30 de julio de 2014

¡Hasta pronto!



Queridos todos:



  Como bien sabéis, en el mes de Agosto me es imposible hacer los comentarios del Evangelio; porque donde paso el verano, no tengo internet. Por eso hasta el día 1 de Septiembre, no volveré a gozar de vuestra compañía.  La causa de que hoy y mañana no pueda publicar esa pequeña meditación, es debida a que hemos estado en ese trance increíble y, a la vez, preocupante, de ver nacer la vida: mi nuera, Jutta, ha traído al mundo a su quinto hijo. Por ello, por lo que ha sucedido y lo que hemos sentido, pensé que sería bueno compartirlo todos juntos y hacer del evangelio, vida.



  Joaquín, que así se llama el pequeño, no tenía fuerzas para nacer porque era prematuro y, debido a ello, muy pequeñito. Luchó hasta que pudo pero, ya cansado, no hubo más remedio que hacer una cesárea a su madre y darle la bienvenida a esta tierra. Nació respirando mal; con un color morado, que no hacía presagiar nada bueno. Pero lo que él no sabía, y espero que lo sepa algún día, es que su familia estaba rezando a Dios Nuestro Señor para que, si era su voluntad, le permitiera permanecer a nuestro lado. Y el Señor, Él sabrá porque, decidió darle las fuerzas necesarias para respirar por sí mismo y evolucionar satisfactoriamente.



  En aquellos momentos sólo podía pensar en la enferma de hemorrosía, que tocó el manto de Jesús y fue sanada. Le pedía a Dios la fe necesaria para mover a la Gracia divina. Le rogaba que no me pusiera en el duro trance de tener que identificar mi querer al suyo, si el suyo no se identificaba con el mío. Porque el dolor, muchas veces, es tan intenso que cuesta de soportar. Le hablaba, como aquel pobre publicano que desde el fondo del Templo, reconocía ante Dios sus miserias: le decía lo poco que soy; lo débil que me siento… Pero también esos momentos me sirvieron para reconocer que, ante una vida larga de pecado de un ser querido, lejos del Señor, prefería que el Padre se lo llevara a su gloria y lo hiciera gozar, desde ese momento, de su presencia. Y mi Dios tuvo a bien escuchar mis súplicas, y ayudar a ese pequeño a abrirse paso a la vida. Por lo que estoy segura que lo tiene reservado para hacer grandes cosas, antes de llevárselo a su lado.



  Mientras esperábamos el resultado de tantos esfuerzos, la comadrona hizo un comentario que pienso que es una justificación muy común entre aquellos que se niegan a ser generosos con el amor de Dios: me habló del miedo a traer hijos a este mundo peligroso, cruel y violento. Y en aquel momento me di cuenta  que privar a este mundo de un pequeño que nace es, tal vez, privarle de aquel que puede resolver muchos de nuestros problemas. ¿Quién de nosotros sabe si nuestro hijo será el próximo descubridor de la vacuna contra el cáncer? O si será el político virtuoso, bueno y entregado, que hará factible el principio democrático en el que se basaba Platón para que la democracia funcionara. ¿Sabes tú, que le tiene destinado el Señor a tu bebé? Entonces ¿Por qué no vamos a participar con Dios de ese milagro enorme, al que ya nos hemos acostumbrado? Tal vez la respuesta sea que nuestro egoísmo no quiere compartir esos momentos de dolor, que están inevitablemente unidos a las alegrías de esta vida. Contemplar la fortaleza de mi nuera, que con ojos vidriosos acaricia a su hijo a través de una incubadora, es un claro ejemplo de lo que una mujer está dispuesta a entregarle a Dios, por ser fiel a su vocación. Y no hay vocación más maravillosa para cualquier mujer, que compartir con el Creador el misterio de la existencia.



  Perdonar que me haya extendido en ese suceso personal, pero es que me ha parecido que cada momento y circunstancia que transcurre con nuestros seres queridos, requiere de la necesidad de poner por obras cada palabra que Jesús ha sembrado en nuestro interior -a través de la escucha de su mensaje y de la recepción de los Sacramentos- como la semilla que debe crecer para convertirse en un árbol frondoso donde todos encuentren cobijo. Eso es la familia: la imagen perfecta de Dios en el hombre. El lugar del corazón donde todos estamos unidos,  a pesar de ser todos distintos y tener cada uno su idiosincrasia.



  Solamente una última cosa antes de irme: recordar que Dios no toma vacaciones. No hay descanso en el Amor; aquí y allí, hoy y mañana, antes y después, estáis obligados, por el Bautismo, a comportaros como hijos de Dios en Cristo. Dar testimonio en la playa, en la montaña, en la ciudad, de coherencia cristiana; porque lo que está mal durante el resto del año, también lo está en la época estival. Leer y meditar el evangelio; rezar por todos y, sobre todo, por los que estos días ofenderán al Señor. Desagraviar y decidle a Jesús que, a pesar del calor, preferimos quemarnos en su amor. Yo me acordaré, en la distancia, mucho de todos vosotros y de todas aquellas peticiones que me habéis hecho. Espero encontraros a la vuelta y seguir compartiendo ese trocito de cielo, que es la fe. Hasta pronto y un abrazo a todos.



Ana María.