29 de septiembre de 2013

El Señor es mi única riqueza

Evangelio según San Lucas 16,19-31.

Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes.

A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro,
que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas.

El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado.

En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él.

Entonces exclamó: 'Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan'.

'Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento.

Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí'.

El rico contestó: 'Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento'.

Abraham respondió: 'Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen'.
'No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán'.

Pero Abraham respondió: 'Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán'".

COMENTARIO:

  Esta parábola de Jesús, que nos presenta san Lucas, no sólo es un ejemplo de la doctrina cristiana sobre las riquezas que el Señor ha expuesto en innumerables pasajes de la Escritura, sino que quiere disipar dos errores que se daban entre algunos miembros del judaísmo. Primeramente, intenta manifestar la confusión de todos aquellos saduceos que negaban la supervivencia del alma después de la muerte. Hoy, que muchos siguen negándola, las palabras del Maestro permanecen de actualidad. Nos habla de ese rico Epulón que no hizo nada malo, o por lo menos el Evangelio no lo resalta, sino que se olvidó de hacer algo bueno. Estaba tan prendado de sí mismo, de vivir el “carpe diem”, de disfrutar de la vida hasta su último suspiro, que no reparó en aquel pobre que yacía, cubierto de llagas, a la puerta de su casa.

  Su egoísmo y su vida regalada no le permitieron escuchar la voz de Dios, a través de la Escritura Santa, que le hablaba de sobriedad, de renuncias, y sobre todo, de solidaridad. Se queja Jesús, no de que el rico disfrutara de los bienes conseguidos lícitamente, sino de que no se hubiera acordado de repartirlos con los más necesitados. Porque ese Lázaro, que sólo deseaba saciarse de las migas que caían de la mesa, tenía la misma dignidad que ese Epulón que vestía de púrpura y lino. Ya que la dignidad no la da el oro, ni el poder; sino Cristo con su sangre derramada por todos nosotros, que nos hace hijos de Dios en Él. Olvidar esto y perder el respeto al hombre, sea cual sea su cultura, raza o color, es no haber entendido el verdadero sentido de la palabra discípulo, de Nuestro Señor.

  Pero aprovecha Jesús para recalcarnos que, cuando llegue la muerte que a todos iguala, comienza la Vida donde cada acción e intención realizada fijará nuestro futuro en la eternidad. Es entonces, cuando desnudados de nuestros abalorios, sólo quedará el amor que pusimos en nuestro corazón: esa palabra dicha con cariño; esa réplica mal intencionada que se apagó antes de salir, evitando el dolor que hubiéramos podido causar; ese tiempo robado a nuestro ocio para disminuir la soledad de algunos; ese dinero no gastado y compartido con el que padece una escasez económica…¡Tantas cosas, tantos momentos! Entonces no habrán excusas, sólo la triste realidad de nuestras miserias. Y lo peor es que ya no habrá vuelta atrás, porque hemos tenido nuestro tiempo para merecer.

  El Maestro sigue al hilo de la parábola, aclarando los conceptos de aquellos que interpretaban la prosperidad material como un premio divino a la rectitud moral; y, en cambio, consideraban que la adversidad era un castigo a los que incumplían la Ley de Dios. Evidentemente, en su propia vida y sobre todo en su propia muerte, el Hijo de Dios dará testimonio de que el sufrimiento y la cruz, son el verdadero distintivo del cristiano. Que Dios prueba en el crisol del dolor a aquellos que considera dignos de su Reino. No es de extrañar que, ante tal mensaje, los miembros del Sanedrín se escandalizaran y buscaran matarle para callar esas palabras que les enfrentaban a su medio de vida. Jesús nos recuerda que no es el que va mejor vestido, el que tiene el alma más deslumbrante; y nos insiste en saber ver la vida a través de unos cristales adecuados. Los cristales del amor, la pureza y la comprensión de la fe cristiana.

28 de septiembre de 2013

¡La puerta angosta!



Evangelio según San Lucas 9,43b-45.


Todos estaban maravillados de la grandeza de Dios. Mientras todos se admiraban por las cosas que hacía, Jesús dijo a sus discípulos:
"Escuchen bien esto que les digo: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres".
Pero ellos no entendían estas palabras: su sentido les estaba velado de manera que no podían comprenderlas, y temían interrogar a Jesús acerca de esto.


