31 de mayo de 2013

¡Sólo Dios importa!



Evangelio según San Marcos 10,46-52.



Llegaron a Jericó. Al salir Jesús de allí con sus discípulos y con bastante más gente, un ciego que pedía limosna se encontraba a la orilla del camino. Se llamaba Bartimeo (hijo de Timeo).
Al enterarse de que era Jesús de Nazaret el que pasaba, empezó a gritar: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!»
Muchas personas trataban de hacerlo callar. Pero él gritaba con más fuerza: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!»
Jesús se detuvo y dijo: «Llámenlo.» Llamaron, pues, al ciego diciéndole: «Vamos, levántate, que te está llamando.»
Y él, arrojando su manto, se puso en pie de un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?» El ciego respondió: «Maestro, que vea.»
Entonces Jesús le dijo: «Puedes irte, tu fe te ha salvado.» Y al instante pudo ver y siguió a Jesús por el camino.

COMENTARIO:

San Marcos relata, en su Evangelio, un milagro de Jesús hacia un ciego de nacimiento llamado Bartimeo. Reclama nuestra atención los numerosos detalles con que el evangelista informa sobre la condición del mendigo; ya que, sobre todo, hace hincapié en que era conocido, no sólo por su nombre, sino por la familia a la que pertenecía. Esta descripción no es gratuita, como no lo es nada en la Escritura, sino que sirve para certificar que aquél al que se le hizo el milagro, no era un ciego corriente, desconocido, sino una persona de la que se conocía su trayectoria en Jericó y ante quien se podía verificar su antes y su después.


Leer con detenimiento este episodio nos permite observar la actitud de Bartimeo ante Jesús, que oscila desde la fuerza y la insistencia de una petición, la despreocupación por sus cosas ante la llamada del Maestro, hasta la fe y la sencillez de su diálogo con el Señor. Cuando el mendigo oye pasar a Jesús con sus discípulos y sabe que se trata del Rabbí de Galilea, denota, en su actitud, que ha oído hablar de Él; que sabe que es capaz de devolver la vista a un ciego. Esta es la confirmación del miedo que tenían los fariseos, al observar como se conocía al Señor en todos los puntos de Judea, por los milagros que manifestaban su divinidad. Y Bartimeo se pone a gritar, buscando la atención del Maestro. Todos le reprenden para que se calle, pero él ante la seguridad, ante la fe de que Aquel al que clama para que lo sane, es el Hijo de Dios que todo lo puede, hace caso omiso de las palabras de los que le rodean; a las objeciones de los prudentes que le recomiendan guardar silencio; a las insinuaciones de los temerosos que optan por acallar las manifestaciones que surgen del corazón; y con todas sus fuerzas lanza a Cristo la frase que nuestro Dios no puede dejar de escuchar, cuando nace de una petición confiada: “Ten compasión de mí”.


El camino hacia la fe del ciego, puede ser el nuestro si somos capaces de repetir en nuestra vida sus acciones. Primero su oración, su clamor ante el Señor que reviste todos los matices y todas las invocaciones con las que podemos llamarlo: le dice “Rabboni”, reconociéndolo como su Maestro, del que todo lo debe aprender; lo nombra como el “Hijo de David” es decir, considerándolo Mesías, el Rey misericordioso prometido por el Antiguo Testamento, que es Dios; y, sobre todo, le llama “Jesús”, el nombre que todo lo contiene, porque es el que recibe en su Encarnación.


Pero la fe de Bartimeo no se manifiesta sólo en la petición, sino en las obras que nos demuestran que ante la palabra de Jesucristo, es capaz de abandonarlo todo, hasta lo poco que tiene: su manto, para seguirle. Tan seguro está de que el Señor no va a negarle su petición. Y es ahí donde se obra el milagro, porque el propio Señor le recuerda, como ha hecho en innumerables ocasiones, que el acto de fe que ha precedido al milagro ha sido la causa que ha movido al Hijo de Dios a realizarlo. Creer ha sido el origen que ha dado la luz a los ojos del ciego. Y esa Luz es la que permitirá a Bartimeo ver la realidad de otra manera, a través de la Verdad, cambiando sus prioridades. Ahora lo que más le interesa, porque lo ha visto claro, es seguir a Jesús por los caminos de la tierra; ya que no quiere separarse de Él. Ojala a nosotros, ese resplandor de la Gracia que nos ganó Jesús con su sacrificio, nos permita observar que nada hay tan importante como ser compañeros de viaje, en toda nuestra vida, de Cristo, Nuestro Señor.

