31 de mayo de 2015

¡Yo estoy contigo!

Evangelio según San Mateo 28,16-20. 


En aquel tiempo, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado.
Al verlo, se postraron delante de el; sin embargo, algunos todavía dudaron.
Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra.
Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo". 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Mateo, corto en su extensión, es de una riqueza enorme en su contenido. Ante todo contemplamos como aquellos once discípulos que había escogido especialmente Jesús, y que habían contestado afirmativamente a su llamada, sienten en su interior diversos impedimentos para aceptar y creer en la Resurrección de su Maestro. Todos ellos han compartido los mismos lugares, han escuchado los mismos mensajes y han contemplado los mismos milagros. Se les han prometido las mismas cosas y a todos se les ha amado por igual. Pero lo que ocurre es que en las cosas de Dios, cada uno tiene su momento, su carácter y su limitación. Por eso las personas reaccionamos de maneras distintas ante aquello que nos trasciende y que nos cuesta de entender. Ante lo que nos supera y, sin embargo, nos exige la entrega de nuestra confianza, nuestra certeza y nuestra razón. Por eso cuando eso nos ocurra, durante la transmisión del mensaje evangélico a nuestros hermanos, hemos de tener paciencia y respetar su espacio y su libertad. Porque llegará un momento, en el camino de la fe, en el que ya no se guiarán por lo que ven, sino por lo que oyen; porque comprenderán que nada hay más verdadero, que la Palabra de Dios encarnada: Jesucristo, Nuestro Señor.

  Y Jesús se presenta ante aquellos once, sin tener en cuenta la actitud interior con la que se han dirigido a Galilea; porque valora, justamente, que a pesar de sus dudas todos se encuentran allí, a la espera de descubrir su Persona. El Maestro, como siempre, agradece lo bueno y les envía el Paráclito, para que superen lo malo. ¡Dios es así! Sólo desea que nos acerquemos a Él, aunque no lo tengamos claro. A pesar de andar confundidos; pero andando juntos –como Iglesia- al encuentro del Señor.

  Es entonces cuando Jesús, acercándose a ellos, les revela su verdadera misión; ya que en este párrafo que nos descubre san Mateo, se esconde todo el sentido, el compromiso y el deber que tenemos todos los cristianos. Ante todo, nos insiste en esa premisa, que hoy se quiere relativizar, y que el Maestro nos deja bien clara: la salvación se alcanza por la pertenencia a la Iglesia, a través del Bautismo. Y esa pertenencia se manifiesta, con el cumplimiento de los Mandamientos. Somos el Nuevo Pueblo de Dios –la Iglesia- donde cada uno de nosotros ha adquirido, a través del sacramento bautismal, una alianza y un compromiso eterno con el Señor. Somos el reflejo de aquellos israelitas, que fueron imagen de la realidad cristiana, y que estaban condicionados en su salvación, al cumplimiento de lo pactado en la Alianza y los Mandamientos –la Ley- para alcanzar la Tierra Prometida.

  Jesús, como veréis, al encargarnos transmitir su doctrina, no ha puesto puertas a la evangelización; y nos ha indicado con ello que el mundo entero es el destinatario de la Verdad divina. Debemos comunicar a todos –los de aquí y los de allí; los que nos quieren y los que no- la redención que Cristo ganó para nosotros, en la Cruz. Y hemos de ser conscientes del tesoro que compartimos, porque el Maestro nos indica que Él tiene todo el poder del Cielo y la tierra. Es decir, que es capaz de darnos todas aquellas cosas trascendentes y necesarias, para crecer en nuestra vida espiritual y alcanzar la Gloria. Pero también todas aquellas cosas triviales, que nos preocupan y nos  quitan la paz.

  Él es el Todo; y fuera de Él sólo existe la nada. Por eso a veces, me gustaría preguntar a la gente que busca el reflejo divino en las cosas creadas: la imagen de Dios en el mundo; qué buscan en realidad. Porque la propia Palabra se ha hecho Carne, justamente para que pudiéramos dejar de buscar. Es en su encuentro, donde en realidad gozamos y toda cobra sentido; donde la vida merece ser vivida a pesar del dolor, los problemas y la dificultad. Porque todo se ilumina a la luz de la Esperanza, que alegra cada parcela de nuestra cotidianidad.

  Pero el Maestro quiere que enseñemos a los demás a cumplir lo que nos ha mandado. No sólo que demos conocimiento –que también- sino que ese conocimiento se convierta en obras que manifiesten al mundo nuestra fe. Porque Jesucristo no es una entelequia, sino la encarnación del Verbo, que ha explicado –con hechos y palabras- la realidad de Dios, del hombre y el camino de la salvación.

  Y el texto termina con esa frase magistral, que es motivo de gozo para todos los creyentes: “Yo estaré siempre con vosotros, hasta el fin del mundo”. Así lo ha cumplido el Señor, quedándose a nuestro lado a través de la Eucaristía Santa. Por eso, ese Huésped inseparable de su Templo, que es la Iglesia, y de nuestra alma en Gracia, debe poner una sonrisa en nuestro corazón; y debe ser el motor de nuestros proyectos. Así nos lo había anunciado  Dios en el Antiguo Testamento, por boca de sus profetas:
“No tengas miedo,
Que Yo estoy contigo para librarte
-oráculo del Señor-“ (Jr.1,8)

Creo sinceramente, que esas palabras dichas siglos atrás y llevadas por Cristo a su consumación, deberían ser un lema de esperanza, alegría y fortaleza, que diera sentido a nuestra vida y pusieran la base de nuestra fe.

30 de mayo de 2015

¡No te dejes intimidar!

Evangelio según San Marcos 11,27-33. 


Y llegaron de nuevo a Jerusalén. Mientras Jesús caminaba por el Templo, los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos se acercaron a él
y le dijeron: "¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿O quién te dio autoridad para hacerlo?".
Jesús les respondió: "Yo también quiero hacerles una sola pregunta. Si me responden, les diré con qué autoridad hago estas cosas.
Díganme: el bautismo de Juan, ¿venía del cielo o de los hombres?".
Ellos se hacían este razonamiento: "Si contestamos: 'Del cielo', él nos dirá: '¿Por qué no creyeron en él?'.
¿Diremos entonces: "De los hombres'?". Pero como temían al pueblo, porque todos consideraban que Juan había sido realmente un profeta,
respondieron a Jesús: "No sabemos". Y él les respondió: "Yo tampoco les diré con qué autoridad hago estas cosas". 

COMENTARIO:

  Este episodio que nos cuenta san Marcos, viene a colación del que contemplamos ayer; donde Jesús expulsó del Templo a los vendedores, purificándolo. Y recordándoles que ese lugar de oración -que era un espacio para el culto y el diálogo con Dios- jamás podía convertirse en un medio para que algunos hicieran negocio. Esa fue la causa de que aquellos miembros del judaísmo oficial, se acercaran al Señor para pedirle explicaciones. No porque les interesara lo que tenía que contarles; ni porque quisieran encontrar el profundo sentido de sus actos. Sino porque se habían sentido ofendidos, alterados, acusados, vilipendiados y descubiertos en sus verdaderas motivaciones. Esa había sido la causa de que cerraran su corazón a cualquier corrección, por justa que fuera, si provenía de Nuestro Señor.

  Estaban decididos a perderle; pero ni siquiera tenían el valor de hacerlo de frente, delante de todos y aceptando las consecuencias. Eran tan cobardes, que buscaban justificaciones absurdas que dieran razón a lo que no se sostenía de ninguna manera. Por eso le pidieron cuentas, intentando que El Señor se comprometiera y aceptara públicamente su mesianidad. Pero Jesús sabía que, al hacerlo de esta forma que le pedían, firmaría su sentencia de muerte. Y todavía no había llegado la hora, en la que debía entregarse para la Redención del género humano. Por eso Cristo, inteligentemente, les contestó con otra pregunta cuya respuesta –en el fondo- daba razón de ser de su Persona. Ya que si reconocían el ministerio de Juan el Bautista, como el Precursor que habían anunciado las Escrituras, debían reconocer el ministerio de Jesucristo y su manifestación como El Mesías prometido. Y si lo negaban como tal, temían la reacción del pueblo que lo había aceptado como profeta. Ahora ya no sería el Maestro el que debería admitir esa realidad; sino que eran ellos los que, con su réplica, se verían abocados a aceptar la evidencia que el Señor -con sus milagros y  palabras- les había demostrado en innumerables ocasiones. Por eso decidieron hacer caso omiso de lo que había ocurrido, y tramar en la sombra la forma de finalizar  “Aquello”, que ellos consideraban un peligro para su seguridad.

