30 de abril de 2014

¡La nueva vida!



Evangelio según San Juan 3,7b-15.


No te extrañes de que te haya dicho: 'Ustedes tienen que renacer de lo alto'.
El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu".
"¿Cómo es posible todo esto?", le volvió a preguntar Nicodemo.
Jesús le respondió: "¿Tú, que eres maestro en Israel, no sabes estas cosas?
Te aseguro que nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio.
Si no creen cuando les hablo de las cosas de la tierra, ¿cómo creerán cuando les hable de las cosas del cielo?
Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo.
De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto,
para que todos los que creen en él tengan Vida eterna.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Juan se nos presenta, a través del diálogo de Jesús con Nicodemo, cuál es la salvación del hombre: Jesucristo; y cuál es la condición para alcanzarla: la fe que se recibe en el Bautismo, bajo la acción del Espíritu Santo.

  El Señor les habla de la Gracia –de la vida divina-  que nos llega a través de los Sacramentos. Y refiere la dificultad, que sabe que vamos a tener, para poder creer en la acción del Espíritu Santo que no se puede apreciar por los sentidos; pero que es la única forma verdadera de transformar a las personas desde su interior. Jesús les habla de esa estructura sacramental, que manifiesta algo distinto de sí mismo: la salvación. Les habla de esos signos eficaces de la Gracia, instituidos por Cristo y confiados a su Iglesia, por los cuales nos es dispensada la vida en Dios. De esos ritos visibles, bajo los cuales los sacramentos son celebrados, y que nos comunican una existencia sobrenatural. Les habla de este esquema que sigue la misma identidad y forma del Verbo encarnado, donde la Humanidad visible de Cristo, escondía la divinidad del Hijo de Dios.

  Para entenderlo creo que no hay nada mejor que un ejemplo; y voy a contaros uno que a mí, me fue muy práctico: la luz roja de un semáforo, en sí misma no es nada, pero es un signo que apreciamos por nuestros sentidos y que nos transmite una realidad distinta de sí misma. Nos comunica la orden de parar, de detenernos, si no queremos morir atropellados. De la misma manera, aunque salvando todas las distancias argumentales, el sacramento, que está formado de materia, gestos y palabras que vemos y oímos, nos participa –porque Dios es su autor- la Gracia sobrenatural.

  Así, a través del Bautismo, somos hechos hijos de Dios en Cristo, perfeccionándonos el alma para hacerla capaz de vivir con el Señor y de obrar por su amor. Nos injerta en Él y uniéndose a nuestra naturaleza la sana, la renueva y la capacita para dar frutos de santidad. Que quede claro que decimos que nos capacita, no que nos obliga, ya que Dios es siempre respetuoso con la libertad humana, que es la condición necesaria e imprescindible, para que nuestros actos sean meritorios.

  Pero Cristo quiere que recordemos que esos sacramentos que nos entregan la gracia y la salvación, surgen del misterio pascual de Cristo: de su Pasión, Muerte y Resurrección. Porque sólo Cristo nos devolverá la vida, al morir por nosotros y resucitar todos en Él. De ese costado abierto surgirá el agua de la vida, que nos limpia del pecado; de ahí surgen los Sacramentos, que son el medio por el que Dios ha querido que nos llegue su salvación.

  Jesús le explica a Nicodemo que para poder entender todo eso, hace falta fe. Hace falta creer en Él y reconocerlo como el Hijo de Dios, que ha estado en Dios, porque es Dios, y todo lo conoce. Sólo así podrá aceptar cuando vea a Cristo crucificado, que se ha cumplido la Escritura y aquel mástil con la serpiente de bronce que alzó Moisés, para curar a quienes durante el éxodo fueron mordidos por la serpiente, eran imagen de la salvación universal conseguida en la Cruz, por Jesucristo. Salvación para todos aquellos que le miran con fe; y, a la vez, causa de juicio para quienes no crean en Él. Ya que solamente dando muerte a lo viejo, al pecado, podremos acceder a la nueva vida, la santidad. Pero nadie se libera del pecado por sí solo, si no cuenta con la fuerza de Dios, que nos eleva sobre nosotros mismos. Aprovechemos este tesoro, manifestación suprema del amor de Dios; ¡vivamos y hagamos vivir los Sacramentos!

28 de abril de 2014

¿Somos Nicodemos?



