor impone a sus Apóstoles; misión que desde aquel momento hasta el fin de los tiempos será la misión de la Iglesia: el destino universal de todos a la salvación y la necesidad del Bautismo para acceder a ella. No debe extrañarnos que Jesús imponga esa premisa, ya que en todos los capítulos del Evangelio hemos podido observar una de las principales verdades de nuestra fe: que Cristo es el único que salva; y que Él es el camino de salvación y el Mediador por excelencia entre nosotros y el Padre.
Pues bien, si el Bautismo es el sacramento por el cual cada uno de nosotros somos injertados en Cristo, y su Gracia –su vida- corre por nuestra alma, está claro que es a través de las aguas bautismales por las que nos hacemos uno con el Señor y recibimos, por Él y con Él, la salvación.


  Si el Maestro fundó la Iglesia al enviar el Espíritu Santo en Pentecostés sobre los Apóstoles, y en ella se quedó a través de los Sacramentos para que la Redención actuara sobre aquellos que decidieran aceptarla, es evidente que corresponde a la Iglesia -guiada por la caridad y el respeto a la libertad- el empeño en anunciar a todos los hombres de la tierra la verdad definitivamente revelada por el Señor. Y eso lo logrará proclamando la necesidad de la conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del Bautismo y los otros sacramentos para participar plenamente en la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.


  Cierto es que como decía san Pablo, Dios quiere que todos los hombres se salven y por eso las palabras de Jesús en este evangelio de san Marcos nos urgen a todos los cristianos –que somos Iglesia- a anunciar a todos la Buena Nueva. Cada uno desde su lugar de trabajo, desde la posición que ocupa, desde su familia… salvando esa vergüenza absurda que a veces nos invade cuando se requiere que demos testimonio de nuestra fe. Y sin ceder a la presión mediática que nos exige vivir esa fe en la intimidad del hogar; porque nuestra fe forma parte de nuestro existir, y nosotros somos cristianos en todos los lugares y las circunstancias de nuestra vida.


  Hay que tener en cuenta que estas palabras evangélicas no están reñidas con la salvación de todos aquellos que, por ignorancia no culpable y desconocimiento sin responsabilidad, no pertenecen a la Iglesia pero comparten una vida plagada de justicia y amor a sus hermanos. Porque esa salvación sacramental, que transmite la Iglesia por los méritos de Cristo, es extensiva a los que, de haberla conocido en su realidad, formarían parte de ella.


  Finalmente, estos dos últimos versículos relatan quién es Jesús en el presente de la historia: el que ha sido exaltado a la derecha del Padre y que actúa en sus discípulos y a través de ellos, confirmando su palabra.
Jesucristo subió al Cielo en Cuerpo y alma; en su humanidad –donde estamos todos representados- ha tomado eterna posesión de la gloria. Y con su “entrada” en los Cielos, en su nuevo modo de existencia gloriosa, de alguna manera ya estamos nosotros también participando de esta gloria: sólo hace falta que, libremente, la aceptemos y actuemos conforme a esta decisión. Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica lo resume de esta manera:
“Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente” (n.666)

25 de abril de 2013

¡Sólo nos amó con locura!

Evangelio según San Juan 12,44-50.


Pero Jesús dijo claramente: «El que cree en mí no cree solamente en mí, sino en aquel que me ha enviado.
Y el que me ve a mí ve a aquel que me ha enviado.
Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no permanezca en tinieblas.
Si alguno escucha mis palabras y no las guarda, yo no lo juzgo, porque yo no he venido para condenar al mundo, sino para salvarlo.
El que me rechaza y no recibe mi palabra ya tiene quien lo juzgue: la misma palabra que yo he hablado lo condenará el último día.
Porque yo no he hablado por mi propia cuenta, sino que el Padre, al enviarme, me ha mandado lo que debo decir y cómo lo debo decir.
Yo sé que su mandato es vida eterna, y yo entrego mi mensaje tal como me lo mandó el Padre.»