  Como bien podéis observar, el problema era que no estaban dispuestos a admitir su error, por orgullo; ni tan siquiera a planteárselo. Cristo no se ajustaba a sus expectativas, ni les servía a sus propósitos. Por eso, intentar averiguar la Verdad y ser consecuente con ella, podía obligarles a rectificar una vida y asumir un cambio radical en sus objetivos. No; de ninguna manera aceptarían como propio, a ese Galileo que no provenía de los miembros del Sanedrín. Que les hablaba de abrir sus brazos al mundo, para que participaran de la salvación; cuando ellos lo que querían era la conquista de ese mundo. Que les insistía en el amor, la misericordia, el perdón, y la humildad, mientras ellos fomentaban cada día –con sus actos- las diferencias. Era impensable que aceptaran a Dios como Padre, cuando lo esperaban como Guerrero. No; de ninguna manera se plantearían ni tan siquiera escuchar, a Aquel que no estaba dispuesto a decirles lo que querían oír. Y ante ese convencimiento que cerraba sus oídos a la Verdad, sus ojos a la Luz del Paráclito, y su corazón al amor divino, decidieron –como ocurre siempre- que lo mejor era eliminarlo.

  Cuántas veces nosotros hacemos lo mismo y negamos el Evangelio, falseando su mensaje y obviando sus mandatos. Porque el Señor es muy claro en su doctrina, en su descubrimiento de la esencia divina, y en la obligación que le debemos a Dios con el cumplimiento de sus preceptos. Cristo ha fundado la Iglesia, donde nos ha dejado la salvación a través de la recepción de los Sacramentos. Y la ha estructurado con el orden establecido y de la manera adecuada. Que a nosotros no nos guste, o no nos convenga para poder justificar nuestras debilidades, nunca puede ser el motivo por el que intentemos acabar con Ella.


  Hoy, en muchas partes del mundo, los servidores de Satanás –que en cada lugar reciben nombres distintos y sirven a ideologías diversas- intentan silenciar, como entonces, las gargantas de aquellos cristianos que, con su ejemplo y su mensaje, manifiestan su fe. A unos, los difaman y los ridiculizan; a otros, les coartan sus derechos y les privan de su libertad; y a muchos, terminan sesgando sus vidas. ¡No te dejes intimidar! Toma como paradigma a Nuestro Señor y actúa en consecuencia: con inteligencia, con valor, con coherencia, con confianza y con esperanza.

29 de mayo de 2015

¡Cruz y Resurrección!

16. CRUZ Y RESURRECCIÓN


   No se puede separar, ante la pedagogía del dolor en Cristo, la Cruz de la Resurrección. Ambas forman parte de la unidad del Misterio Pascual. Porque por el dolor llegamos a la gloria y sólo cuando se olvida esa perspectiva y vivimos la cruz al margen de la identificación con el Señor en su Pasión, Muerte y Resurrección, el hombre sólo es capaz de ver el aspecto doliente de la cruz y la duda de su sentido; llegando a la desesperanza que produce el dolor cuando está vaciado de amor y de contenido.


   Por la Redención efectiva, el hombre es bienaventurado y liberado del mal y del sufrimiento eterno: la separación de Dios, que es el verdadero padecimiento. Por eso el sufrimiento, con todo lo costoso, molesto, o problemático que tiene,  se convierte a partir de la Redención, en vocación de eternidad. El dolor humano se ha transformado por Cristo, en instrumento salvador; y así, viviendo en Cristo, por la acción del Espíritu Santo, los cristianos participamos de la esperanza de la Resurrección y hacemos participar a los demás de ella. Nuestro dolor debe ser, junto al del Señor, una oración grata a Dios que logre también los fines de la Cruz.


   Y aunque ante el mundo, con una visión meramente terrena, sorprende y resulta incomprensible este optimismo en la tribulación, nosotros sabemos que la Gracia nos trasciende y somos capaces de padecer sin temor, brotando la alegría del propio sufrimiento. Y a la vez, como es un acto de amor, Cristo nos enseña, con su vida, a hacer el bien a los demás con nuestro dolor, consolando a los que sufren; ya que nadie entiende mejor el sufrimiento, que el que lo padece. Por tanto, la respuesta al sufrimiento humano es que es provechoso para el que lo sufre y para los demás, y en ellos asistimos al mismo Jesús que recibe en ellos nuestro amor cuando los amamos.

Nos lo recuerda Sto. Tomas Moro en su libro “Diálogos de la Fortaleza contra la Tribulación”, capítulo 17 del Primer Libro, página 94:

Y así como Dios enseña que lo hagamos por nosotros, quiere que lo hagamos también por nuestro prójimo, y que sea­mos en este mundo compasivos unos con otros y no sine affectione53. El Apóstol reprende a los que no muestran ternura y afecto; de modo que, por caridad, deberíamos dolernos de las aflicciones que a veces les imponemos por necesidad. Y el que dice que por compasión del alma de su prójimo no tendrá compasión de su cuerpo, puede estar seguro, como dice San Juan, de que si no ama a su prójimo al que ve, muy poco ama a Dios a quien no ve.”


   La pedagogía del sufrimiento nos enseña que éste es también vínculo para irradiar el amor al hombre en la entrega del propio “yo” a favor de los demás: de todos aquellos hermanos que nos necesitan en su sufrimiento. El mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa el del amor humano; ya que nadie se queda indiferente ante el hermano doliente, sintiéndonos llamados personalmente a testimoniar el amor en el dolor, iniciando todo tipo de actividades que nos ayudan a salir al encuentro del dolor ajeno.

Nos lo recuerda Juan Pablo II en su Carta Apostólica “Salvifici Doloris”, punto 28, capítulo VII:

“La parábola del buen Samaritano pertenece al Evangelio del sufrimiento. Indica, en efecto, cuál debe ser la relación de cada uno de nosotros con el prójimo que sufre. No nos está permitido « pasar de largo », con indiferencia, sino que debemos « pararnos » junto a él. El Buen Samaritano es todo hombre, que se para junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género que ése sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad. Es como el abrirse de una determinada disposición interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva. Buen Samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que « se conmueve » ante la desgracia del prójimo. Si Cristo, conocedor del interior del hombre, subraya esta conmoción, quiere decir que es importante para toda nuestra actitud frente al sufrimiento ajeno. Por lo tanto, es necesario cultivar en sí mismo esta sensibilidad del corazón, que testimonia la compasión hacia el que sufre. A veces esta compasión es la única o principal manifestación de nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que sufre.”


   Conocer el sentido del sufrimiento no comporta una actitud pasiva ante el mismo. El Evangelio es la mejor muestra y manifestación de la negación ante la pasividad y el conformismo del hermano que sufre. El Señor pasó haciendo el bien; dando vista a los ciegos y predicando la libertad a los cautivos. Jesús nos instó, y sigue haciéndolo en un mensaje intemporal, a pararnos al lado del que sufre y transformar toda la civilización humana en una “civilización de amor”.



¡La mayor tranquilidad!

Evangelio según San Marcos 11,11-26. 