30 de mayo de 2013

¡Estamos dispuestos!

Evangelio según San Marcos 10,32-45.

Continuaron el camino subiendo a Jerusalén, y Jesús marchaba delante de ellos. Los discípulos estaban desconcertados, y los demás que lo seguían tenían miedo. Otra vez Jesús reunió a los Doce para decirles lo que le iba a pasar:
«Estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del Hombre va a ser entregado a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la Ley: lo condenarán a muerte y lo entregarán a los extranjeros,
que se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán. Pero tres días después resucitará.»
Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: «Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir.»
El les dijo: «¿Qué quieren de mí?»
Respondieron: «Concédenos que nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda cuando estés en tu gloria.»
Jesús les dijo: «Ustedes no saben lo que piden. ¿Pueden beber la copa que yo estoy bebiendo o ser bautizados como yo soy bautizado?»
Ellos contestaron: «Sí, podemos.» Jesús les dijo: «Pues bien, la copa que voy a beber yo, la beberán también ustedes, y serán bautizados con el mismo bautismo que voy a recibir yo;
pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde a mí el concederlo; eso ha sido preparado para otros.»
Cuando los otros diez oyeron esto, se enojaron con Santiago y Juan.
Jesús los llamó y les dijo: «Como ustedes saben, los que se consideran jefes de las naciones actúan como dictadores, y los que ocupan cargos abusan de su autoridad.
Pero no será así entre ustedes. Por el contrario, el que quiera ser el más importante entre ustedes, debe hacerse el servidor de todos,
y el que quiera ser el primero, se hará esclavo de todos.
Sepan que el Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate por una muchedumbre.»



COMENTARIO:


  En este Evangelio de Marcos, observamos en primer lugar una actitud de Jesús que es y será  el distintivo de la doctrina cristiana. Nosotros no seguimos una filosofía de vida; ni unas normas adecuadas de convivencia. Nosotros caminamos detrás de una Persona, humana y divina, que siempre va delante abriendo camino y certificando con su vida y su muerte, la veracidad de sus palabras. Porque Jesús nos ha enseñado, con su ejemplo, todos los pasos que debemos seguir en el camino de nuestra salvación; salvación que Él nos ha conseguido, al entregarse por nosotros libremente al sacrifico de la cruz.


  Por eso ser cristiano no es ser sólo discípulo de Cristo, sino estar dispuesto, a través del Bautismo, a unirnos a ese Cristo formando parte de su destino: transmitir el Evangelio; ser testimonios de la Verdad sin claudicar ni edulcorar un mensaje que al mundo le cuesta aceptar; y estar en condiciones de resistir, con la fuerza de la Gracia, las tribulaciones que, por seguir al Señor, tendremos que soportar. Jesús marcha decidido con sus discípulos hacia Jerusalén; sabe lo que le va a ocurrir allí, porque Él ha aceptado que así fuera, dando un sentido redentor a su muerte. Pero es consciente de los momentos de miedo y dolor que tendrán que sobrellevar sus discípulos; por eso, antes de llegar, habla con ellos a parte para que no se escandalicen y sean capaces de enfrentarse al sufrimiento con el que se van a encontrar en la ciudad santa.


  Cuantas veces el Señor, desde el Evangelio, nos preguntará también a nosotros si vamos a ser capaces de seguir sus pasos por los caminos de la tierra: de beber su cáliz. Para algunos, como fue para los Zebedeos, será compartir el martirio de Nuestro Señor. Para otros será soportar la burla y el escarnio de los que caminan a nuestro lado. Y para muchos, ver como se cercenan, sin poderlo remediar, los derechos y libertades que, como personas humanas, tenemos a dar y recibir la religión católica. Y son esos momentos donde cada uno de nosotros, como aquellos primeros que formaron la Iglesia primitiva,  hemos de responder con la fuerza de la fe, que si Él sigue a nuestro lado, seremos capaces de continuar la tarea como Iglesia de Cristo, para transmitir la salvación a nuestros hermanos.


