31 de diciembre de 2013

Quiero enviar, desde estas páginas que todos compartimos, un deseo de extrema felicidad para cada uno de vosotros en este 2014 que ya está a punto de comenzar. De esa felicidad sin límites, que sólo se alcanza cuando caminamos al lado de Dios. Que es independiente de las enfermedades, de las dificultades económicas, de las tribulaciones; y lo es porque sabemos que todo lo que sucede es medio para nuestra santificación. Recordar que lo que este joven año que va a empezar nos depare, será aquello que nos conviene; y rogamos al Señor, en nuestra fragilidad, para que sea motivo de alegría. Deseo que vuestro último pensamiento y el primero de esta etapa que comienza sean para nuestro Señor, y en Él, para todos nosotros. No olvidéis que somos Iglesia y, como tal, somos hermanos; con nuestros defectos, nuestras rarezas y nuestros olvidos. Perdonarnos si este año que nos deja no hemos sabido estar a la altura de vuestras espectativas; esperamos, con la Gracia divina, mejorar para el próximo. Pasarlo bien con los vuestros; reir, disfrutar, abrazarlos y recordar que la vida es corta y no vale la pena perderla en discusiones que a nada conllevan. Sólo quiero repetiros que siempre estáis en mis oraciones y espero seguir gozando de vuestra compañía, aunque sea en la distancia. Un abrazo a todos y Feliz y santo 2014.

30 de diciembre de 2013

¡Ven con la Iglesia, a descubrirlo!



Evangelio según San Lucas 2,36-40.


Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido.
Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones.
Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea.
El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas nos cuenta el encuentro de la Sagrada Familia con una profetisa llamada Ana. Suceso que tiene lugar cuando subían a Jerusalén para cumplir con las dos prescripciones que mandaba la Ley de Moisés: la purificación de la madre, tras el parto, como decretaba el Levítico; y el rescate del primogénito, cómo ordenaba el Éxodo.

  Llama la atención esa humildad santísima de María que, aun sabiendo que su Hijo ha sido concebido sin obra de varón y sin que Jesús al nacer hubiera roto su integridad, cumple con la Tradición y acude al Templo para ser purificada. Lo mismo sucede con los primogénitos, que no eran de la tribu de Leví, y que el Señor había reclamado para Él, cuando el pueblo salió de Egipto; ya que debían ser rescatados con una ofrenda para mostrar que seguían siendo propiedad de Dios. José llevó a su Hijo para cumplir dicho mandato y ofrecer lo que tenían y les correspondía: un par de tórtolas o dos pichones. Bien hubiera podido el patriarca, sabiéndose instrumento de Dios en la historia de la salvación de los hombres, decidir no cumplir con esa recomendación que formaba parte de una ley que iba a ser llevada a la perfección por el Infante que sostenía en sus brazos. Pero José, como ha hecho María, no conoce el orgullo de ser; porque ese ser sólo está en disposición de servir por amor.

  El texto nos habla de Ana, que con un discurso parecido al que ha hecho Simeón, esperaba desde hacía muchísimo tiempo a Aquel que había de redimir a Jerusalén. Ya lo ha encontrado: la Majestad de un Dios escondida en la fragilidad de un Niño. Y así, con las palabras de la mujer, nos relatan estos episodios que hemos visto durante estos días, que el Nacimiento de Cristo ha sido manifestado por tres clases de testigos y de tres maneras distintas: por los ángeles, que lo anunciaron desde el Cielo a la tierra; por los pastores, que transmitieron en la tierra lo que habían escuchado en el Cielo. Y ahora, en el propio Templo, por aquellos que ha movido el Espíritu Santo.

  Nosotros, tú y yo, hemos oído la Palabra que nos ha hablado de la realidad divina: de que Dios está entre nosotros. Y como aquellos pastores que lo escucharon sorprendidos, hemos de acercarnos a nuestros hermanos para que, sin dilación, vayan al Templo a adorarlo. Porque aunque es bien cierto que el Señor está en todas partes, nos espera en Cuerpo y Alma en cualquier Sagrario de nuestra localidad; y se hace presente en cada Sacrificio Eucarístico. Se ha quedado para que podamos “verle”; y sé que me dirás que es muy difícil porque pertenece al acto de fe. Pero para aquellos hombres les era todavía más increíble descubrir el rostro de Dios en la inocencia de ese Pequeño que sostenía María cerca de su corazón.