COMENTARIO:


  En este Evangelio de Juan se puede observar una recopilación de los temas fundamentales, desarrollados en capítulos anteriores sobre la predicación pública de Jesús. El Señor nos recuerda y nos resume la esencia de nuestra fe, a través de conocer quién es Él y cual es su misión; de la igualdad, y al mismo tiempo, la distinción entre el Padre y el Hijo: los dos son iguales substancialmente; todo el poder del Hijo es el poder del Padre y las obras del Hijo son las obras del Padre. Pero, a la vez, son distintos ya que hablamos de dos Personas donde es el Padre el que envía al Hijo. Jesús es la manifestación visible de Dios invisible y la revelación máxima de Dios a los hombres. Por eso, cuando Jesucristo realiza obras que son propias de Dios, testifica con ellas su condición divina y una de las mayores que efectuará será su propia resurrección como causa y primicia de la nuestra.


  El Hijo ha recibido del Padre el poder de juzgar y adquirió este derecho cuando le fueron entregadas todas las ovejas para que Él fuera su Pastor. Pero el Señor, en vez de juzgarlas las redimió con su sacrificio, dejándose clavar en el madero para morir por nosotros y devolvernos a la vida de la Gracia. Somos nosotros los que, en libertad, decidimos aceptar o rechazar la Gracia conferida en esta vida, y por esa actitud nos juzgamos a nosotros mismos pudiéndonos condenar eternamente al rehusar en nosotros al Espíritu de Amor. ¡Es tan fácil culpar a Dios de nuestros fracasos! Pero eso resulta imposible cuando escuchamos las palabras de Jesús que nos consuela ante nuestra inquietud, al recordarnos que el Eterno Padre ha puesto nuestra causa en manos del mismo Cristo que ha sido nuestro Redentor. El mismo Salvador que para no condenarnos a la muerte eterna, se condenó a sí mismo; y que no contento con ello, prosigue en el Cielo al lado del Padre, mediando por nuestra salvación.


  Para facilitarnos el camino, Jesús nos revela que Él es la Luz del mundo: esa Luz que ilumina la inteligencia, mostrándose como la plenitud de la Revelación divina. Pero, a la vez, es también la Luz que ilumina el interior del hombre para que podamos aceptar esa Revelación y hacerla vida en nosotros. A través de Cristo y por Cristo, Dios se ha revelado a la humanidad y, haciéndose hombre, se ha acercado definitivamente a ella. Y por ese Jesús que ha caminado a nuestro lado por los caminos de la tierra, el hombre ha conseguido plena conciencia de su dignidad, de su elevación, de su valor trascendental y del profundo sentido de su existencia. Valemos tanto a los ojos de Dios que ese Dios envió por nosotros a su Hijo para que derramara hasta la última gota de su sangre. Y no nos preguntó de qué familia éramos, ni que posición social teníamos, ni cómo pensábamos… Sólo nos amó, con nuestros errores y fracasos, hasta el extremo.


  La realidad que el señor vuelve a exponer con sus palabras en este Evangelio, para que a nadie le queden dudas, estará certificada con los hechos cuando se ofrezca en sacrificio por nuestros pecados, trayéndonos la vida sobrenatural con su Resurrección. Porque la Salvación que nos llega a través del Hijo es, ni más ni menos, que el cumplimiento amorosísimo de la voluntad del Padre.

24 de abril de 2013

¡Reconocemos su voz!

Evangelio según San Juan 10,22-30.

Era invierno y en Jerusalén se celebraba la fiesta de la Dedicación del Templo.
Jesús se paseaba en el Templo, por el pórtico de Salomón,
cuando los judíos lo rodearon y le dijeron: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo claramente.»
Jesús les respondió: «Ya se lo he dicho, pero ustedes no creen. Las obras que hago en el nombre de mi Padre manifiestan quién soy yo,
pero ustedes no creen porque no son ovejas mías.
Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco. Ellas me siguen,
y yo les doy vida eterna. Nunca perecerán y nadie las arrebatará jamás de mi mano.
Aquello que el Padre me ha dado lo superará todo, y nadie puede arrebatarlo de la mano de mi Padre.
Yo y el Padre somos una sola cosa.»