Evangelio según San Juan 3,1-8.



Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, que era uno de los notables entre los judíos.
Fue de noche a ver a Jesús y le dijo: "Maestro, sabemos que tú has venido de parte de Dios para enseñar, porque nadie puede realizar los signos que tú haces, si Dios no está con él".
Jesús le respondió: "Te aseguro que el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios. "
Nicodemo le preguntó: "¿Cómo un hombre puede nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?".
Jesús le respondió: "Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios.
Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu.
No te extrañes de que te haya dicho: 'Ustedes tienen que renacer de lo alto'.
El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu".


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan nos presenta a Nicodemo, hombre importante que seguía al Señor. Probablemente era miembro del Sanedrín de Jerusalén –por lo referido en otros textos- y, por ello, hombre influyente y culto; ya que el propio Jesús le llama maestro de Israel. Un primer punto de reflexión sería pensar que hay que olvidar esa imagen errónea de que al Señor sólo le seguían enfermos, o parias de este mundo. Ya que tenemos muchos testimonios de la variedad de discípulos que acompañaban al Maestro: ricos, pobres, jóvenes, ancianos, enfermos, sanos… Cristo hablaba para todos los que querían abrir su corazón al mensaje de la salvación.

  Era Nicodemo, lo que hoy llamaríamos, un intelectual de la época; con la diferencia de que éstos, entonces, hacían de la búsqueda de la verdad una de las tareas fundamentales de su vida. Evidentemente, el problema para ellos era que su pensamiento estaba limitado por los planteamientos propios de la mentalidad judaica de su tiempo. Sin embargo, Nicodemo es un hombre que usa la lógica sin esos prejuicios que dificultan el encuentro con Dios; por eso, sin hacer caso “del qué dirán”, ni de los comentarios negativos que ha oído sobre Jesús, decide acercarse y escuchar de viva voz, que tiene qué decirle a él, el Señor. Ya es un comienzo maravilloso –e impropio de aquellos doctores de la Ley- pensar que el Maestro pueda enseñarle algo que no sepa. Denota una finura de espíritu y una humildad de alma, que abren el conocimiento de aquel hombre, a la luz de Dios. Por eso Jesús entabla una conversación con él; porque sabe que la tierra de su corazón, no es árida, y puede recibir la semilla de la fe.

  Pero para ello, le pide que trascienda la visión humana: que sepa ver en su Humanidad Santísima, al Verbo encarnado. Le enseña la necesidad del Bautismo, donde el hombre adquiere una nueva condición y es transformado interiormente por el Espíritu Santo, adquiriendo la filiación divina y la Gracia que le permitirá actuar con la libertad propia de los hijos de Dios. Jesús le pide que, aunque le cueste entender, lo acepte. Porque aceptarlo es adquirir la participación en la familia divina; es abandonar la mortalidad del cuerpo, para seguir viviendo en la eternidad del alma hasta el fin de los tiempos, donde honraremos a Dios en la totalidad el ser –cuerpo y espíritu- glorificado.

  El Señor habla claro para los Nicodemos de todas las épocas, e insiste en que para alcanzar su salvación, es necesario recibir al Espíritu Santo, que se nos infunde en las aguas del Bautismo. Y le pide que le crea, porque Él es la Verdad, el Mesías, que el doctor de la Ley lleva una vida buscando. Y le requiere ese acto de fe que supera la limitación humana, y nos permite alcanzar a comprender la Palabra divina. Si; el Maestro nos habla a todos los Nicodemos que, con algo de vergüenza, frecuentamos su proximidad. Nos llama a comenzar una nueva vida, siendo testigos de su presencia en medio del mundo. Nos habla de proclamar la necesidad de pertenecer a la Iglesia de Cristo, para alcanzar la Redención. Nos insta a no tener miedo y buscar la esperanza y la confianza que surgen de la proximidad con Cristo, en la práctica sacramental. Sólo así el ser humano será transformado en un ser según el Espíritu de Dios; y no porque nosotros lo veamos de otra manera, nos convengan otras circunstancias, o no queramos que sea así, cambiarán las palabras eternas del Evangelio. La Iglesia es camino de redención para todos; y es en ella donde adquirimos la Gracia necesaria, para hacernos dignos de entrar en el Reino de los Cielos.