  Nuestro Padre no ha querido  que la evidencia divina nos forzara a creer; sino que entre claros y oscuros ha esperado que pongamos nuestra confianza en Él. Nada tan fácil, como para no requerir nuestro esfuerzo, ni tan difícil como para que rehusemos a intentarlo. Ahí está Dios; se quedó en los Sacramentos para iluminar la oscuridad que, a veces, dificulta el conocimiento. Ahí está Dios, ven con nosotros, tu Iglesia, a descubrirlo.

29 de diciembre de 2013

¡Aceptemos su voluntad!



Evangelio según San Mateo 2,13-15.19-23.



Después de la partida de los magos, el Angel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo".
José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto.
Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por medio del Profeta: Desde Egipto llamé a mi hijo.
Cuando murió Herodes, el Angel del Señor se apareció en sueños a José, que estaba en Egipto,
y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre, y regresa a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño".
José se levantó, tomó al niño y a su madre, y entró en la tierra de Israel.
Pero al saber que Arquelao reinaba en Judea, en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí y, advertido en sueños, se retiró a la región de Galilea,
donde se estableció en una ciudad llamada Nazaret. Así se cumplió lo que había sido anunciado por los profetas: Será llamado Nazareno.


COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de Mateo, casi una repetición del que escuchamos ayer. Pero me gustaría que nos paráramos a meditar dos puntos que creo que pueden ser muy importantes para nuestra vida ordinaria, que como sabéis, estamos llamados a convertir en extraordinaria a través de hacer grandes las pequeñas cosas; porque se hacen por amor a Dios.

  San José nos demuestra, con su fe y su sumisión a la voluntad divina, la manera de actuar que debemos manifestar todos los que somos, a través del Bautismo, y nos consideramos, porque queremos vivir con coherencia nuestra fe, hijos de Dios. El pasaje relata unas circunstancias que son, aunque nos parezca mentira, habituales para todos los hombres: porque a nadie le salen las cosas como en realidad había planeado que le salieran. Y la Sagrada Familia nos enseña, ante ello, que hemos de saber ver en cada momento y en cada lugar, y hasta en cada problema, la mano del Señor. Que nada pasa porque sí, sino que como decía un personaje de la película de “Encontrarás dragones”, todo lo que sucede en la vida es como ese hilo que forma parte de un tapiz. Si lo ves por detrás, no tiene sentido, es nudoso y no llama la atención. Pero si lo ves por la cara adecuada, una vez finalizado, comprendes que aquel filamento de un color y textura determinado que parecía no tener un valor importante, es el adecuado para conseguir que todo el bordado adquiera su sublime belleza. Todo en esta vida, todo, hasta lo más duro y complicado, tiene un profundo significado en la labor de nuestra santificación y en la de nuestros hermanos. Por eso no podemos rendirnos cuando nos fallan las fuerzas, sino que hemos de asirnos a la confianza divina y obedecer, por amor y convicción, a los deseos divinos.

  Vemos también como José, cumpliendo los planes del Señor, se entera de que Arquelao, cruel como Herodes, gobierna Judea. Y ante el miedo de que le hagan daño al Niño, toma la iniciativa y se dirige a la región de Galilea. El Evangelio quiere demostrarnos que nuestro Dios no quiere autómatas que no piensen, sino que después de pensar, razonen y cuenten con Él. San Josemaría repetía siempre una frase que creo que va muy bien al tema que nos ocupa: él decía que los hombres hemos de poner todos  los medios humanos como si no existieran los divinos: nuestras deliberaciones, voluntad, esfuerzo, esperanza, confianza…y después poner todos los medios divinos: oración, fe, súplica, sumisión, aceptación, Sacramentos…cómo si no existieran los humanos. Dios nos ha hecho libres para caminar, apoyándonos siempre en la seguridad de que todo lo que suceda, sea lo que sea, será lo que más conviene al amor de Dios.

  También Mateo desea que detrás de esa contrariedad que sufren José, María y el Niño, sepamos ver con su huída a Egipto y su posterior regreso, el cumplimiento del oráculo del profeta Jeremías que anunció que, detrás de la desgracia del destierro –como vivieron los cautivos de Efraím y Manasés, tras la destrucción de Jerusalén en el 587 a.C., y que esperaban en los campos de concentración de Ramá- se esconde un nuevo favor de Dios, que restaurará al pueblo y hará con él una Nueva Alianza, interior y definitiva: la Alianza eterna en Cristo Jesús.