Jesús llegó a Jerusalén y fue al Templo; y después de observarlo todo, como ya era tarde, salió con los Doce hacia Betania.
Al día siguiente, cuando salieron de Betania, Jesús sintió hambre.
Al divisar de lejos una higuera cubierta de hojas, se acercó para ver si encontraba algún fruto, pero no había más que hojas; porque no era la época de los higos.
Dirigiéndose a la higuera, le dijo: "Que nadie más coma de tus frutos". Y sus discípulos lo oyeron.
Cuando llegaron a Jerusalén, Jesús entró en el Templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en él. Derribó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas,
y prohibió que transportaran cargas por el Templo.
Y les enseñaba: "¿Acaso no está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las naciones? Pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones".
Cuando se enteraron los sumos sacerdotes y los escribas, buscaban la forma de matarlo, porque le tenían miedo, ya que todo el pueblo estaba maravillado de su enseñanza.
Al caer la tarde, Jesús y sus discípulos salieron de la ciudad.
A la mañana siguiente, al pasar otra vez, vieron que la higuera se había secado de raíz.
Pedro, acordándose, dijo a Jesús: "Maestro, la higuera que has maldecido se ha secado".
Jesús le respondió: "Tengan fe en Dios.
Porque yo les aseguro que si alguien dice a esta montaña: 'Retírate de ahí y arrójate al mar', sin vacilar en su interior, sino creyendo que sucederá lo que dice, lo conseguirá.
Por eso les digo: Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo conseguirán.
Y cuando ustedes se pongan de pie para orar, si tienen algo en contra de alguien, perdónenlo, y el Padre que está en el cielo les perdonará también sus faltas".
Pero si no perdonan, tampoco el Padre que está en el cielo los perdonará a ustedes. 

COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Marcos, extenso en su contenido y profundo en su mensaje, comienza con una actitud por parte del Maestro, que puede sorprendernos. A simple vista, Jesús reacciona enérgicamente ante una comercialización y un abuso de los cambistas y los vendedores, que habían convertido el Templo en un medio para hacer dinero y sacar provecho a los holocaustos que se realizaban para dar gloria a Dios. Pero es que a Jesucristo le duele que, después de tantos años y de tantos beneficios recibidos, el Pueblo de Israel siga sordo a los mandatos que el Padre, a través de los profetas, ha puesto en su conocimiento. Le duele, porque los ama, que todavía no hayan comprendido que las promesas divinas no habían sido hechas de forma absoluta, sino condicionadas al cumplimiento de lo pactado en la Alianza.

  Otra vez han hecho caso omiso de los consejos de Isaías, Jeremías o Malaquías, cometiendo los mismos errores que sus antepasados:
“Ved que envío mi mensajero
A preparar el camino delante de Mí;
Enseguida llegará a su Templo
El Dueño a quien buscáis,
El ángel de la alianza.
A quien deseáis.
Ved que llega
-dice el Señor de los ejércitos-
¿Quién podrá resistir el día de su venida?
¿Quién se sostendrá en pie cuando aparezca?
Porque es como fuego de fundidor,
Como lejía de lavanderos.
Se pondrá a fundir y a purificar la plata; purificará a los hijos de Leví, los acrisolará como oro y plata; así podrán ofrecer al Señor una oblación en justicia. Entonces será grata al Señor la oblación de Judá y de Jerusalén como en los días de antaño, como en los años que pasaron”. (Ml.3, 1-5)

“Les haré entrar en mi monte santo,
Les daré alegría en mi casa de oración:
Sus holocaustos y sus sacrificios
Me sarán gratos sobre mi altar,
Porque mi casa será llamada
Casa de oración para todos los pueblos”. (Is 56, 7)

Por eso, otra vez, el Templo debe ser purificado por el enviado de Dios; para que realice la función por la que fue edificado: ser lugar de oración para todas las gentes.

  Ese suceso, que aconteció en aquellos momentos, y que nos demostró el celo del Señor por las cosas de su Padre, nos tiene que servir a nosotros de ejemplo, cuando nos dirijamos a Dios en profunda oración; ya sea en forma íntima y personal, o bien comunitaria y litúrgica. Porque el Altísimo quiere ser servido de una manera determinada; no como nosotros queramos y nos apetezca. Quiere que oremos en una unidad de persona, es decir rezando con el corazón a través de una actitud corporal que manifiesta respeto y recogimiento.

  En todo el Antiguo Testamento, el Padre ha insistido en el cómo, en el cuándo, en el donde y en el porqué. Ahora nos lo transmite a través del Magisterio de la Iglesia, que nos indica la forma y el fondo en el que el Señor quiere comunicarse con sus hijos. Y que, en realidad, no es ni más ni menos que dar junto al culto reverencial el testimonio de los hechos que admitimos con las palabras: que adoramos y ponemos por encima de todas las cosas, a Nuestro Señor. Y fijaos, que si Jesús fue capaz de derribar las mesas y asustar a aquellas gentes cuando en el Templo no estaba la presencia real y substancial de Dios, que no haría ahora que nos aguarda con todo su Cuerpo, su Sangre y su Divinidad, en la Eucaristía Santa y en el Tabernáculo del Sagrario. Tal vez podríamos hacer un examen de conciencia para valorar y corregir cómo es nuestra actuación, cuando estamos en el Templo, delante de Jesús.

  Pero este hecho también nos debe de servir para conocer algo más de la Humanidad del Señor. El Maestro, que es la paz, el amor y la misericordia personificada, saca su carácter para defender a su Padre de los Cielos. Porque muchas veces el silencio no es prudencia, sino cobardía; ya que ante una vejación, una blasfemia o un sacrilegio de las cosas divinas, hemos de dar testimonio de la Verdad, con la fuerza de nuestra voz y la manifestación de nuestra fe. Nadie, absolutamente nadie, tiene derecho -esgrimiendo su libertad- en coartar la nuestra y ridiculizar nuestras creencias.


  San Marcos ha enmarcado este episodio en otro, que le es afín y complementario: la maldición de la higuera. Y lo ha hecho porque, de una forma simbólica, puede –como hicieron también los profetas- indicar que Israel no ha dado los frutos de santidad que se esperaba; y, por ello, quedará convertida en mera hojarasca. El Señor no podrá comer de sus ramas; ni podrá saciarse de la fruta que esperaba recoger. Ese Templo, increíble y maravilloso que, como la higuera borde, sólo sirve para aparentar algo que en realidad no es, será destruido y purificado. Jesús nos recuerda que no quiere gestos externos que no sean el fiel reflejo de una piedad interior. Quiere que le amemos sin medida; y que descansemos en su Providencia sin temor. Por eso nos llama  a una fe sin fisuras; a una oración que sea consecuencia del amor y de la esperanza divina. Amor que desparramamos en nuestros hermanos: que perdona, que se preocupa, que disculpa, que comprende y que lucha por un mundo mejor. Cristo está a punto de dar su vida por nosotros; piensa pues, en consecuencia, si Aquel que ha enviado a su Hijo al sufrimiento de la Cruz, para librarnos de la muerte eterna, va a ser capaz –si se lo pedimos y nos conviene- de negarnos alguna cosa. ¿Cabe mayor tranquilidad?

28 de mayo de 2015

No seas tonto ¡abre los ojos a Dios!

Evangelio según San Marcos 10,46-52. 


Después llegaron a Jericó. Cuando Jesús salía de allí, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo -Bartimeo, un mendigo ciego- estaba sentado junto al camino.
Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno, se puso a gritar: "¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!".
Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: "¡Hijo de David, ten piedad de mí!".
Jesús se detuvo y dijo: "Llámenlo". Entonces llamaron al ciego y le dijeron: "¡Animo, levántate! El te llama".
Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia él.
Jesús le preguntó: "¿Qué quieres que haga por ti?". El le respondió: "Maestro, que yo pueda ver".
Jesús le dijo: "Vete, tu fe te ha salvado". En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino. 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Marcos, está plagado de esos detalles que nos pueden ayudar a comprender e interiorizar las palabras y las situaciones, con las que Jesús ha querido hacernos llegar su enseñanza a través de los escritores sagrados. Ante todo observamos como el discípulo de Pedro, nos describe quién era ese tal Bartimeo; hijo de Timoteo de Jericó y ciego de nacimiento. Y lo hace –como lo hará con muchos personajes, lugares y circunstancias- para que nos quede claro que, a pesar de que la Escritura no es un tratado de historia, toda la revelación de Dios puede datarse y situarse en la historia. Porque el Nuevo Testamento, del que aquí meditamos un texto, no es un tratado de filosofía, ni una leyenda donde extraemos una moraleja final, sino la vida de Jesús de Nazaret, que descubre como Hijo de Dios la realidad divina a los hombres; y, con su sacrificio, nos confiere –si queremos- la salvación.