26 de abril de 2014

¡La base, es la confianza!

Queridos todos:

Debido a que mañana SDQ nos encontraremos en Roma, para participar de la ceremonia de canonización de SS Juan Pablo II y Juan XXIII que tendrá lugar el Domingo, DM, he querido incluiros el Evangelio del Domingo, seguidamente del que tiene fecha del Sábado. Espero que esto no os cause ninguna molestia. Un saludo a todos.




Evangelio según San Marcos 16,9-15. (SÁBADO)



Jesús, que había resucitado a la mañana del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, aquella de quien había echado siete demonios.
Ella fue a contarlo a los que siempre lo habían acompañado, que estaban afligidos y lloraban.
Cuando la oyeron decir que Jesús estaba vivo y que lo había visto, no le creyeron.
Después, se mostró con otro aspecto a dos de ellos, que iban caminando hacia un poblado.
Y ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero tampoco les creyeron.
En seguida, se apareció a los Once, mientras estaban comiendo, y les reprochó su incredulidad y su obstinación porque no habían creído a quienes lo habían visto resucitado.
Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación."


COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Marcos, como veréis, recopila un apretado sumario sobre las apariciones del Resucitado, que ya hemos comentado en textos precedentes. Estos versículos tienen un estilo distinto al resto del Nuevo Testamento, y es posible que el evangelista siguiera de cerca un documento, o bien que lo añadiera a última hora, una vez finalizada su obra. Sea como sea, nuestra certeza de encontrarnos ante un pasaje inspirado, no admite dudas; porque viene certificado por la regla de canonicidad de la Iglesia, que tras verificar todos los documentos, emite un índice con todos aquellos que presentan los argumentos necesarios para ser considerados inspirados por Dios a los hagiógrafos. Ante las dificultades que la historia ha presentado al mundo, a mí me parece una maravilla que el Señor dotara a su Iglesia del Espíritu Santo, para que su Magisterio y su Tradición acompañaran al Pueblo de Dios en la seguridad del tiempo, completando con su explicación la luz de la Palabra. Así, ese Dios que nos conoce tan bien, ha evitado a los católicos la posibilidad de caer en el error y la disputa doctrinal; que nada tiene que ver con la discusión teológica, que aclara y aúna las creencias.

  El acento de este relato está puesto, sin duda, en la primera incredulidad de aquellos apóstoles que hacen caso omiso de las palabras de María Magdalena y de los discípulos de Emaús. El Señor quiere que comprendan que, a partir de ahora, el mensaje de la fe que van a transmitir, estará basado en la confianza que pongan los otros, en su experiencia. Que ni las mujeres, ni sus compañeros, tenían motivos para mentir, y aunque les pareciera un hecho increíble y extraordinario –que lo era- sólo se cumplían las promesas que tantas veces Jesús les había anunciado. Por eso les reprocha su incredulidad y la dureza de su corazón; porque justamente ahora, cuando va a enviarlos a cumplir la misión que como Iglesia les ha encomendado, les pedirá que requieran a las gentes de todo el mundo y condición, que crean lo que sus ojos vieron y sus oídos escucharon. Y  pedirá, a cada uno de ellos, que den testimonio de su fe, con sus hechos y con su propia vida.

  Esa Iglesia naciente descansará en la fragilidad del ser humano y en la inmensa grandeza divina, del Espíritu Santo. Cristo escogió personalmente a aquellos hombres; los llamó por su nombre, con sus defectos y sus limitaciones para que transmitieran la verdad del Evangelio y la necesidad del Bautismo, para alcanzar la salvación. Y quiso quedarse entre nosotros, con la entrega de los Sacramentos a su Iglesia, para que cada uno, en libertad, elija ser partícipe, o no, de su redención. Tú y yo formamos parte de ese Cuerpo de Cristo, de ese Nuevo Pueblo de Dios que peregrina en la tierra; y que se encuentra en cada situación, lugar o espacio, donde participa un cristiano de su día a día habitual.

  El Maestro nos ha enviado a predicar unidos con, cómo y en la Iglesia, la revelación de Dios al género humano; y la necesidad de participar de la vida sacramental, para alcanzar la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y como veis, no es una excusa alegar que tenemos miedo, o nos sentimos incapaces, porque Jesús nos advierte que la fuerza del mensaje y el resultado de su predicación no vendrán de nosotros, sino de Dios. Sólo somos el medio que el Señor ha escogido –Él sabrá porqué- para participar a nuestros hermanos, la alegría de la Resurrección.