28 de diciembre de 2013

¡Sigue el Nuevo Testamento!



La explicación que se ha seguido más tiempo es la de san Agustín: el Obispo de Hipona, según el orden canónico, afirmaba que Mateo fue el primero en componer; le siguió Marcos, abreviándolo y finalmente Lucas, con los otros dos evangelios delante, compuso  el suyo para Teófilo. Otros autores, siguiendo a Clemente de Alejandría, que afirmaba que los primeros evangelios que se compusieron fueron los que contienen las genealogías, supone que después de Mateo, que escribió el evangelio para los judeo-cristianos, Lucas lo adoptó para los cristianos procedentes de la gentilidad, y finalmente Marcos hizo un compendio de los dos. Sin embargo, la hipótesis más común entre los modernos estudiosos sostiene que Marcos fue el primer evangelio en escribirse; Mateo y Lucas, sin conocerse entre sí, pero teniendo delante a Marcos, escribieron después   -pero de manera independiente-  sus evangelios. Los dos, además de fuentes propias, tienen como fuentes comunes el escrito de Marcos y un supuesto documento  -desconocido por Marcos-  que contenía enseñanzas del Señor y que la investigación ha denominado “fuente Q”.

   Esta hipótesis explica satisfactoriamente el estado actual de los evangelios: las semejanzas en las palabras, por disponer de las mismas fuentes; y las semejanzas en el orden, que se dan cuando siguen la narración de Marcos y casi nunca a la hora de componer las palabras del Señor, que provienen del documento Q. Sin embargo la hipótesis tiene una gran dificultad, ya que hace suponer la existencia de un documento del que no nos ha quedado ningún resto ni referencia en la antigüedad cristiana. Algunos han aventurado que el Evangelio de Mateo, en la lengua de los hebreos, del que habla Papías, y del que sólo nos ha quedado esta mención, sería en realidad este documento Q que más tarde, traducido al griego, y confrontado con el Evangelio de Marcos, dio lugar al Evangelio de Mateo canónico. En realidad, como todo son hipótesis imaginativas, no hay una solución sobre la cuestión sinóptica que sea aceptada por todos.

   En los primeros siglos, los escritores cristianos defendieron la historicidad de los evangelios en dos campos: ante las insidias de los enemigos del cristianismo, que rechazaban los milagros, y donde dichos escritores apelaron a la verdad que manifestaban los textos. Y ante las pequeñas divergencias de los textos, buscaron las concordancias sin limitarse a afirmar que la doctrina que se enseñaba en los evangelios era verdadera, sino que se esforzaron en poder garantizar y defender la historicidad de los acontecimientos que se narraban en estos libros. Y ese convencimiento de la posesión de la verdad histórica de esos relatos duró entre los cristianos dieciocho siglos; hasta la aparición del Iluminismo y la Ilustración, que propuso en círculos protestantes, una nueva explicación que negaba todo lo sobrenatural que se encontraba presente en los evangelios.

   Más que verdadera historia  dijeron algunos autores, con un afán decididamente anticristiano y sin ninguna prueba real que sustentara sus conjeturas, que la obra contendría el ropaje con que los Apóstoles vistieron a Jesús: un ropaje mítico, propio de aquella época antigua pre-científica, con el que querían exaltar la figura de Jesús. A mí, personalmente, esta hipótesis siempre me ha llamado la atención; ya que cobraría sentido si la manifestación de Jesucristo hubiera granjeado a sus Apóstoles y discípulos una holgada situación económica, o un puesto de poder en el gobierno del Estado. Pero, evidentemente, eso no sólo no fue así, sino que fue totalmente al contrario: les costó la honra, perdieron sus bienes y, algunos, terminaron sus días  -ellos y su familia-  en un doloroso martirio.