  Pero como el Maestro nos llama a la fe y no a la evidencia, nos transmite la actitud que tiene Bartimeo –con un sentido teológico- ante su imposibilidad de ver. Cuántos de nosotros cerramos los ojos del alma y nos negamos a observar las maravillas que nos rodean; porque estamos cargados de prejuicios y henchidos de soberbia. Cuantos evitamos contemplar esa causalidad, que tira por tierra cualquier casualidad absurda, por muy científica que sea. Cuantos hacemos caso omiso de ese orden que disfrutamos en el cosmos, esa matemática perfecta, en la que una mínima variación puede conducir al mundo a un caos irreparable. Cuantos nos acostumbramos a la  belleza de un atardecer, que dibuja colores increíbles en el cielo;  y que es el fruto de la paleta del Pintor más magistral.

  Si no entornáramos los párpados a la luz del Espíritu, podríamos contemplar la Verdad que se esconde en cada palabra transmitida por aquellos que, inspirados por Dios, dieron su vida para que pudiéramos conocerla. Lo que ocurre en realidad, es que a diferencia de otros libros, el Libro Sagrado nos compromete. Ya que a través de él, el propio Cristo nos llama a unirnos a su Persona, mediante los Sacramentos que nos ha dejado en su Iglesia. Pero este acuerdo personal y a la vez bilateral, que requiere de nuestra entrega –libre y voluntaria- al Maestro, es también el encuentro con una felicidad que comienza aquí en la tierra –a pesar de las dificultades- y continúa en la eternidad del Cielo.

  Bien claro lo tenía Bartimeo, que estaba cansado de no poder contemplar las maravillas de Dios. Y en cuanto supo que pasaba cerca de él el Rabbí que muchos consideraban el Mesías prometido, comenzó una oración simple, pero profunda. Clamó al Señor con fuerza, y lo hizo porque no dudó de su Persona. Sabía, aunque no sabía porque lo sabía, que si Cristo quería, le ayudaría. En su alma había arralado la semilla de esperanza, que el Espíritu Santo en algún momento había plantado. De nada les sirvió a aquellos que le rodeaban, sus intentos por hacerlo callar; porque en cuanto uno se decide a seguir al Maestro, el Paráclito le da la fuerza necesaria, para no desfallecer.

  Sin embargo es importante que tomemos nota de esa actitud, que es un denominador común en todas las épocas, momentos y circunstancias: Cuando uno decide vencer sus debilidades, arrepentirse de sus errores y levantarse de sus caídas para seguir a Jesús, siempre se encontrará cerca de él a aquellos servidores del diablo, que nos quieren mantener en el error y la ceguera. Pero es justamente la conducta de Bartimeo, la que tiene que ser un ejemplo para todos nosotros, cuando nos encontremos en esa tesitura. Él intensifica la oración, clama más fuerte y no se rinde; desprendiéndose de lo que tiene –su manto-  que en ese momento le estorba para acercarse al Señor. Su fe, no sólo la manifiesta en el hecho de pedir, sino en la necesidad de buscar la cercanía divina.


  Tú y yo sabemos, porque Cristo así nos lo ha manifestado, que nos espera realmente en los Sacramentos de la Iglesia. Que está en medio de nosotros, en el Tabernáculo del Sagrario de nuestros Templos. Que nos aguarda, en el interior de nuestra alma en Gracia. Que nos requiere para que nos unamos a Él, en el total conocimiento de la Palabra. Porque no es gratuito que el Señor nos La dejara, en el testimonio escrito de los suyos. Necesitamos a Jesús en nuestra vida, si queremos gozar de este mundo que Dios ha creado; y nada, si está a nuestro lado, puede privarnos de conseguirlo. Gritemos en nuestro interior al Hijo, ofreciendo nuestra oración al Padre, por la mediación del Espíritu; manifestando a la Trinidad, con nuestra vida. Desprendámonos de lo que nos separa de Él, y acerquémonos a recibirlo en el don sagrado de la Eucaristía. Nadie, en su sano juicio, permanecería ciego, si pudiera recobrar la vista. Por favor, no seas tonto y aunque requiera un esfuerzo ¡abre los ojos a Dios!

27 de mayo de 2015

¿Eres uno de ellos?

Evangelio según San Marcos 10,32-45. 


Mientras iban de camino para subir a Jerusalén, Jesús se adelantaba a sus discípulos; ellos estaban asombrados y los que lo seguían tenían miedo. Entonces reunió nuevamente a los Doce y comenzó a decirles lo que le iba a suceder:
"Ahora subimos a Jerusalén; allí el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas. Lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos:
ellos se burlarán de él, lo escupirán, lo azotarán y lo matarán. Y tres días después, resucitará".
Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: "Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir".
El les respondió: "¿Qué quieren que haga por ustedes?".
Ellos le dijeron: "Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria".
Jesús les dijo: "No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé y recibir el bautismo que yo recibiré?".
"Podemos", le respondieron. Entonces Jesús agregó: "Ustedes beberán el cáliz que yo beberé y recibirán el mismo bautismo que yo.
En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes han sido destinados".
Los otros diez, que habían oído a Santiago y a Juan, se indignaron contra ellos.
Jesús los llamó y les dijo: "Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad.
Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes;
y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos.
Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud". 

COMENTARIO:

  Vemos en estas primeras líneas del Evangelio de san Marcos, como debe ser la vida del cristiano para dar frutos de santidad y no desfallecer ante las dificultades que nos presenta la vida. Ya que, como nos cuenta el texto, mientras los discípulos subían hacia Jerusalén, temerosos de lo que habían escuchado y preocupados por lo que iba a suceder, el Maestro les precedía y eso les reconfortaba. Esa es la incógnita que soluciona todas las ecuaciones que se nos pueden presentar a los discípulos de Cristo: que en el quehacer de cada día, el Señor sea nuestro principio y nuestro final. Que con Él comencemos la jornada, a través de la oración de la mañana; y con Él cerremos los ojos, tras haber hecho a su lado un examen de conciencia. Arrepintiéndonos de nuestros pecados, con un buen propósito de enmienda.

  Jesús debe guiar nuestros pasos, si no queremos caer por el precipicio; y no sólo los que competen a nuestra vida espiritual, sino a todos lo que conforman nuestro ser, incluido el cuerpo. Somos una unidad perfecta, donde demostramos con obras –a través del cuerpo- lo que de verdad siente nuestro corazón. Y en El Sagrario de nuestra conciencia, siempre debe estar presente –por la Gracia- la Trinidad. Así el trabajo, el ocio, la familia y los amigos, serán el medio perfecto para manifestar lo que somos en realidad: cristianos en medio del mundo, que peregrinan hacia la Tierra Prometida. Lo llevamos grabado a fuego en el alma; es el “tatuaje” imborrable con el que Dios ha sellado la alianza que adquirimos con Él en el Bautismo. Es el compromiso eterno, que nos llama a la acción.

  Cómo veis, Jesús va delante de ellos, sin miedo y a buen paso. Está decidido a cumplir la voluntad del Padre, aunque hacerlo signifique la entrega de su voluntad en un sacrificio sustitutivo. Denota con sus palabras, que sabe bien lo que va a ocurrir. Y que, por ello, los hechos que están a punto de acontecer no le van a coger por sorpresa. Él se va a entregar a los siervos de Satanás, en un perfecto holocausto, por amor a los hombres. Y ese Jesús, que no se rezaga ni busca escabullirse ante el deber que se  le presenta, nos mira y nos asocia –de forma libre y voluntaria- a su destino particular. Porque decir que sí al Maestro, no lo olvides, es estar dispuesto a acompañarlo hasta nuestro “Jerusalén”, para corredimir a Su lado a nuestros hermanos.