COMENTARIO:

  San Juan nos presenta, en este Evangelio, las dudas que muchos de sus conciudadanos le presentaban a Jesús sobre si Él era el Mesías prometido. El Señor, ante eso, les respondía manifestando la identidad substancial que existía entre Él y el Padre; a pesar de que jamás dijo que Él fuera el Padre, sino que revelaba su unidad en cuanto a naturaleza divina y su diferencia en cuanto a distinción personal. Es decir dos Personas distintas pero un solo Dios.

  También Jesús recurrió a las obras realizadas, que manifestaban su condición mesiánica: daba la vista a los ciegos, los sordos oían y había devuelto la vida a aquellos que estaban muertos. Pero muchos de los judíos fueron capaces de adjudicar estos hechos sobrenaturales a la acción de Satanás, antes de reconocer que la idea del Mesías guerrero y libertador que tenían podía ser errónea, porque provenía de una mala interpretación de las Escrituras. Todos los allí reunidos observaron lo mismo; a todos les fue enviada la misma Gracia divina, pero cada uno fue libre de abrir su corazón y recibirla –como hicieron los discípulos del Señor- o bien cerrarse y mantenerse, por soberbia, en el error.

  Hoy sigue ocurriendo lo mismo, poco o nada a cambiado, y muchos de los que se llaman a sí mismos cristianos prefieren erigirse un Dios a su antojo y conveniencia, que les permita disfrutar de una religión Light y sin compromisos. Hemos logrado desvirtuar el mensaje de Jesús, que es eterno, pensando que se puede modificar con el paso del tiempo a nuestro antojo y necesidad. Hemos olvidado que todo lo que vivimos ahora ya se vivía en la época de los romanos: sodomía, incesto, divorcio, infidelidad, homicidio, prevaricación…Desde que el mundo es mundo el pecado original ha herido a la naturaleza humana y los hombres hemos sido esclavos de nuestros más bajos deseos. Por eso Cristo, con su muerte y resurrección nos entregó la Gracia que nos libera del pecado, dándonos la fuerza para vivir en libertad.

  Pero esa Gracia, porque somos libres, requiere el deseo personal de aceptarla; y aceptarla equivale a estar dispuestos a vivir bajo la Ley de Dios. No porque se nos imponga, sino porque estamos convencidos de que Aquel que nos creó conoce perfectamente lo que más nos conviene. Y el ser humano es el mismo ayer, hoy y mañana; lo destruyen las mismas cosas y lo perfeccionan los mismos valores: el amor, la fe, la esperanza, la prudencia, la templanza…

  Podemos hacer oídos sordos a Cristo, como hicieron aquellos judíos que le rodearon cuando andaba por el pórtico de Salomón. Cerrar nuestros ojos a las acciones que el Señor realiza cada día en nuestras vidas, encontrando respuestas en la casualidad y las posibilidades. Pero tendréis que aceptar conmigo que si tiro todas las letras del abecedario al aire, es imposible que al caer al suelo se forme una palabra o surja una frase. No, por más que nos esforcemos hay cosas cuya explicación, nos guste o no, sólo viene determinada por la causalidad que proviene de Dios.

  Eso manifiesta el Maestro cuando nos habla de todas sus obras que sólo son reconocidas por aquellos que viven de la fe; de la confianza en la Palabra hablada y escrita. De todos los que, tras el Bautismo, vivimos en Cristo a través de la recepción de los Sacramentos. Nos habla de no necesitar razones, porque las razones están inscritas en nuestro corazón: las puso Dios cuando nos creó y nosotros, libremente, las aceptamos cuando decidimos seguir al Señor como a nuestro Pastor en el redil de la Iglesia Santa. Por eso Jesús nos dice desde el Evangelio:
“Mis ovejas reconocen mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y jamás perecerán ni nadie me las quitará.”


22 de abril de 2013

¡El Buen pastor!

Evangelio según San Juan 10,1-10.