COMENTARIO:

  Ante todo, san Lucas manifiesta en este Evangelio, la actitud lógica que acompaña a todos aquellos que están cerca de Jesús y abren su corazón sin prejuicios: todos ellos quedaban asombrados ante los milagros que contemplaban. Cada uno de nosotros, los bautizados, somos aquellos que caminamos al lado del Señor, por los múltiples y distintos senderos de la tierra; y no puedo comprender cómo, ante las maravillas de Dios, no seguimos sorprendiéndonos de su grandeza, su paciencia y su bondad.

  No hacen falta grandes cosas; sólo observar un bello atardecer en el otoño de los tiempos, cuando los árboles adquieren esas diversas tonalidades, que dan al bosque el color propio de la paleta de un pintor. O gozar de una puesta de sol, sentados en la arena de una playa cualquiera, donde parece que el astro rey se despide del cielo para acostarse en el horizonte, mientras tiñe de rojo las nubes que se acercan a despedirse. Cuesta pensar que estas imágenes tan bucólicas, si la naturaleza perdiera su orden perfecto, podrían convertirse en inimaginables catástrofes. No es éste el lugar para hacer un tratado sobre la realidad de la creación, pero sólo dejarme que os comente lo que la profesora Marie George hacía notar ante todos aquellos que hablaban de la no participación divina en el ser y el existir del mundo y el hombre.

  Ella parafraseaba que puede parecer casual que, jugando al póker, salga una escalera real. Pero lo que no es casual es que la baraja tiene que estar diseñada de tal modo que contenga las cartas necesarias para que pueda salir. La distribución de las cartas en el juego tiene un componente de azar. Pero no podría salir nunca una escalera real, si la baraja no tuviera unas características bien determinada. Nos guste, o no nos guste, Dios ha hecho maravillas que nos sorprenden a cada paso, salvo que, consciente o inconscientemente, estemos ciegos ante la realidad que se manifiesta. Otra cosa muy distinta es como los hombres nos encargamos de destruirla.

  Vemos también como el Señor les insiste, para que comprendan lo que tiene que suceder -su Pasión y Muerte- y que no se escandalicen cuando suceda, que todos estos hechos pertenecen a los planes de Dios. Cierto es que los apóstoles, que todavía no habían recibido la infusión del Espíritu Santo, reaccionaron como habitualmente lo hubiéramos hecho nosotros ante aquellos planes que nos asustan; o bien nos enfrentan a una realidad que no se ajusta a nuestros propósitos: con miedo a pedir explicaciones a Jesús. Aquí, de manera distinta a como ocurre en diferentes anuncios del Nuevo Testamento, sólo se menciona la humillación, no la glorificación; la entrega del Señor en manos de los hombres y no el triunfo de la Resurrección. Parece que Jesús desea hacernos comprender que ser sus discípulos es pasar, con Él, su propio Calvario.

  Arrastrar a su lado la cruz de cada día y estar dispuestos a crucificar la propia naturaleza es, como decía santa Teresa Benedicta de la Cruz, vivir una vida mortificada y de renuncia, abandonándonos en los brazos del Señor. Mortificación y renuncia voluntaria y aceptada, que para nada influye en la alegría cristiana. Son esas pequeñas cosas de cada día que no salen como queremos y que ofrecemos, sin malas caras, asumiéndolas como renuncias personales que nos acercan a la voluntad divina. Es, ante una enfermedad o una pérdida, asentir con fortaleza y esperanza a los designios que Dios tiene dispuestos para nosotros. Por todo ello, Jesús insiste e insistirá, en que su compañía antes de la Gloria, debe vivirse en la mortificación. Que seguir sus pasos, es entrar por una puerta angosta que conduce a la verdadera Felicidad; pero que no por ello, deja de ser angosta. Y nos lo repite muchas veces para que comprendamos que, sólo a su lado, seremos capaces de salir airosos de esta prueba de amor. He aquí la explicación de porqué el Señor fundó su Iglesia y dejó en ella los Sacramentos de salvación: porque nos ama con verdadera pasión.


27 de septiembre de 2013

¿Conocemos a Jesús?



Evangelio según San Lucas 9,18-22.


Un día en que Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él, les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy yo?".
Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que ha resucitado".
"Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?". Pedro, tomando la palabra, respondió: "Tú eres el Mesías de Dios".
Y él les ordenó terminantemente que no lo dijeran a nadie.
"El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día".


COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Lucas comienza con una frase que bien podría ser el lema de toda una vida: “Jesús oraba a solas”. Cierto es que cuando asistimos a la Santa Misa, rezamos litúrgicamente en unión con nuestros hermanos; y que estas plegarias tienen un valor incalculable porque están siendo ofrecidas al Padre a través del Hijo, que se encuentra presente en el Sacrificio del Altar. Pero no es menos cierto que todos aquellos que estamos enamorados, buscamos el silencio y la intimidad para compartir unos minutos con nuestro amado. Esa necesidad, que fluye de un corazón que ya no se pertenece y busca la ternura, el calor y el cobijo de Aquel que es la causa de sus desvelos, es la que nos mueve a organizar un tiempo en nuestro día, para contarle a Jesús nuestras inquietudes y nuestras esperanzas. Necesitamos recogernos en nosotros mismos, para descubrir al el Señor que nos espera en lo más profundo de nuestra conciencia, de nuestro ser… Es de allí de donde sacaremos la fuerza y la alegría para sobrellevar, con la seguridad de los hijos de Dios, todos los tropiezos, tentaciones y quebraderos de cabeza que la vida nos puede deparar.

  Jesús les anuncia que, como Mesías, deberá padecer, sufrir y ser rechazado. Él sabe perfectamente, como Verbo encarnado, lo que va a tener que soportar; y sabe que su Humanidad Santísima necesitará la fuerza del Padre, a través del Espíritu Santo, para poderlo sobrellevar. Por eso, a medida que se acercan estos momentos, el Señor intensifica – e intensificará mucho más- la oración profunda, personal e íntima que le dará luz y consuelo para unir su voluntad a la de Dios. Esa es su misión; para eso ha venido al mundo: para cumplir el deseo divino de rescatar, al precio de su sangre, al género humano de la esclavitud del pecado y de la muerte. De esta manera, resucitando, los hombres que quieran querer unirse a Cristo, retomarán esa Vida eterna, que nunca debieron perder.

  Veíamos, en el Evangelio de ayer, que Herodes sentía curiosidad por saber qué y quién era Jesús; pero es hoy, cuando el Maestro siente curiosidad por saber que pensamos nosotros de Él. Desde este párrafo nos lanza esta pregunta a ti y a mí, para que le contestemos desde el fondo de nuestro corazón. ¿De verdad pensamos, es más, creemos que ese Jesús Nazareno que históricamente nació, caminó por Palestina, predicó, hizo milagros, murió y, según nos cuentan, resucito, es el Hijo de Dios? Si estamos convencidos de ello, yo os increpo a que os planteéis hasta que punto sois testigos de esa realidad, interiorizada en nuestra fe cristiana. Porque si no hay dudas de que Cristo es nuestro Dios hecho hombre, que sufrió y murió por nosotros, entonces ¿qué hago yo por Jesús?. Y si en realidad la duda es la que mueve mis sentimientos, urge salir de ella a través de una búsqueda responsable de la Verdad. Porque el que busca de verdad la Verdad, siempre acaba encontrando a Dios.

  Pero este pasaje va más allá al reiterar la preeminencia de Pedro entre los once apóstoles restantes; ya que ante la pregunta del Señor, el que va a ser Primado de la Iglesia sabe reconocer en su humanidad evidente, la divinidad que, aunque puede apreciarse por los hechos, requiere en el fondo, un acto de fe. Pedro ha sido elegido, desde antes de los tiempos, para ponerse al frente de esa misión universal que va a unir a todos los hombres y a todos los pueblos en una misma redención. Simón ha pasado, de ser aquel pescador rudo y generoso, a ser la piedra donde Cristo ha querido edificar su Iglesia. La diferencia estriba en que, con el Señor, todos somos capaces de elevar el vuelo y llevar a cabo la finalidad por la que fuimos creados; sin Él, en cambio, no pasamos de ser pobres criaturas, pegadas a la tierra que no consiguen abrir sus alas.


¿Estamos al lado del Señor?



Evangelio según San Lucas 9,7-9.


El tetrarca Herodes se enteró de todo lo que pasaba, y estaba muy desconcertado porque algunos decían: "Es Juan, que ha resucitado".
Otros decían: "Es Elías, que se ha aparecido", y otros: "Es uno de los antiguos profetas que ha resucitado".
Pero Herodes decía: "A Juan lo hice decapitar. Entonces, ¿quién es este del que oigo decir semejantes cosas?". Y trataba de verlo.


COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas, vemos como el rey Herodes siente una gran curiosidad por saber quién es este Jesús Nazareno, del que todos hablan. Hasta sus oídos ha llegado la actividad que el Señor desarrolla por toda Palestina; y cómo sus palabras mueven los corazones de los que le escuchan. No es ese, evidentemente, el motivo que mueve al tetrarca; sino el temor de encontrarse ante el Mesías prometido, que según su interpretación, podía terminar con su poder tiránico.

  Hoy nosotros, como los hombres de todos los tiempos, seguimos haciéndonos la misma pregunta: ¿Quién es Cristo?; y, como entonces, muchos siguen sin acertar con la respuesta. Como Herodes, nos mueve la inquietud ante las noticias que nos llegan por la Sagrada Escritura. Oímos hablar de Él a muchos hermanos nuestros, que dicen haberle conocido. Pero en realidad lo que ocurre es que no tenemos ninguna intención de abrir nuestros oídos a su Palabra; porque no deseamos que su mensaje, que no sólo informa sino que proforma, nos cambie la vida.

  Nos escudamos en que solamente creemos en la evidencia de lo demostrable, cuando toda nuestra existencia se sostiene en actos de fe: nos fiamos de nuestros maridos; confiamos en nuestros hijos; creemos, y por eso votamos, a nuestros políticos; y damos por hecho que la ciencia no nos miente, cuando hay innumerables teorías que el tiempo ha demostrado que eran equívocas. Vivimos de la historia, que otros nos han contado; y somos capaces de morir por defender una idea que, tal vez, ni tan siquiera existió como tal. No podemos ni ver ni tocar el amor verdadero, la confianza, la honradez o la fidelidad. Sólo podemos observar sus manifestaciones que son el resultado de haber creído en ellas, y por las que, casualmente, se mueve el mundo. Pues bien, con Jesús ocurre, hoy en día, lo mismo: el Señor nos espera para demostrarnos que con Él la vida vale la pena. Que aquel Rabbí que recorría los caminos de Galilea, sigue caminando a nuestro lado, aunque no podamos verlo, porque ha prometido no dejarnos jamás. Que todos los que murieron, comidos por los leones en la arena del circo, por las persecuciones de Nerón, no lo hicieron por una quimera, sino por la certeza de haber visto con sus ojos al Resucitado que había dado sentido a todo; hasta a la muerte. Que la historia es historia para todos, y si creemos que existió Napoleón y la batalla de Waterloo; o Isabel la Católica, o Atila, rey de los Hunos, no podemos dudar de la veracidad del Evangelio que nos transmite la realidad del Verbo encarnado, que hecho hombre murió por nosotros para salvarnos.

  Cómo Herodes, más que buscarlo para amarlo, deseamos encontrarlo para desprestigiarlo y así, poder continuar con nuestra pobre vida. Porque llegar al conocimiento del Hijo de Dios a través de la razón, que Dios ha facilitado con su pedagogía divina; y de la fe, que surge de ese encuentro donde profundizamos en el misterio a través del amor que se rinde ante el Amado, no nos permite seguir anclado en nuestros errores, en nuestro egoísmo, en nuestra desidia espiritual. Responder como Pedro, ante la misma pregunta que se hacía el mandatario judío, es aceptar a Cristo como el Mesías y entregarle nuestro ser y nuestro querer. Porque aquí tenéis ante el mismo interrogante, dos posiciones distintas que forman parte, ambas, del ser humano: el que ha seguido al Maestro, le ha escuchado y ha descubierto en la humanidad, su divinidad. Y aquel que sólo se mueve por el deseo de conocer sin comprometerse con lo Conocido. Aquel que no quiere profundizar, porque no le conviene adentrarse en la dimensión religiosa, realmente excepcional, que envuelve al Maestro de Nazaret. En vuestras manos está, si hacéis un profundo examen de conciencia, desvelar en qué lugar os encontráis; si al lado del Señor, u observando, desde la distancia, al Hijo de Dios.


26 de septiembre de 2013

¡La Iglesia es mía!



Evangelio según San Lucas 9,1-6.