  Para cada uno será distinto, en función de los planes que el Señor haya dispuesto; pero para todos será ese lugar o circunstancia, específicos, donde llevaremos a cabo los designios de Dios. Y eso no sólo lo haremos dando testimonio de nuestro mensaje –que también- sino haciendo de la letra, obras; y dando ejemplo con los hechos, de la coherencia de nuestra fe. Pero el Señor jamás engaña a los suyos y, por ello, les describe el horror que está próximo a suceder. Quiere que sean conscientes –y que lo seamos nosotros- porque a todos nos va a pedir que seamos fieles en los momentos de tribulación. Que estemos unidos cómo Iglesia, porque es en la Iglesia donde el Paráclito ha infundido su Gracia, y anima nuestra voluntad.

  Les pide que confíen en Él, cuando parezca que no hay motivo para hacerlo; y que descansen en la esperanza de la Resurrección, que tantas veces les ha prometido. Fijaros que en estos momentos, no hay tanta diferencia entre aquellos primeros y nosotros. Ya que ellos creyeron la Palabra hablada, y nosotros creemos  la Palabra escrita; porque para ambos la Divinidad estaba por descubrir, en un “fiat” sin condiciones. Hoy, como ayer, Jesús nos mira a los ojos –en el silencio de la oración y el Sagrario- y nos pregunta otra vez si estamos dispuestos a ser sus discípulos. A compartir sus momentos –buenos y malos- y a tomar el relevo de los apóstoles, para transmitir al mundo, con nuestra vida, Su realidad divina y humana. Asumiendo como propias todas las dificultades que, por hacerlo, nos podemos encontrar.

  Lo que ocurre es que como nos advierte el Señor en innumerables ocasiones, solamente con la recepción del Espíritu Santo podremos tener la fuerza necesaria y suficiente para responder afirmativamente a nuestra misión. Sólo con Él podremos ser sus testigos y permanecer fieles a sus preceptos. Pero el Maestro va más allá y les indica que beber el Cáliz es también estar dispuesto a servir a los demás y a entregar la vida, por la felicidad de los que nos rodean. Y tal vez el Señor no nos pida nunca grandes sacrificios, sino esas pequeñas y generosas entregas, que sólo serán perceptibles para Él: ese vencer nuestro cansancio, para descansar a los demás. Esa sonrisa, que facilita y alegra la convivencia y es independiente del estado de ánimo. Esa paciencia, que no pierde la paz ante circunstancias adversas. Ese buen humor, que ayuda a nuestros hermanos y quita yerro a las situaciones difíciles y complicadas. Y sobre todo, este estar pendiente del sufrimiento de cualqiera, que nunca pueden sernos indiferentes.


  Ser discípulo de Cristo es trabajar y ocuparse, no sólo del bien propio, sino del ajeno. Porque todo lo ajeno, por el Bautismo, ha pasado a ser propio. Así nos lo demostró el Señor, al asumir nuestro pecado y pagar por él; Él, que no tenía pecado. Jesús no puede ser más claro; ni hablarnos con más franqueza. Necesita gente dispuesta a seguirle, hasta los mismos pies del Calvario. Necesita personas valientes y dispuestas a hacer de su día a día –sin miedo ni vergüenzas- la manifestación del camino que nos lleva a la Redención. ¿Eres uno de ellos? 

26 de mayo de 2015

¡Decir sí, merece la pena!

Evangelio según San Marcos 10,28-31. 


Pedro le dijo a Jesús: "Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido".
Jesús respondió: "Les aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos por mí y por la Buena Noticia,
desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y, campos, en medio de las persecuciones; y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna.
Muchos de los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros". 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Marcos, vemos con san Pedro le pregunta al Señor sobre la recompensa que tendrán aquellos que le han seguido, y que han permanecido fieles a su llamada. Y Jesús le responde que, ante todo, seguirle significa ponerle en el centro de sus vidas; hacer que el Evangelio sea el camino que guíe sus pasos; y que sus hermanos sean su mayor prioridad. Ser cristiano, les asegura el Maestro, es haber encontrado el significado de la existencia y darla a conocer. Pero sobre todo, haber descubierto el sentido del dolor, el sacrificio y la muerte en Cristo, y haber vencido la angustia, el miedo y el terror. Es comprobar que todo pertenece al plan divino de la salvación y aprender, por ello, a descansar en la Providencia. Ese es el camino que conduce, sin ninguna duda, a la alegría cristiana que tanto sorprendió –y sigue sorprendiendo- a los paganos de todas las épocas; esa actitud interior de esperanza, que no se pierde ni tan siquiera en la tribulación.

  Recibir el Bautismo es pertenecer a la familia de Cristo; ser sus hermanos y en Él, hacernos hermanos de la Humanidad. Por eso cada uno de aquellos que caminan a nuestro lado, deben ser para nosotros objeto de cariño, respeto y deferencia. Para los que hemos aceptado a Dios en nuestra vida –y nos hemos comprometido con Él- nadie puede sernos indiferente, porque todos llevan el sello de Dios en su interior. Debemos abrir las puertas de nuestro “yo”, para que se complementen en un “nosotros”. Y así entendemos que lo que hemos dado –el amor- multiplica por cien lo que se entregó. Es difícil expresar con palabras, lo que el Señor nos asegura que disfrutaremos en esta tierra, cuando perdamos el miedo a abrir nuestra alma a su Palabra; ya que ese gozo, que aquí comienza, será pletórico en el Cielo. Y aunque es una manera muy imperfecta de explicarlo, tal vez os sirva el ejemplo de ese amor incondicional que sentimos los padres por nuestros hijos, o los abuelos por nuestros nietos, a los que amamos –aunque parezca imposible- por igual. Y cuando uno cree que ya no puede querer más, llega otro pequeño y le demuestra que estaba equivocado. Multiplicándose las alegrías con cada nuevo miembro de la prole.

  Pues Jesús habla de ese contento a los suyos, que es fruto del querer. Ya que unirse a su Persona es decidirse por los demás, con el olvido de uno mismo. Comenzando por nuestro prójimo que, como bien dice la palabra, es el que tenemos más cerca: esposos, hijos, padres, hermanos, amigos, vecinos…cualquiera que se cruce en nuestro camino y al que debemos acercar a Dios, compartiendo nuestra fe en el respeto de su libertad. Porque resulta que a partir de nuestro sí, nuestra vida ya no es nuestra, sino que está en función de la voluntad de Dios; y lo primero que Dios quiere, es que todos los hombres se salven y lleguen a alcanzar la Redención.

  Y aunque es cierto que muchos podríais decirme que, queramos o no, los deseos divinos se cumplen, porque la realidad escapa a nuestro querer, la diferencia entre el creyente y el que no lo es, estriba en que el primero lo asume como una decisión personal, en la que entrega al Señor su disponibilidad. No recrimina ni se rebela, sino que se esfuerza por mejorar la situación, con todos los medios humanos que tiene a su alcance; mientras ruega al Señor para que le conceda lo que más le convenga, sin olvidar que no hay mayor bien, que la Gloria eterna. Pero si no es así, y debe enfrentarse a la dura prueba, tiene el convencimiento de que Dios sabe más, y acepta con alegría su voluntad.


  Por eso, aquellos que sufrieron las persecuciones, el martirio y la muerte en el Circo Romano, llegaron cantando y alabando al Señor. Primero, para agradecer que se les había enviado la fuerza del Paráclito; y habían podido ser fieles a Dios y ejemplo para sus hermanos. Y después, porque habían sabido encontrar la luz, que iluminaba el camino de la vida eterna: Jesucristo. De ahí que ser cristiano sea mucho más que pertenecer a una comunidad, ser creyente o practicar un culto determinado. Ser cristiano es ser hijo de Dios en Cristo y estar injertados en el Señor, como Iglesia. Participando de la vida divina que comienza en esta tierra, y perdura para siempre en el Cielo.  Ser cristiano es encontrar el “porqué” al sufrimiento; entender que la muerte es sólo un paso y que la dificultad es el “cómo” podemos alcanzar la Gloria. Es descubrir en el Hijo, el gozo que nos envía el Padre, a través del Espíritu. Sí; decir que sí merece la pena, ayer, hoy, mañana y siempre.