«En verdad les digo: el que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino que salta por algún otro lado, ése es un ladrón y un salteador.
El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas.
El cuidador le abre y las ovejas escuchan su voz; llama por su nombre a cada una de sus ovejas y las saca fuera.
Cuando ha sacado todas sus ovejas, empieza a caminar delante de ellas, y las ovejas lo siguen porque conocen su voz.
A otro no lo seguirían, sino que huirían de él, porque no conocen la voz de los extraños.»
Jesús usó esta comparación, pero ellos no comprendieron lo que les quería decir.
Jesús, pues, tomó de nuevo la palabra: En verdad les digo que yo soy la puerta de las ovejas.
Todos los que han venido eran ladrones y malhechores, y las ovejas no les hicieron caso.
Yo soy la puerta: el que entre por mí estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará alimento.
El ladrón sólo viene a robar, matar y destruir, mientras que yo he venido para que tengan vida y la tengan en plenitud.




COMENTARIO:


  En este Evangelio de san Juan, el Señor nos muestra como los hombres sólo podemos llegar a la salvación a través de la fe en Cristo y por medio de su Gracia. Jesús es la puerta del redil y, queramos o no, solamente podremos alcanzar el Reino de Dios si estamos unidos a Él.


  Jesús utiliza las imágenes del pastor porque sabe que sus oyentes están familiarizados con los usos y costumbres de este oficio tan tradicional entre el pueblo de Israel. En aquellos tiempos era tradición reunir al oscurecer varios rebaños en un mismo recinto y dejarlos bajo la custodia de un solo guarda. Al amanecer, cuando cada pastor llegaba, éste les abría el aprisco y las ovejas salían al reconocer la llamada de su pastor. Pero para que esto sucediera así, era necesario que cada zagal les hiciera oír frecuentemente su voz, y así, cuando caminaba delante de ellas para conducirlas a los pastos, no se le perdía ninguna.


  Por eso este pasaje es un ejemplo precioso, donde el Maestro manifiesta que en su Persona se han cumplido las promesas sobre el Mesías hechas en el Antiguo Testamento, evocando uno de sus temas preferidos: Israel es el rebaño y el Señor su Pastor.
Profetas de la antigüedad, como Ezequiel y Jeremías, ante la infidelidad de reyes y sacerdotes a quienes también se aplicaba el término de pastores, prometieron unos pastores nuevos. Ezequiel señala que Dios suscitará un pastor único, semejante a David, que apacentará sus ovejas para que estén seguras.
Y en los Salmos nos encontramos, a través de pura poesía, lo que será para el Pueblo de Dios el Mesías esperado:

“El Señor es mi Pastor, nada me falta.
En verdes prados me hace reposar;
hacia aguas tranquilas me guía;
Reconforta mi alma,
Me conduce por sendas rectas
Por honor de su Nombre.

Aunque camine por valles oscuros,
No temo ningún mal, porque Tú estás conmigo;
Tu vara y tu cayado me sosiegan…” (Sal. 23)


  El Maestro hace uso de esa imagen para advertir a sus discípulos que hay que reconocer el mensaje del Señor, su Voz, porque desde los primeros momentos hasta los últimos, habrán pastores interesados en quedarse con el rebaño y arrastrarlo por caminos de perdición. Jesús es el Buen Pastor; Aquel que está dispuesto, y que dará, su vida por la de sus ovejas. Que luchará contra los lobos y llamará a cada una por su nombre, saliendo a su encuentro cuando se encuentre perdida.


  Nuestro Señor nos ha dejado un redil, la Iglesia, donde Él es la puerta para entrar –tanto pastores como fieles-  y la Voz para seguir. Esa voz que se actualiza a través del Magisterio y en la que todos tenemos la seguridad de encontrar la salvación. Nuestro Señor es la Cabeza de todos aquellos pastores humanos, necesarios para transmitir el mensaje salvífico que el Buen Pastor nos consiguió, con su entrega a los lobos, para salvar a cada una de sus ovejas.


  Jesús es la manifestación del amor; del cuidado solícito que se lanza al encuentro de cada uno de nosotros cuando estamos perdidos, débiles o heridos. Nos carga sobre sus hombros y, a través de los Sacramentos, nos retorna al redil donde somos curados, fortalecidos y amados. Nadie puede sentirse solo ni abandonado cuando forma parte de un Todo; cuando formamos parte de ese rebaño donde cada uno tiene un nombre que le hace especial y por el que el Señor ha dado hasta la última gota de su sangre.