Evangelio según San Juan 20,19-31. (DOMINGO)


Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con ustedes!".
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes".
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo.
Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan".
Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús.
Los otros discípulos le dijeron: "¡Hemos visto al Señor!". El les respondió: "Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré".
Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!".
Luego dijo a Tomás: "Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe".
Tomas respondió: "¡Señor mío y Dios mío!".
Jesús le dijo: "Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!".
Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro.
Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan, sobre la aparición de Jesús glorioso a sus discípulos y la efusión del Espíritu Santo sobre ellos, viene a equivaler a la narración de san Lucas, en los Hechos, de la Pentecostés. Ya se había cumplido el plan salvífico de Dios para los hombres, pero ahora era necesario, para que pudiéramos participar de la naturaleza divina del Verbo, que nuestra vida fuera transformada y elevada; y así alcanzar la santidad. Y eso sólo era posible, si se nos comunicaba el Espíritu Santo. Él es ese gran desconocido, la Tercera Persona de la Trinidad, que nos imprime la Luz, la Fuerza y la Gracia, para ser capaces –sin mermar nuestra libertad- de luchar para alcanzar nuestra redención.

  La misión que el Señor da a esa Iglesia naciente, de su sacrificio y entrega, es la transmisión del Evangelio y el poder de perdonar los pecados; instituyendo el sacramento de la Penitencia. Sabe el Señor de nuestra fragilidad; sabe que aunque nuestro deseo es bueno, nuestra voluntad es débil. Sabe que, aunque le amemos, dialogaremos con la tentación y, más de una vez, sucumbiremos a los susurros del diablo. Y así como toda su vida ha sido una entrega amorosa a los hombres, ahora, al final de su caminar terreno y principio de su presencia sacramental, Jesús sigue concediéndonos su misericordia para que podamos arrepentirnos y reconducir nuestra existencia a su lado.

  Sabe que caeremos, y por eso nos espera en la confesión para ayudar a levantarnos. Pero no sólo hará eso, sino que cuando humillemos nuestro orgullo en el sacramento del Perdón, nos infundirá en el alma la fuerza necesaria para poder luchar, con más acierto, contra los pecados de los que nos acabamos de confesar. Por eso recurrir a la Penitencia y hacer borrón y cuenta nueva ante el amor de Dios, es un regalo divino que devuelve al hombre la paz, la alegría y la esperanza. Sólo nos pide el Señor que, arrepentidos, tomemos la decisión de ir, literalmente, a su encuentro; donde nos espera como Iglesia, para entregarnos su absolución. Y como la Iglesia es eterna, esa efusión del Espíritu Santo es, evidentemente, comunicada a los legítimos sucesores de los apóstoles, para que reconcilien en el tiempo a todos los caídos en pecado, después del Bautismo.

  Sigue el texto con esa narración maravillosa, donde cada uno de nosotros se ha podido sentir identificado, en algún momento de nuestras vidas. Tomás es el ejemplo claro de todos aquellos que han dudado del Hijo de Dios; pero que una vez que se han convertido, lo han hecho sin reservas. Jesús manifiesta nuevamente, que la fe en Él debe apoyarse siempre –hasta el fin de los tiempos- en el testimonio de aquellos que han visto la realidad divina y humana del Señor. Y como para Dios no hay casualidades, sino causalidades, que en la aparición del Maestro a sus discípulos estuviera Tomás ausente, no fue porque sí. Sólo así, por su divina clemencia, aquel que necesitaba tocar las heridas de la carne, se convirtió en testigo de la verdadera resurrección de Cristo, a través de la historia. Seguramente el apóstol no estuvo muy orgulloso de su actitud, pero la Providencia la utilizó, para que el Señor pudiera transmitirnos lo que espera de todos los cristianos: una fe que descansa en la confianza de la Palabra y en la Persona de Jesucristo, transmitida por la Iglesia naciente. Todo, nos dirá san Juan, se ha escrito para que creamos aquello de lo que ellos ya no tienen ninguna duda: que Jesús es el Mesías prometido; el Cristo anunciado por el Antiguo Testamento; el Hijo de Dios que nos comunica la fe, que nos lleva a participar de la vida eterna. Solo hace falta, que nos lo leamos; que lo escuchemos y que lo vivamos.