25 de mayo de 2015

¡Asúmelo!

Evangelio según San Marcos 10,17-27. 


Cuando Jesús se puso en camino, un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?".
Jesús le dijo: "¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno.
Tú conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre".
El hombre le respondió: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud".
Jesús lo miró con amor y le dijo: "Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme".
El, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes.
Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: "¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios!".
Los discípulos se sorprendieron por estas palabras, pero Jesús continuó diciendo: "Hijos míos, ¡Qué difícil es entrar en el Reino de Dios!.
Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios".
Los discípulos se asombraron aún más y se preguntaban unos a otros: "Entonces, ¿quién podrá salvarse?".
Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo: "Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él todo es posible". 

COMENTARIO:

  En otros episodios evangélicos, hemos podido comprobar cómo el Señor salía al encuentro de aquellos a los que llamaba para ser sus discípulos. Y hemos contemplado cómo, a pesar de sus muchas limitaciones y circunstancias, el Señor –que conoce de los que somos capaces- ha apostado por sus Apóstoles. Solamente les ha requerido su disposición incondicional,  y Él, a través del Espíritu Santo, ha puesto el resto. Cristo nos ha dado su fuerza, para que seamos capaces de vencer nuestra naturaleza herida; y lo único que nos ha requerido, es la confianza en su Providencia.

  Aquí, en este Evangelio de san Marcos, vemos como esto sucede al revés; y es ese joven, el que corre al encuentro del Maestro porque quiere heredar las promesas que Dios otorgó a Israel. En realidad lo que desea, es asegurarse la salvación. Él no ha ido, como fueron Pedro, Juan o Andrés, a escuchar las predicaciones de Jesús, y acompañarlo por los senderos de Galilea; él no ha conocido al Señor y, ni mucho menos, ha empezado a amarlo desde lo más profundo de su corazón. Por eso su primera pregunta tiene una finalidad práctica: busca encontrar unas normas que, cumpliéndolas, nos den y nos alcancen la vida eterna.

  Cristo, con mucha paz y mucha paciencia, le indica que el camino para llegar a Dios, son los Mandamientos. Mandamientos que el joven, en un acto de una cierta soberbia, asegura que cumple con rotundidad. Y es entonces cuando el Hijo de Dios le advierte, como ya hizo con sus predecesores durante el Éxodo, que las promesas estaban condicionadas a la fidelidad. Que tal vez el problema sea que ha vaciado de contenido el sentido de la letra, y ha olvidado que el denominador común de todos los preceptos divinos, es el amor. Porque el Padre quiere esa entrega, que no se guarda nada para sí misma. Y que está dispuesta a renunciar a todo, por el bien de los demás. Quiere esa Alianza que fundó con Abrahán, por la que el Patriarca confió en el Señor, contra toda esperanza.

  Ese hombre, que era fiel a lo escrito, había olvidado que lo que da valor a cada palabra, es la intención con la que lo llevamos a cabo. Y el Maestro clava su aguijón, en el punto vulnerable de aquel que estaba convencido que no tenía fisuras en la muralla de su fe: la entrega de sus bienes más preciados. Para unos será el dinero, para otros el tiempo, para otros la honra, para muchos la posición social y económica. Jesús nos pide, como le pidió al muchacho del Evangelio, que no  pongamos nuestra seguridad en las cosas terrenas; sino que descansemos en su Voluntad y aceptemos su Providencia. Le pide, en resumen, que de un cambio a su vida; y que reconduzca sus prioridades en las que, indiscutiblemente en el primer puesto, debe estar Dios.

  ¡Qué difícil resulta eso! No sólo para aquel chico del que habla el texto, sino para cada uno de nosotros. Porque todos, absolutamente todos, estamos apegados a nuestras cosas –pocas o muchas- y no estamos dispuestos a renunciar a ellas. Evidentemente les costará más a los que tienen más, desprenderse de los bienes, que aquellos que tienen poco; pero yo os aseguro que a todos, nos significará un esfuerzo razonable renunciar a lo que consideramos nuestro, por derecho. Tal vez el problema, como siempre, radica en no recordar que todo es de Dios; y nosotros sólo lo disfrutamos, el tiempo que el Señor así lo disponga.


  Yo lo comparo a aquellas avionetas que para alzarse del suelo y alcanzar el Cielo, tienen que desprenderse del lastre. Si quieren guardar todos los fardos que llevan en su interior, no conseguirán levantarse del suelo. Pues bien, a nosotros nos ocurre lo mismo; necesitamos tener el alma libre, sin nada que nos ate y nos limite, porque todo debe estar en función de nuestra vocación. Y lo primero que somos, no lo olvidéis, es que somos cristianos. Dios nos ha llamado a la vida, para ser sus discípulos; por eso nos ha conferido la fuerza del Paráclito –con el Bautismo- para poder responder afirmativamente a su convocatoria. Sin su Gracia, todos contestaríamos como lo hizo aquel joven rico; por eso, aunque no nos demos cuenta, hasta para lo más insignificante necesitamos imperiosamente del amor incondicional de Dios ¡Asúmelo! Y compórtate en consecuencia.

24 de mayo de 2015

¡El conocimiento adecuado!

Evangelio según San Juan 15,26-27.16,12-15. 


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
«Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí.
Y ustedes también dan testimonio, porque están conmigo desde el principio.
Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora.
Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo.
El me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes.
Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: 'Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes'."

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Juan, parece que Jesús nos plantea una regla de tres, con sus palabras. Ya que, si el Paráclito es el que nos da la luz para comprender y ver la realidad de Dios en su Hijo; y el Espíritu es testigo de Cristo, nosotros, que en este mundo estamos llamados a ser sus testigos y transmitir su mensaje, hemos de tener en nosotros al Paráclito para poder conseguirlo. Si el Maestro anuncia que enviará el Espíritu Santo a su Iglesia, para que conozca la Verdad y nos comunique la salvación, a través de los Sacramentos; tenemos la seguridad –porque así nos lo ha dicho Nuestro Señor- de que estando en la Iglesia de Cristo y participando de la vida sacramental, podremos ser sus testigos.

  El Señor nos pide la fidelidad que surge de la confianza; el testimonio de esa fe, que nunca es ajena a la razón. De esa inquietud que busca y asume, cuando encuentra, la voluntad divina como propia. Nos pide creer, aceptar, transmitir y ayudar, dándonos a los demás. Porque es así como el Maestro nos solicitó que manifestáramos al mundo su doctrina: con el olvido de nosotros mismos, en aras de la felicidad de nuestros hermanos. Y no hay nada que los pueda hacer más felices, que descubrir el sentido de la vida, al lado de Dios.

  Jesús desvela que la Revelación, es un proceso progresivo y pedagógico; donde el Padre ha iluminado en distintas épocas y con diversas circunstancias, el conocimiento que el hombre ha sido capaz de asimilar. Por eso ahora en Cristo el velo ha sido apartado, y la Verdad ha quedado al descubierto. El propio Verbo se ha hecho Carne, para hablar a los hombres con sus propias palabras; y que nadie pueda decir que no cumplió, porque no entendió. Que no se comprometió, porque los preceptos estaban difusos. Lo que ocurre es que sigue siendo un error muy común entre el género humano –por el pecado de soberbia- pensar que todo aquello que no abarcamos con nuestra razón, es una mentira, un invento o una contradicción. Yo lo comparo a esa alimentación infantil y gradual, que les damos a nuestros hijos según sus necesidades. Si de recién nacidos intentáramos darles un filete, los ahogaríamos sin ningún género de dudas; porque todavía no han surgido los dientes, que son necesarios para poder masticar. Pero que no podamos darle un riquísimo solomillo, no quiere decir que el solomillo no exista; o que engañemos a nuestro hijo, porque le damos solamente leche. Sino que, por su bien, esperaremos un tiempo prudencial para abrir su conocimiento a la diversidad de otros alimentos.