  Ahora bien, conocer la voz de nuestro Pastor requiere escucharla con asiduidad; y sólo lo lograremos si somos capaces de prestar atención todos los días a la Escritura Santa, a los escritos de nuestra Madre la Iglesia. Si vivimos con intensidad la proximidad de ese Jesús que nos ama con locura y se nos entrega en la Eucaristía. Si nuestra vida es una constante oración contemplativa, donde toda nuestra existencia –vivida en la normalidad de nuestro estado- sólo tiene una finalidad: vivir en Cristo y que Cristo viva en cada uno de nosotros.

21 de abril de 2013

¡Dios es Uno!

Evangelio según San Juan 10,27-30.

Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco. Ellas me siguen,
y yo les doy vida eterna. Nunca perecerán y nadie las arrebatará jamás de mi mano.
Aquello que el Padre me ha dado lo superará todo, y nadie puede arrebatarlo de la mano de mi Padre.
Yo y el Padre somos una sola cosa.»




COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Juan, aunque corto, es de una profundidad increíble. Ante la duda de todos aquellos que pensaban que Jesús no era el Mesías, el evangelista hace hincapié en las palabras del Señor que resalta la unidad entre Él y el Padre. Esa unidad que parte de la identidad substancial entre ambos y que, posteriormente, nos revelará extensible al Espíritu Santo.


  Comprendo que el misterio de la Trinidad es uno de los más grandes que profesamos los católicos, y que intentar explicarlo es una tarea épica, casi imposible de conseguir. Pero también sabéis, los que me conocéis, que pienso que Dios al crearnos a su imagen y semejanza nos dio una razón, una inteligencia cuya principal función es la de acercarnos lo máximo que podamos a la Verdad divina. Y con este empeño, y tras pensarlo mucho, voy a intentar desarrollar con unos ejemplos que creo que pueden serviros, el misterio de las Tres Personas distintas y Un solo Dios verdadero, que nos presenta san Juan en el Evangelio de hoy.


  A los hombres nos cuesta mucho imaginar que tres cosas puedan ser, a la vez, una; pero es cierto que ese problema sólo se nos presenta cuando hablamos de elementos sólidos. Ahora imaginemos que tenemos tres chorros de agua, distintos entre sí, y los unimos; está claro que conseguiremos sólo uno. Lo mismo si pensáis en tres llamas de fuego, separadas e independientes entre sí; si la reunimos en una sola, es una sola llama la que arde y nos alumbra. Creo que podríamos encontrar más ejemplos que nos servirían para hacernos una idea de que Dios, que es espíritu, es en Sí mismo Tres Personas espirituales distintas, pero que las Tres Personas distintas forman una Unidad en la Trinidad.


  El Padre, al tomar conocimiento de Sí mismo desde toda la eternidad, engendra al Hijo, desde la eternidad; y de la relación de ambos surge el Espíritu Santo. Relación de amor que genera amor, porque esa es la definición que nos da san Juan de Dios: el Amor. Nuestro Dios es en Sí mismo familia, y por eso cuando crea al hombre, lo crea varón y mujer. Y de la relación amorosa de la pareja surge el hijo que es el fruto e imagen del amor esponsal e indisoluble. La familia es la imagen de la Trinidad, de Dios, en la tierra; por eso este mundo lucha, con todas sus fuerzas, para erradicar el verdadero sentido de la familia cristiana que nos ha sido manifestado por Revelación.


  Ese es el motivo de que cuando el Padre quiere salvar al hombre, y éste sólo puede salvarse conociendo a Dios y eligiéndolo sobre todo lo demás, renunciando al pecado, envía a su Hijo – al Verbo, al Conocimiento divino, que es Palabra que expresa ese Conocimiento- a que asuma la naturaleza humana y hecho Hombre, sin dejar de ser Dios, manifieste a los hombres la verdadera identidad de Dios que sólo Él, como tal, conoce. Y con esta naturaleza humana asumida, muera por nosotros en la Cruz, resucitando con nosotros a la Vida de la Gracia.