Jesús convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase de demonios y para curar las enfermedades.
Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos,
diciéndoles: "No lleven nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas cada uno.
Permanezcan en la casa donde se alojen, hasta el momento de partir.
Si no los reciben, al salir de esa ciudad sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos".
Fueron entonces de pueblo en pueblo, anunciando la Buena Noticia y curando enfermos en todas partes.


COMENTARIO:

  En este párrafo de Lucas podemos observar como el Señor, que ha proclamado el Evangelio con poder y autoridad, sanando enfermos y expulsando demonios, les entrega a los Doce la capacidad de realizar milagros en su Nombre  y hacer de la misión de Cristo, transmitir la salvación, el fundamento de su vida.

  Así se explica porque Jesús, durante su vida terrena, les habló incesantemente de quién era Él y porqué el Padre lo había enviado para que consumara la redención de los hombres, con su Sangre. Les hablaba, desmenuzando sus palabras, para que comprendieran cómo debía ser la conducta de aquellos que se comprometían a seguir a su Señor. Y sobre todo, les llenaba de esperanza al recordarles que el Espíritu Santo infundiría en ellos la Gracia, que los elevaría a hijos de Dios; y les daría la luz y la fuerza, para ser las columnas que iban a sostener una Iglesia universal y eterna.

  Con el envío de los Doce, por parte de Cristo, los Apóstoles darán testimonio de su fe en Jesucristo; fundarán iglesias, expulsarán demonios y devolverán la salud a los que la habían perdido. Todos ellos con la humildad de saberse instrumentos del poder divino. Y, justamente, porque el mensaje salvífico del Señor es imperecedero, el poder entregado a sus Apóstoles forma parte del tesoro de la Iglesia, que se comunica a través del tiempo y el espacio, por deseo explícito del Hijo de Dios: “atarán y desatarán”, “tomarán decisiones”,  “proclamarán el Evangelio” y “todo lo que decidan en la tierra será atado en el cielo”.  Ese Colegio de los Doce, será el retoño de donde brotarán las múltiples iglesias, descendientes de la Iglesia apostólica; y el fundamento de la verdadera doctrina, que se proclama por el mundo desde una única y verdadera fe.

  En aquellos momentos, tiempos mesiánicos, todos esperaban la llegada del Reino de Dios; de un Reino que muchos se habían hecho a su propia medida. Pero una de sus características objetivas era, justamente, la expulsión de los demonios y el sanar a los enfermos. Cristo, con sus actitudes, demuestra que en Él se cumplen todas las profecías anunciadas; pero los milagros son sólo eso: confirmación de sus palabras. Porque son las palabras del Maestro, las que deben mover a las personas a abrir su corazón al mensaje cristiano; y, fiándose –eso es la fe- del Hijo de Dios, aceptarlo como centro y fundamento de nuestra vida. El Señor devolverá la vista a los ciegos; hará andar a los paralíticos; sanará a los enfermos de lepra, pero sobre todo, dará luz y esperanza, porque vencerá a la muerte con su muerte, resucitando.

  Pero Lucas nos dice más, cuando nos hace llegar el consejo que Cristo dio a sus Apóstoles, antes de enviarlos a anunciar el Reino. Por él, los hombres deben valorar la riqueza que se les entrega con la fundación de la Iglesia. Es un regalo que Dios hace al hombre para que cada uno reciba, en el momento adecuado y en plena libertad, la salvación prometida. Por eso acoger a aquellos Doce, es asumir a Cristo en nuestras vidas. Es, siendo uno de ellos, cuidar de mantener y expandir el mensaje cristiano. ¡Somos Iglesia! Por el Bautismo formamos parte de aquellos hombres a los que Nuestro Señor envió, cada uno a su manera y en su lugar, a predicar la verdad evangélica. Por eso, el cuidado de la Iglesia nos ha sido entregado a ti y a mí por el propio Jesucristo; es una responsabilidad que tenemos como buenos cristianos.

  La Iglesia es un abanico de probabilidades, en el que cada uno encuentra su lugar para servir a Dios: Cáritas, hospitales, orfanatos, misiones, colegios, universidades… Sin pedir nada a cambio, mientras se soportan en silencio todo tipo de críticas, desinformadas y maledicentes. Tal vez se espera, con paciencia, que nos comprometamos con un deber, que es a la vez, un derecho: cuidar y defender la Iglesia de Cristo; no como si fuera mía, sino cómo mía, que es.