  Pues lo mismo ha hecho el Padre con sus hijos; dándoles la luz poco a poco, para no deslumbrar sus ojos, acostumbrados a la oscuridad de la ignorancia y el pecado. Y en el momento cumbre de la Redención, cuando la Verdad se ha encarnado, Dios se ha manifestado en su esplendor trinitario. Esa Verdad divina que nos descubre su riqueza, señalando la igualdad de la tres Personas divinas, en aquello que es común a las tres: su esencia. Con toda una vida no alcanzaríamos a vislumbrar ni un ápice de la majestad y la inmensidad de Dios; pero no os quepa ninguna duda de que si Dios nos ha dado una vida, es para que lo intentemos. Él nos está esperando.


23 de mayo de 2015

¡Saborea la Palabra! Es la Verdad.

Evangelio según San Juan 21,20-25. 


Pedro, volviéndose, vio que lo seguía el discípulo al que Jesús amaba, el mismo que durante la Cena se había reclinado sobre Jesús y le había preguntado: "Señor, ¿quién es el que te va a entregar?".
Cuando Pedro lo vio, preguntó a Jesús: "Señor, ¿y qué será de este?".
Jesús le respondió: "Si yo quiero que él quede hasta mi venida, ¿qué te importa? Tú sígueme".
Entonces se divulgó entre los hermanos el rumor de que aquel discípulo no moriría, pero Jesús no había dicho a Pedro: "El no morirá", sino: "Si yo quiero que él quede hasta mi venida, ¿qué te importa?".
Este mismo discípulo es el que da testimonio de estas cosas y el que las ha escrito, y sabemos que su testimonio es verdadero.
Jesús hizo también muchas otras cosas. Si se las relata detalladamente, pienso que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribirían. 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Juan, el Señor insiste en que no hemos de juzgar el modo en que cada uno vive su fe, mientras la viva. Indicándonos con sus palabras, que si Él hubiera decidido que el apóstol no muriera, o que cumpliera una misión determinada hasta el fin de los tiempos, el resto nada tendrían que opinar. Efectivamente, cada uno considera –según su conciencia- que los pasos que da para acercarse, o mantenerse, con el Señor, son los adecuados. Y comprende, en su interior, cual es la vocación a la que ha sido llamado por el Maestro.

  Cierto es que Jesús, en muchas ocasiones, nos ha dicho que para alcanzar la salvación nos necesitamos los unos a los otros, como Iglesia. Y que muchas veces, como ha ocurrido en la historia de la Redención, Dios nos ha hablado a través de otros hermanos. Pero en el fondo, y en última instancia, después de haber escuchado y valorado todo, somos nosotros –en nuestra libertad- los que decidimos qué responder y cómo actuar. Por eso si sabemos que la bondad y el deseo de agradar a Dios, son los motivos que han determinado la actuación de alguno de nuestros hermanos, aunque su manera de hacer no coincida con nuestra forma de tratar a Jesús, debe ser totalmente respetada. Porque eso, no lo olvidéis nunca, es la riqueza más grande de la Iglesia Católica: cada orden religiosa, cada grupo surgido de una inquietud espiritual, han sido distintos en sus formas, pero complementarios y unidos en su fondo: la fidelidad a Cristo y, por ello, al Magisterio. Unos han ayudado a los enfermos, otros han dado conocimiento y cultura, todos han asistido a los demás en sus diversas necesidades; pero sin duda, les ha unido un denominador común: realizar su misión evangélica, y acercar a Jesús a los hombres, transmitiendo la fe, que salva.

  Nos dice el texto que se divulgó entre los miembros de la Iglesia, el rumor de que Juan no moriría. Y es el propio Juan, como Iglesia, el que aclara el error al resto de los discípulos. Siempre nos podemos encontrar con una apreciación personal equivocada; o que hayamos entendido mal una situación, un precepto o un pasaje. Si esto ocurre –y como veis es posible, porque pasó estando presente el propio Jesús- hemos de ir a la fuente fidedigna del Magisterio de la Iglesia. No porque sepan más –que también, ya que se han dedicado a descubrir, conocer, ampliar e interpretar la Palabra de Dios- sino porque Cristo dejo en Ella la luz del Paráclito, para que de forma segura y con unidad de criterio, respondiera en su Nombre a las distintas cuestiones que se nos pudieran presentar.

  De todo esto que ha sucedido en el caminar terreno de Jesús, da testimonio el mismo apóstol que recostó la cabeza en Su pecho. Quiere dejarlo claro, para que no haya dudas; porque sabe lo que puede suceder con el paso del tiempo. Y de una forma personal os he de decir, que a mí no me importa nada si lo escribió de su puño y letra hasta el final, o bien si debido a su edad avanzada y su posible ceguera, se lo transmitió a su discípulo; para que éste lo escribiera y lo comunicara a la Iglesia, en un códice ( Cuyo fragmento de papiro original se encontró y fue denominado “Fragmento Rylands”; pudiendo demostrarse, tras ser estudiado, que se remontaba a los años 120-130 d.C) Y no me importa, porque nunca hemos de olvidar que junto a ellos estaba la Verdad, la Fuerza y la Luz, que les confería el Espíritu Santo.

  Yo me fío de los Apóstoles, de los discípulos; de aquellos que comenzaron la expansión de la Iglesia, regándola con la sangre de su martirio. Y no os penséis que porque Juan no murió en la arena del circo, no sufrió lo indecible; ya que fue sumergido en aceite hirviendo, por orden del emperador Dominiciano. Lo que ocurre es que a él, le fue encargada la misión de cuidar de María Santísima, la Madre del Señor.  Y tal vez por eso, pienso yo, Jesús le permitió -no sin sufrimientos y dificultades- terminar sus días en Éfeso, tras sufrir destierro en la isla de Patmos. Esa era su obligación; a eso fue llamado a los pies de la Cruz, por su Señor: a recibir a la Virgen y ser su consuelo, hasta que fuera llevada assumpta a los Cielos.

  No quiero terminar, sin pediros que meditéis con detenimiento estas últimas palabras del evangelista. Porque él, que ha sido testigo directo de todo lo que ha acaecido, nos manifiesta que lo que ha escrito, es una mínima parte de lo que allí ocurrió. Y como pasa siempre –cuando lo que te guía es el amor- ha de terminar resumiendo la personalidad, la vida y los hechos de Jesús, según su criterio de importancia, porque sino nunca encontraría el momento de ponerle fin.


  Lo que sucede, hermanos míos, es que no podemos condensar en las páginas de un libro, la inmensidad de lo que allí pasó: Dios hecho Hombre, por tu amor y el mío, vino a enseñarnos el camino para alcanzar la salvación, que nos consiguió al caro precio de su sacrificio. Por eso debemos leer, meditar, comulgar e interiorizar la realidad divina. Hemos de saborear un conocimiento que se abre poco a poco, a medida que nosotros dejamos entrar a Cristo en nuestro corazón.

22 de mayo de 2015

¡Preguntar a Dios!

15. PREGUNTAR A DIOS


   Casi siempre, a lo largo de la historia, la gente se ha alejado de Dios ante la visión del dolor y la incomprensión de la Bondad Divina  con la existencia del sufrimiento. Tal vez pocos, se han parado a pensar que Él no envía el sufrimiento, sino que la causa ha sido consecuencia de la fragilidad de la creación a causa del desorden del pecado. El dolor es un misterio que va más allá de las catástrofes naturales o de los males físicos; que no son culpa de nadie sino manifestación de la rotura entre un mal uso de la  libertad del hombre y el designio de Dios. Pero sólo si sabemos vivir en el Amor reparador de Aquel que nos salva, podremos reconvertir la experiencia del dolor en un bien mayor. Así, si queremos escuchar, Dios nos hablará en el sufrimiento, en la pérdida, al corazón, para que unidos a su Hijo amado, nos purifiquemos en el sufrimiento probando nuestra capacidad de amar en, y a pesar del dolor.