  Pero a pesar de las palabras de Jesús, manifestándose como el Pastor capaz de dar su vida por las ovejas que el Padre le ha confiado, muchos se resistirán a reconocer al Maestro como el Mesías prometido; y es que a pesar de que el Señor da su Gracia a todos, es necesario no poner obstáculos por nuestra parte y abrirnos a la fe. Santo Tomás lo explicaba muy bien cuando recordaba que podemos gozar de la luz del sol que ilumina todos los objetos. Pero si yo decido cerrar los ojos e impedir que la luz me ayude a descubrir la realidad, este hecho no es culpa del sol sino de mi libertad mal entendida que persiste en mantenerme en la oscuridad.


  Cada uno de nosotros, a través del Bautismo, hemos sido injertados en Cristo y con Él formamos esa familia, ese redil que es la Iglesia Santa. Conocemos su voz, que surge de la meditación profunda de la Palabra divina y, en la Comunión, vamos a su encuentro para recibirlo y que nos de la Vida eterna. Intentamos ser lo que debemos ser, cristianos convencidos que luchan por ser fieles al mandato de Aquel al que pertenecemos: Cristo, Nuestro Señor.





¡El eslabón débil!

Evangelio según San Juan 6,60-69.

Al escucharlo, cierto número de discípulos de Jesús dijeron: «¡Este lenguaje es muy duro! ¿Quién querrá escucharlo?»
Jesús se dio cuenta de que sus discípulos criticaban su discurso y les dijo: «¿Les desconcierta lo que he dicho?
¿Qué será, entonces, cuando vean al Hijo del Hombre subir al lugar donde estaba antes?
El espíritu es el que da vida, la carne no sirve para nada. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida.
Pero hay entre ustedes algunos que no creen.» Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién lo iba a entregar.
Y agregó: «Como he dicho antes, nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre.»
A partir de entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y dejaron de seguirle.
Jesús preguntó a los Doce: «¿Quieren marcharse también ustedes?»
Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna.
Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.»



COMENTARIO:


  Estos versículos del Evangelio de san Juan, ponen de manifiesto como fueron recibidas las palabras de Jesús por parte de los discípulos. El Señor exige, de aquellos que le siguen, el acto de fe ante una realidad que se les presenta como totalmente absurda. Porque Cristo, al revelarnos el misterio eucarístico, sabe que está pidiendo a los que se encuentran escuchándolo en Cafarnaún, que no atiendan exclusivamente a lo que sus sentidos pueden mostrarles, a lo que pueden apreciar partiendo de las cosas meramente naturales; sino que trasciendan el hecho en sí mismo y sean capaces de comprender lo revelado como fruto de la Palabra divina que es “espíritu” y “vida”, que es la Verdad que no puede ni engañarse ni engañarnos.

  Jesús les pide, les exige, a todos aquellos que creen estar dispuestos a seguir al Señor por los caminos de Jerusalén, que den un paso de fe y depositen su confianza en Él. Con eso el Maestro quiere prepararlos para aquellos momentos en los que, durante su Pasión y Muerte, serán tentados por el diablo en la tristeza, el desasosiego y la incomprensión. Sólo los que permanezcan fieles a la Palabra, por el hecho de ser Palabra, podrán vivir los acontecimientos futuros a la gloria de su Resurrección, donde la fe dará paso a la evidencia y al gozo del hecho cumplido en Cristo, Nuestro Señor.

  Pero la promesa de la Eucaristía, que había provocado en aquellos oyentes de Cafarnaún muchas discusiones y escándalos, acaba desembocando en el abandono de muchos discípulos que habían acompañado al Maestro durante su ministerio. Jesús les había expuesto una verdad maravillosa y salvífica, la de la Redención; pero aquellos personajes se cerraban a la Gracia divina porque no estaban dispuestos a aceptar los hechos que superaban su mentalidad estrecha, haciéndose incapaces de recibir en su corazón lo que no podían entender ni abarcar en su cabeza.

