Evangelio según San
Mateo 13,54-58.
Al llegar a su pueblo, se puso a enseñar a la gente en
la sinagoga, de tal manera que todos estaban maravillados. "¿De dónde le
viene, decían, esta sabiduría y ese poder de hacer milagros?
¿No es este el hijo del carpintero? ¿Su madre no es la que llaman María? ¿Y no son hermanos suyos, Santiago, José, Simón y Judas?
¿Y acaso no viven entre nosotros todas sus hermanas? ¿De dónde le vendrá todo esto?".
Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo. Entonces les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo y en su familia".
Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la falta de fe de esa gente.
¿No es este el hijo del carpintero? ¿Su madre no es la que llaman María? ¿Y no son hermanos suyos, Santiago, José, Simón y Judas?
¿Y acaso no viven entre nosotros todas sus hermanas? ¿De dónde le vendrá todo esto?".
Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo. Entonces les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo y en su familia".
Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la falta de fe de esa gente.
COMENTARIO:
En este
Evangelio de san Mateo, observamos como el Señor se presentó ante sus vecinos
de Nazaret, a sabiendas de lo que se iba a encontrar. Conocía a lo que se
exponía, al enseñar ante todas aquellas gentes que, más que prestas a
escucharle, lo estaban a juzgarle; a no admitir –ni tan siquiera valorar- su
realidad divina, porque creían conocer su realidad humana. Y, sin embargo, nada
detuvo al Maestro. Había aceptado y asumido la voluntad del Padre como propia,
a pesar de todas las consecuencias; y estaba dispuesto a comunicar la salvación,
a todas las ovejas dispersas de la casa de Israel.
El problema era,
que la Redención conseguida por Cristo se escondía en la aceptación de su
Persona. Y Él había adquirido el compromiso de propagarlo sin miedo a las
críticas, sin vergüenzas y con valor, aunque sabía que el corazón de sus
oyentes estaba cerrado de antemano. Le dolía que en un futuro no muy lejano,
cuando todos ellos tuvieran que presentarse delante del Sumo Hacedor para
rendir cuantas de sus actos y sus decisiones, el motivo de su incredulidad
fuera culpa de su obcecación, su orgullo y su ignorancia voluntaria ante el
hecho de no haber querido conocer el carácter sobrenatural de su misión.
Jesús, como
debemos hacer todos, es el ejemplo perfecto de lo que debe ser un cristiano; y
por eso nos anima a no desfallecer ante la incomprensión, la burla y la
dificultad que, sin duda, acompañaran nuestro apostolado. Pensar, cuando esto
suceda, que si a Él –que era el Hijo de Dios- lo trataron así, que no harán con
nosotros que estamos repletos de imperfecciones, limitaciones y tropiezos. Pero
Cristo nos anima con su fuerza, y nos descubre qué –a pesar de todo- tenía que
dar testimonio de Quién era, allí donde le habían visto crecer. Y, de paso,
demostrar al mundo que no siempre lo que parece una certeza a nuestros
sentidos, es la Verdad.
Así, una vez
más, el texto nos descubre cómo funcionaban, y funcionan, los milagros: ya que
eran la certificación, a los ojos de los hombres que escuchaban, de la
autenticidad de la Palabra. Pero jamás fueron el medio –por expreso deseo de
Dios- para motivar la fe de sus oyentes. Muy al contrario, era esa fe que había
arralado en el corazón de las personas, la que permitía que Jesús trascendiera
los hechos, las circunstancias y los momentos, para manifestar su verdadero
poder: el poder de Dios. Era creer, lo que abría las puertas de lo
sobrenatural; pero jamás la evidencia de lo sobrenatural, sería utilizada por
Dios para forzar nuestra voluntad. El Señor quiere que, a ti y a mí, sólo nos
mueva el amor.
Todos aquellos
que habían conocido al Señor y habían compartido su vida, no podían estar
cerrados a ese plus de realidad que, sin embargo, les hacía decir: “todo lo hizo
bien”. Pero Jesús utilizó sus carencias, para enseñarnos la importancia vital
de reconocer al Maestro en nuestro día a día, Porque Cristo nos quiere fieles
en lo poco, en la cotidianidad, en las circunstancias difíciles del trabajo, la
familia y la enfermedad. No es gratuito que el Hijo de Dios viviera una vida
como la nuestra, durante treinta años; más bien quiso enseñarnos, con su
ejemplo, que la santidad consiste en cumplir fielmente la voluntad del Padre en
el lugar donde se nos ha colocado. Porque si estamos ahí, y no allí, es que
aquí se nos necesita. Tal vez sin hacer cosas grandes, sin ser recordados y
agasajados jamás por aquellos hechos que han marcado épocas y han dado material
a la historia; sino por la fidelidad en las cosas pequeñas, humildes y calladas.
Yo recuerdo siempre aquellas palabras que repetía un gran santo, cuando
recordaba que las batallas las ganan los soldados cansados que no ceden y que
luchan hasta el final. Y ellos nunca se llevan la gloria; porque son los héroes
anónimos. Pues bien, eso nos pide Nuestro Señor, ese buen hacer que no cae
nunca en la rutina, porque aunque siempre parezca lo mismo cada día es
distinto, cuando lo vivimos para Dios.
A Jesús no le conocían
sus vecinos por otra cosa, que por ser el “hijo del carpintero” (en otros
lugares, se traduce como artesano). Seguramente la familia de Nazaret eran
dueños de un pequeñísimo y humilde negocio, donde con sus manos elevaban el trabajo, convirtiéndolo en algo
divino: porque le imprimían el amor y la entrega. Porque cualquier cosa se la
dedicaban al Padre y así, sin hacer ruido, nos enseñaron a cada uno de nosotros
cómo debe ser nuestro transcurrir por esta tierra. Aceptando el lugar que nos
corresponde e inundándolo de un verdadero sentido cristiano. Para unos será la
labor sencilla, callada y tenaz; para otros la pública y representativa. Pero
todos unidos en una misma finalidad: acercarnos al Señor, ayudar a que se
acerquen nuestros hermanos y con nuestra tarea, luchar por hacer un mundo
mejor. No te olvides nunca que, como nos demuestra el propio Cristo, no hay
trabajo humilde, si se hace por amor a Dios.