   Pero es cierto que de esas teorías anticlericales y anticristianas, surgieron “vidas de Jesús” del siglo XIX que lo presentaron como un Mesías fracasado, un soñador, o en el mejor de los casos, como un maestro de religión y moral. En la mitad del siglo XX, otros autores que seguían la misma línea, propusieron disociar al Jesús de la historia, al que según ellos no se podía llegar, del Cristo de la fe, predicado por los Apóstoles. Pero ese planteamiento no tiene que ver nada con la verdadera predicación apostólica que remite ineludiblemente al Jesús terreno. El Cristo predicado, que vieron resucitado, es el mismo Jesús que vivió y murió en Palestina; y aunque la confesión de que Jesús es el Mesías, sólo puede hacerse desde la fe  -lo mismo le ocurría a algunos de sus contemporáneos, que justificaban los milagros y ante la evidencia de la resurrección de Lázaro, conjeturaron que se trataba de un estado cataléptico-  hoy, científicamente, no puede negarse la singularidad de su Persona y de su actuación, realmente única, fascinante y misteriosa a la vez que los evangelios reflejan con historicidad, autenticidad y honestidad. En su conjunto, la investigación ha concluido genéricamente que, comprender el carácter con el que están escritos los evangelios, implica tres referencias:

1.     La conexión entre la historia preparatoria, esto es, el Antiguo Testamento portador de promesas abiertas, y el cumplimiento en Jesús de Nazaret de aquellas profecías antiguas.
2.     La fundamentación del Evangelio oral o escrito, en la existencia humana de Jesús, esto es en su condición histórica  -ratificada por historiadores judíos y romanos de la época, como por ejemplo, Flavio Josefo-  en lo que realmente sucedió.
3.     La actualidad del Evangelio, por la cual la presencia de Cristo resucitado y glorioso ofrece la gracia de la salvación a cuantos acogen la proclamación del Evangelio. Historia, fe y teología, no son objeto de estudios independientes porque son las líneas maestras de la comprensión del Evangelio, de su valor histórico, religioso y teológico. Cosa lógica, si lo pensamos, ya que cuando hablamos de Jesús de Nazaret, hablamos del Verbo encarnado, el Hijo de Dios, perfecto Dios y  perfecto hombre, datado en el tiempo y las circunstancias y a la vez intemporal y eterno.

   El cuarto evangelista  -que no se encuentra entre los sinópticos-  nos presenta la caracterización salvífica y teológica de Jesús, como Hijo eterno de Dios, mostrando que pese a todo lo escrito la imagen que se nos transmite siempre será incompleta, expresándolo de manera sencilla con estas palabras: “Muchos otros signos hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido descritos en este libro. Sin embargo éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su Nombre”.

   Los escritos cristianos de finales del siglo I citan ya frases o pasajes presentes en los evangelios, aunque sin referirse a quienes lo escribieron; sin embargo en los escritores del siglo II  -Ireneo, Tertuliano, Clemente de Alejandría, etc-  ya es común la afirmación de que los evangelios son cuatro, y sólo cuatro. Así se expresa el testimonio más antiguo, el de san Ireneo: “Puesto que existen cuatro regiones en el mundo en que vivimos y cuatro vientos cardinales; puesto que, por otra parte, la Iglesia se encuentra diseminada por toda la tierra y que la columna y el fundamento de la Iglesia es el Evangelio y el Espíritu de Vida, es normal que esta Iglesia  posea cuatro columnas que emitan por todas partes hálitos de incorruptibilidad  o vivifiquen a todos los hombres. Por donde aparece que el Verbo artesano del Universo, que está sentado sobre los querubines y que todo lo mantiene, una vez manifestado a los hombres, nos ha dado el Evangelio cuadriforme, Evangelio que está mantenido, no obstante, por un solo Espíritu”.

   De esta manera se indica cómo la Iglesia primitiva tenía esta colección de los cuatro evangelios como normativa y cómo estos textos adquirieron para aquellos cristianos características semejantes a las Escrituras Sagradas de Israel; leyéndolas en las celebraciones eucarísticas de los primeros cristianos como nos recordaba san Justino, al nombrar los Evangelios como la Memoria de los Apóstoles. En este contexto eucarístico, los evangelios no son meras narraciones de la vida del Señor, sino que son memoria y presencia de su Persona en su Iglesia; e idéntico proceder ha seguido la Iglesia que, en la Eucaristía y en la Escritura, tiene los tesoros recibidos de Cristo para entregarlo a sus fieles. Por eso los Evangelios en la Iglesia no son documentos del pasado, sino que son actuales porque lo que fue entonces, es ahora.


¡Confesemos a Cristo!



Evangelio según San Mateo 2,13-18.