  El misterio de la Eucaristía nos exige un especial acto de fe, porque nos obliga a someter a Dios la recepción de nuestros sentidos, salvo el del oído que nos descubre la Verdad revelada. Como santo Tomás nos repetirá en la oración del “Adorote Devote”, ante la Sagrada Forma nosotros debemos repetir desde el fondo de nuestro corazón:
“Te adoro con devoción, Dios escondido,
Oculto verdaderamente bajo estas apariencias.
A Ti se somete mi corazón por completo,
Y se rinde totalmente al contemplarte.
Al juzgar de Ti, se equivoca la vista, el tacto, el gusto;
Pero basta el oído para creer con firmeza;
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:
Nada es más verdadero que esta palabra de verdad…”


  Pedro, en aquellos momentos cabeza de la Iglesia primitiva, en nombre de los Doce y en el nuestro –porque formamos con ellos, a través del Bautismo, la Iglesia de Cristo- expresa su fe en las palabras de Jesús, reconociendo que procede de Dios; como hará nuevamente en Cesárea de Filipo, cuando confiese al Maestro como el verdadero Mesías. La confesión del Apóstol representa, al mismo tiempo, la comunión de fe de todos aquellos que creemos en Jesucristo y que no podemos olvidar que, junto a todos ellos en el Magisterio y la Tradición de la Iglesia, encontraremos como entonces, el criterio seguro de discernimiento sobre la verdad que debemos creer. Como nos ha repetido muchas veces el Señor, no estamos huérfanos en la fe, sino que pertenecemos a una familia, la familia de Dios, donde cada uno de nosotros es un eslabón en la cadena que une el Cielo con la tierra. ¡Hemos de luchar por no ser el eslabón débil que dificulte esa realidad divina!


19 de abril de 2013

Éxodo


EXODO:

   Este libro está formado por un conjunto de relatos y de normas íntimamente entrelazados que transmiten una parte de la historia religiosa de los hijos de Israel: desde el asentimiento de las tribus que habían bajado a Egipto, empalmando así con el final del Génesis; hasta su prolongada estancia al pié del monte Sinaí, enlazando así con la narración que continúa en Números. Los relatos reúnen los acontecimientos más importantes de la vida de Israel: su esclavitud en Egipto, el nacimiento del líder Moisés, los prodigios que Dios obró para sacarlos de la opresión, la institución de la Pascua, el establecimiento de la Alianza y la apostasía primera y el establecimiento del culto.

   Las normas recogidas en el Éxodo constituyen el cuerpo legal más importante del Pentateuco, pues por las leyes contenidas en este libro se regularía la vida religiosa de Israel.
   Se divide en dos partes:
·     La primera narra la epopeya del éxodo, desde la estancia de los hijos de Jacob en Egipto, hasta su llegada al pie del monte Sinaí (1,1-18,27).
·     La segunda parte revela los sucesos vividos en el Sinaí: el establecimiento de la Alianza, la promulgación de leyes y preceptos y la construcción del santuario (19,1-40,38).

   La historia narrada del éxodo no debe tomarse como una crónica detallada y exacta; es más bien una historia de la salvación que narra como el Señor hizo de los hijos de Jacob, el pueblo de Dios: es decir, un pueblo que ha entrado a formar parte del misterio salvífico, eligiéndolo como primicia de salvación, donde estas realidades sobrenaturales son expuestas por el escritor sagrado revistiendo los hechos con un carácter épico, cultual y teológico. Y aunque no es fácil reconocer cómo se desarrollaron los acontecimientos, no admite duda que en este libro se relatan hitos fundamentales de la historia de Israel.