Nos lo recuerda el salmo 73 (Vg 72)* :

“¡Qué bueno es Dios con Israel, con los limpios de corazón!
Pero a mí, por poco me fallan los pies,
casi resbalaron mis pasos,
pues tuve envidia de los arrogantes,
al ver la prosperidad de los impíos.
Para ellos no hay sufrimientos,
sus cuerpos están sanos y rollizos.
No pasan las fatigas de los humanos,
ni sufren como los demás hombres.
Por eso el orgullo es su collar,
la violencia, el traje que los cubre.
Su malicia asoma por la grasa,
la traspasan los pensamientos del corazón.
Se burlan y conversan maliciosamente,
desde su alta posición dictaminan el mal.
Ponen su boca en los cielos,
pero su lengua camina por la tierra. 1 Por eso, están sentados en lo alto,
y las aguas rebosantes no les llegan.
Y dicen: «¿Cómo puede Dios saberlo?
¿Hay acaso conocimiento en el Altísimo?».
Fíjate cómo son los impíos:
siempre prósperos, aumentando las riquezas.
 Entonces, en vano mantengo limpio el corazón,
y lavo mis manos en la inocencia,
 porque soy golpeado cada día,
y castigado cada mañana.
 Si yo dijera: «Voy a hablar como ellos»,
traicionaría a la estirpe de tus hijos.
 Reflexionaba yo para entender esto,
pero resultaba fatigoso a mis ojos,
 hasta que entré en el Santuario de Dios;
entonces comprendí el final de ellos.
 En verdad, los pones en la pendiente,
y los haces caer en la ruina.
¡Cómo en un instante caen en la desolación,
 y se acaban, se consumen de espanto!
 Como al despertar de un sueño, Señor,
así, al levantarte, desprecias su ficción.
Cuando se agitaba mi corazón
y sentía punzadas en mis entrañas,
yo era un insensato y no entendía:
como un borrico era delante de Ti.
Pero yo estaré siempre contigo:
me agarraste con la mano derecha.
Me guías según tu designio
y después me acogerás en tu gloria.
¿Quién hay para mí en los cielos?
Estando contigo, nada deseo en la tierra.
Mi carne y mi corazón se consumen,
pero la Roca de mi corazón y mi lote
es Dios para siempre.
Es cierto: los que se alejan de Ti se pierden;
aniquilas a todo el que reniega de Ti.    
Para mí, lo mejor es estar junto a Dios.
He puesto mi refugio en el Señor, mi Dios
para anunciar todas tus obras
a las puertas de la hija de Sión.”


   Por eso, muchas veces, como el grano de trigo que debe morir para dar fruto; como la poda que hace al árbol más sano y vigoroso; como la uva que se la pisa para que de un buen vino, comprobaremos que sufrir al lado de nuestro Padre, nos fortalece.
No nos quita el dolor físico y moral, pero quita la angustia y la desesperación de la “sinrazón”, sobreviniendo la paz, como don de Dios al alma.

Nos lo recuerda San Josemaría en el punto 199 de Camino:

“Si el grano de trigo no muere queda infecundo. —¿No quieres ser grano de trigo, morir por la mortificación, y dar espigas bien granadas? —¡Que Jesús bendiga tu trigal!”


   A su lado también aprendemos esa dimensión del dolor que necesita el perdón para sanarse, porque Cristo nos enseña, en su propio sufrimiento, a vencer el mal con el bien. Es el Amor de Dios: el perdón, el que repara el mal con su sufrimiento y permite que nada nos aleje y unidos a Él crezcamos en el valor redentor de la Cruz. De esa manera el ser humano crece en todas sus potencias cuando es probado en “el crisol del sufrimiento” y templado en el dolor, siempre que en todo ello esté unido al amor de Cristo.


   Quién busca caminar solo, posiblemente, ante el momento de la cruz cambie la esperanza por desesperación, la alegría en el dolor por la tristeza de la “sin razón”. De ahí, repito como vengo haciendo en todo el trabajo, la importancia vital para nuestros jóvenes educandos –ya sean hijos, amigos o alumnos- de hacerles llegar, para poder albergar una vida feliz, la Verdad del misterio del sufrimiento que se abre en Jesucristo

   Como nos dice S.S. Juan Pablo II en su Carta Apostólica “Salvífici Doloris” en el punto 26, página 66:.

   “Es una vocación. Cristo no explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: “Sígueme”, “Ven”, toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través del sufrimiento. Por medio de mi Cruz.”


   Por eso no se entiende qué es el dolor, razonando, sino creyendo; como efecto de la Gracia de Dios que nos abre al conocimiento de la fe y por ello a la vida sacramental de Cristo en la Iglesia. Sólo ante el amor manifestado en el dolor de Getsemaní, el hombre puede llegar a comprender que sufrir con Cristo es una respuesta de amor obediente al Padre, en el plano salvador de la Redención.

   San Pablo enseña, con su actitud, que el cristiano debe y puede imitar la disposición del Señor ante el dolor, (Col. 1, 24):

   “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col.1,24)


   Evidentemente, san Pablo no disfruta con su dolor, sino con lo que ese dolor conlleva: contribuir con su padecimiento a la salvación. La Cruz está íntimamente relacionada con la identificación con Cristo en la filiación divina. Sólo así el dolor y el sufrimiento se transforman en amor y alegría. A veces las personas cerramos nuestro corazón y nuestra mente a las respuestas divinas, cuando para comprenderlas, tal vez, deberíamos recordar que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios y remirar en nuestro interior la manifestación del amor y del dolor humano, que siempre se dan la mano.


   Para ello solo hay que sacar a colación el amor maternal –chispa divina y colaboración con Dios en el acto de la vida; entrega generosa de lo que se es y lo que se podría llegar a ser- ese amor unido, desde el momento del parto al sufrimiento físico; amor rendido ante la enfermedad que nos une a la inquietud y al sufrimiento moral; amor que crece junto a la desazón de las incógnitas de la vida y la incapacidad de permanente protección; amor que lucha entre la obligación de causar dolor, como deber querido, o faltar al deber y deformar en la complacencia. En fin; que cuando el amor es verdadero siempre está íntimamente unido al sentido de la cruz, porque ambos forman parte de la propia naturaleza humana.


   Si amamos de verdad a los demás, no habrá mejor manifestación de ello, que transmitirles la fe que les permitirá trascender los momentos difíciles y asumirlos, con paz y si es posible con alegría; sabiendo que luchar al lado de Cristo, es tener la certeza de haber ganado la batalla de nuestra Vida, aunque eso conlleve la pérdida de nuestra vida.

   Santa Edith Stein nos lo recuerda en su libro “Amor por la cruz” en Obras Selectas página 260:

   “Así como el ser uno con Cristo es nuestra beatitud y el progresar en llegar a ser-uno con Él es nuestra felicidad en la tierra, también el amor por la cruz y la gozosa filiación divina no son contradictorias. Ayudar a Cristo a cargar con la Cruz  proporciona una alegría fuerte y pura, y aquellos que puedan y deban, los constructores del Reino de Dios, son los auténticos hijos de Dios. De ahí que la preferencia por el camino de la cruz no signifique que el Viernes Santo no haya sido superado y la obra de la Redención consumada. Solamente los redimidos, los hijos de la gracia, pueden ser portadores de la Cruz de Cristo.

El sufrimiento humano recibe fuerza expiatoria sólo si está unido al sufrimiento de la Cabeza divina. Sufrir y ser felices en el sufrimiento, estar en la tierra, recorrer los sucios y ásperos caminos de esta tierra y con todo reinar con Cristo a la derecha del Padre; con los hijos de este mundo reír y llorar y con los coros de los ángeles cantar ininterrumpidamente alabanzas a Dios: ésta es la vida del cristiano hasta el día que rompe el alba de la eternidad”.