Después de la partida de los magos, el Angel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo".
José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto.
Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por medio del Profeta: Desde Egipto llamé a mi hijo.
Al verse engañado por los magos, Herodes se enfureció y mandó matar, en Belén y sus alrededores, a todos los niños menores de dos años, de acuerdo con la fecha que los magos le habían indicado.
Así se cumplió lo que había sido anunciado por el profeta Jeremías:
En Ramá se oyó una voz, hubo lágrimas y gemidos: es Raquel, que llora a sus hijos y no quiere que la consuelen, porque ya no existen.


COMENTARIO:

  En este Evangelio de Mateo, se nos relata uno de los misterios de la vida de Jesús, que sólo se ilumina a la luz de la Sagrada Escritura. Porque la huida de la Sagrada Familia a Egipto, guarda un profundo paralelismo con la historia de Jacob, cuando Dios lo envió a este país, con todo lo que tenía, obligado por el hambre que se cernía sobre la tierra de Canaán. El Señor preparó el camino, mediante unos acontecimientos dolorosos y una serie de pruebas, para que de su fe y su confianza, surgiera un gran pueblo. Posteriormente, y pasados los años, llamará a Israel para que retome el camino de vuelta y entregarle la tierra prometida. El evangelista, desea mostrarnos que Jesús es el Nuevo Israel y que con Él comienza el camino del Nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia.

  Lo mismo ocurre con la similitud entre Cristo y Moisés, donde éste último fue providencialmente salvado de la muerte, cuando era niño, para ser instrumento en la formación del pueblo elegido por Dios. Jesucristo, como nuevo y definitivo Moisés, será salvado  de los soldados de Herodes para, llegado el momento, entregar su vida como sacrificio expiatorio de la Nueva Alianza de Dios con los hombres: el mismo Dios entre los hombres, como Hombre. Por eso es tan importante para cada uno de nosotros conocer nuestra historia, nuestro pasado; ya que sólo así seremos capaces de apreciar que en Cristo se cumplen todas las profecías anunciadas, se iluminan todas las imágenes veladas y se revelan todas las promesas esperadas.

  Pero quiero que ahora, durante unos minutos, pongamos nuestra atención sobre el personaje de José: duerme tranquilo, tras esos momentos tan tensos que ha vivido al no encontrar un alojamiento digno para su esposa María y su hijo, Jesús. Ese Hijo que sabe, perfectamente porque  así se lo ha dicho el ángel, que es el Hijo de Dios. Duerme feliz, porque ha sabido hacer suya la voluntad divina y aceptar que, aunque muchas veces no la entendemos, estamos para cumplir los planes divinos. Duerme, tras haber cuidado de su familia en aquel pobre pesebre de Belén. Pero su sueño se ve interrumpido por el mensaje que le transmite el enviado celestial: y esta vez no son palabras tranquilizadoras que le llenan de alegría, sino otras que le sobresaltan al ponerle en antecedentes de un hecho terrible que va a acontecer, como presagio de la actitud que tendrán los hombres que conviven con el mal, ante el Mesías. Le insta a huir, a poner a salvo al Niño, abandonando la pobre seguridad de la cueva para emprender un peligroso viaje por los caminos de Galilea, hasta alcanzar la tierra de Egipto. Le pide, por amor a Jesús, que comience una vida lejos de Israel, como un inmigrante que no tiene nada, y al que le pide que lo abandone todo. El Patriarca abre sus ojos y no vacila, por eso lo escogió el Altísimo, porque siempre pone su vida al servicio de Dios. Ese es el ejemplo que debe guiar nuestra vocación, a la que el mismo Creador nos llamó: a servir a Dios y a los demás, por amor a Dios.

  Este episodio de los inocentes refleja también la brutalidad de Herodes, a la que tan acostumbrados tenía a su pueblo por su larga lista de crueldades. La muerte de esos niños, que Dios permitió porque jamás se entromete en la libertad humana,  es aprovechada como camino y cumplimiento de los designios divinos en la formación de este nuevo pueblo, a través de Jesús. Todos esos niños murieron, sin saberlo, por el ansia de poder de un ser malvado; pero también alcanzaron la palma de la victoria, porque con su muerte proclamaron la gloria del Señor. Por ello la Iglesia ha venerado a esos niños inocentes, como mártires de Cristo. Ellos, que todavía no hablaban, confesaron a Jesús con su sangre derramada, invitándonos a todos nosotros, a testimoniar con nuestra vida la fe que confesamos.