   Todo lo que se cuenta no es inverosímil: la formación de Moisés en la corte faraónica se relaciona con la costumbre egipcia en la época de educar niños asiáticos en la corte para desempeñar tareas administrativas; las plagas que nos cuenta la Biblia (las langostas, el sedimento de hierro que vuelve el agua del Nilo rojo, la sequía…) son fenómenos naturales de repetición periódica en Egipto, que posiblemente por voluntad divina se dieron juntos en un corto espacio de tiempo; el cruce del mar rojo se asimila más al fenómeno de mareas que se da entre las dos masas de lagos: “Agua de Horus” y el  “Pantano de los Papiros” que son prolongaciones del lago Menzalé, que tenía hacia el sur una comunicación intermitente entre ambos lagos y el Golfo de Suez, cuando se daba la marea alta. Seguramente la providencia divina intervino para que se dieran las circunstancias favorables, en los procesos naturales de mareas, al paso de los israelitas que huían del faraón.

   La historia de Israel en Egipto contiene varios de los elementos esenciales en la revelación del Antiguo Testamento porque recoge, en tono grandioso y con el estilo de la épica religiosa, la elección y la liberación de Israel convirtiéndolo definitivamente en un pueblo que es propiedad del Señor. Todos los acontecimientos de salvación narrados en el Éxodo fundamentan la historia y la religiosidad israelita, permaneciendo vivos en la memoria del pueblo y fundamentando la esperanza en Dios en todos los momentos y circunstancias de su trayectoria.

   Moisés será considerado profeta, caudillo, maestro y sobre todo, paradigma para su pueblo como imagen de la vida de Israel. Él es el representante del pueblo ante Dios, como figura de Jesucristo que, asumiendo la naturaleza humana, abrió para todos los hombres el camino de salvación a través de las aguas del Bautismo.

   Todo el libro va encaminado a exaltar la grandeza del Señor que ha realizado tantos portentos y a poner de relieve la peculiaridad del pueblo de Israel, depositario de tantos beneficios. La elección, la alianza y el culto son los elementos que vertebran la fe y la vida religiosa de pueblo. La acción salvífica más trascendental en su historia y que será punto obligado de referencia para explicar las demás intervenciones salvadoras de Dios, es la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto.

   Con la narración de las acciones que el Señor realizó en el Éxodo, se entremezclan las infidelidades del pueblo que, sin embargo, son una y otra vez perdonadas limitándose a castigarlos con acciones pedagógicas que les enseñan que los pecados conducen de nuevo a los israelitas a una situación de esclavitud y sometimiento.

   La Alianza es, fundamentalmente, un pacto bilateral según el cual Dios, que toma la iniciativa, propone al pueblo un compromiso que conlleva unas obligaciones por ambas partes: Dios protegerá con predilección a su pueblo y éste tomará como único Dios al Señor, acogiendo sus mandatos. La Alianza será permanentemente renovada en la liturgia de Israel y recordada en la enseñanza profética; finalmente en la plenitud de los tiempos, Jesucristo sellará con su sangre la Alianza nueva y eterna. También, como hemos dicho anteriormente, se recoge en el Éxodo el cuerpo más importante de prescripciones rituales como son: la Pascua, las Fiestas, el Santuario y sus instituciones.

   El Éxodo es el punto de partida para alabar la grandeza y el amor misericordioso del Señor con su pueblo a pesar de todas sus infidelidades; es un canto de esperanza ante Dios que realiza tantos prodigios. Más adelante veremos, en el Nuevo Testamento, las frecuentes alusiones contenidas sobre el Éxodo en el Evangelio, como por ejemplo: los cuarenta días que Cristo pasó en el desierto en recuerdo a los cuarenta años que pasó el pueblo de Israel y los cuarenta días de Moisés en el Sinaí; las Bienaventuranzas, que fueron formuladas en el monte, paralelamente a la Ley que fue promulgada en el monte Sinaí; y sobre todo, la imagen de Jesucristo que aparece como el nuevo Moisés que libera al pueblo de la verdadera esclavitud: el pecado y la muerte eterna. San Pablo siempre consideró los prodigios del Éxodo como figura de las realidades de la nueva economía: el maná  -alimento dado por Dios en el desierto al pueblo que moría de hambre-  es figura de la Eucaristía, el pan de vida para el cristiano; y la roca de la que Moisés hizo brotar el agua, lo es de Cristo, cuando brotó agua de su costado traspasado en la Cruz; afirmando que la Alianza del Sinaí prefiguró la establecida por Cristo con su sangre.