¡El rostro del Desconocido!



Evangelio según San Juan 21,1-14.



Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así:
estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos.
Simón Pedro les dijo: "Voy a pescar". Ellos le respondieron: "Vamos también nosotros". Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada.
Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él.
Jesús les dijo: "Muchachos, ¿tienen algo para comer?". Ellos respondieron: "No".
El les dijo: "Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán". Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla.
El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: "¡Es el Señor!". Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua.
Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla.
Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan.
Jesús les dijo: "Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar".
Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió.
Jesús les dijo: "Vengan a comer". Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: "¿Quién eres", porque sabían que era el Señor.
Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado.
Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan, evoca aquella pesca milagrosa cuando, en el principio de la vida pública de Jesús, el Señor prometió a Pedro que lo haría pescador de hombres. Ahora, al final, cuando está a punto de irse al Padre, confirma en su misión a los suyos. De una forma simbólica, esa barca que navega por el mar de Tiberíades, es la Iglesia; y esa red, que no se rompe nunca, la unidad que debe caracterizarla. Pedro será la suprema autoridad, que todos respetan; y el número de peces, significa el número de elegidos. Si; Dios es inmutable en sus decisiones y sus elecciones; por eso cuando nosotros decidimos dar la espalda a Jesús, cómo hizo Judas, y olvidar la vocación a la que fuimos llamados en un momento de nuestra vida, no es porque el Señor haya cambiado de opinión, sino porque nosotros hemos sucumbido a la tentación del diablo y hemos dejado de ser fieles a la llamada de Dios.

  Cristo se presenta ante ellos, como lo ha hecho con María Magdalena o con los discípulos de Emaús, a la espera de que sus corazones enamorados sepan reconocerlo. Y es Juan, el discípulo amado, el primero en darse cuenta de que en la orilla El que espera, es Jesús. Lo ha reconocido porque, como siempre, sus palabras conllevan la verdad de los hechos y las actuaciones certeras. Porque sus sugerencias, como su Ley, están proclamadas para el bien de los hombres. Porque ante su compromiso, la naturaleza se rinde ante Aquel que es su origen. Esa alma limpia y pura, que no ha tenido miedo a nada, participa de la capacidad de percibir a la fuente inagotable del amor divino: Jesucristo. No le hace falta ver, para conocer; porque conoce con los ojos del querer, iluminados por el Espíritu.

  Y Pedro, ante la posibilidad de encontrarse con su Maestro, se lanza al mar lleno de esa audacia maravillosa, que supera todas las dificultades. No hay distancias, para el que cree. No hay discusiones, para el que se rinde a la fe; y Simón ha aprendido la lección, en el transcurso de esta Pascua. Decía san Josemaría, que si los cristianos tuviéramos el amor de Juan y la fe de Pedro, seríamos imparables; y no se encontrarían redes suficientes para abarcar los frutos de nuestra tarea apostólica. Ese debe ser en realidad nuestro objetivo, al meditar este episodio: estamos en la Barca de Pedro, como uno más de aquellos discípulos; y, por propia voluntad, hemos decidido unir nuestro destino al Señor, trabajando –codo con codo- con nuestros hermanos. Todos nos necesitamos: unos para ayudarnos a conocer; otros, para no permitirnos desfallecer; los más, para que permanezcamos  fieles a nuestra fe.

Es posible que Jesús pase entre nosotros, con el rostro de aquel desconocido, que nos necesita. Y es preciso que sepamos ver, como lo hizo Juan, en cada uno de los que nos rodean, los rasgos de la imagen divina que el propio Dios plasmó en la Creación. No importa que la vida y el pecado, hayan deformado esas facciones; porque en el fondo de su alma sigue escondido el aliento de Dios, que le llama incansablemente al arrepentimiento y la conversión. Sólo el amor nos permitirá ver a Cristo en los demás; y nuestra vocación nos urgirá a salir a su encuentro. Pero sólo si recibimos la Gracia de los Sacramentos, donde el propio Dios nos espera para alimentarnos, seremos capaces de recibir la fuerza necesaria para nadar contra la corriente de esta vida, y alcanzar la orilla donde el Señor nos espera hoy, mañana y siempre.