  Tras la pregunta de Santiago y Juan y el desconcierto del resto de los Apóstoles, queda al descubierto esa debilidad propia del hombre donde surge una naturaleza herida por el pecado cuya finalidad es sobresalir, despuntar, dando rienda suelta al orgullo de disponer de una posición mejor que la de los demás. Y, como siempre, el Señor aprovecha esta circunstancia, primero para aclararles que su Reino es para los humildes que han sabido ser felices en el servicio a los demás. Que un lugar destacado sólo debe ser motivo para mejorar la vida, el trabajo y la esperanza de nuestros hermanos. Que Él vino a servir a todos con su vida, pero sobre todo con su entrega generosa en su muerte de cruz. Por eso, es el servicio, hasta sus últimas consecuencias, lo que deberá caracterizar a todos aquellos que quieran seguir los pasos de su Maestro. La historia de la Iglesia ha dado grandes ejemplos de esos testimonios entre religiosas, religiosos, sacerdotes y laicos que han dado su vida en el cuidado de enfermos contagiosos; que por transmitir la verdad de la fe en países de misión, han sido torturados y asesinados, o, simplemente, aquellas madres que han retrasado las quimioterapias ante una terrible enfermedad, a la espera del nacimiento de sus hijos. Nuestra trayectoria, como cristianos, está plagada de modelos que pueden y deben servirnos en el camino de nuestra salvación; porque esos actos heroicos han sido realizados por hombres y mujeres, como nosotros, que han vivido con la fuerza de la Gracia, la coherencia de su fe.


  A continuación, Jesús les asegura que estar a su lado en el Reino sólo será concedido a aquellos que al ser juzgados por la Luz de Dios, consigan reflejar el amor divino en sus corazones. Nadie, sólo Dios, conoce el interior del hombre donde, en realidad, se responde a la pregunta que Jesús nos hará en algún momento de nuestra vida: ¿estás dispuesto a beber el cáliz que yo he de beber? Esperemos, por nuestro bien, que podamos gritarle con la fuerza del amor incondicional que debe surgir de nuestra identidad como cristianos: ¡Estamos dispuestos!

 


29 de mayo de 2013

¡la Biblia sigue!



CRÓNICAS:

Los libros de Crónicas recogen la historia del pueblo de Israel, desde Adán hasta la cautividad en Babilonia. Su contenido se centra en los episodios relacionados con la edificación del Templo de Jerusalén, y la organización del culto que se ofrecía allí.

Pasaremos a enumerar las siguientes partes:

I-                Genealogías anteriores a la monarquía (ICro1,1-9,44) se resume la historia de la humanidad desde Adán hasta Saúl, mediante genealogías.
II-           El reinado de David (ICro10,1-29,30) Comienza con la muerte de Saúl. Se centra en la figura de David y se detiene en los preparativos para la construcción del Templo.
III-       Reinado de Salomón (2Cro1,1-9,31) Se le describe lleno de sabiduría y riqueza y se narra la edificación del Templo.
IV-          Los Reyes de Judá (2Cro10,1-35,27) Sin detenerse en los reinos del Norte, pasa revista a los reyes de Judá.
V-              Final del Reino de Judá (2Cro36,1-1-23) Da noticia del final del Reino, del Edicto de Ciro y de la restauración del Templo.

   1 y 2 Crónicas recogen datos de otros escritores más antiguos y los complementa con tradiciones orales. Sus fuentes fueron escritos sagrados, apoyados en datos de Génesis, Éxodo, Números…etc. También recopiló información de fuentes oficiales, como el Libro de los Reyes de Israel y Judá o el libro de los Reyes de Israel, entre otros; así como de todas aquellas fuentes escritas, sobre todo de personajes y profetas conocidos, que se acompañaban de las tradiciones orales que recopilaban recuerdos conservados en Judá, y transmitidos por los repatriados que regresaban del destierro. Con todos estos materiales, el autor quiso redactar en Jerusalén, una historia   orientada a transmitir una enseñanza religiosa acomodada a la época de sus lectores inmediatos; sobresaliendo la figura de David, que desempeña en estos libros un papel análogo a Moisés en el Pentateuco. Podemos hablar de una sacralización de la historia donde se presenta al Rey David como el prototipo ideal de monarca que ha convertido Jerusalén en una ciudad santa a la vez que ha dado a Israel todas sus instituciones cultuales, en plena coherencia con la Ley.

   La fidelidad a la Ley no es algo opresivo, sino que llena el corazón de gozo interior y profundo, y además, es fuente de esperanza; porque las instituciones políticas podrán desaparecer, pero las religiosas permanecerán siempre. En la redacción de estos libros se insiste, una y otra vez, en la presencia de Dios en medio de su Pueblo y en la ciudad Santa, porque Dios siempre está con los suyos, sobre todo en los momentos difíciles, como por ejemplo en el asedio que sufrió Jerusalén durante el reinado de Ezequías.

   Otro aspecto es la retribución personal: Dios premia siempre al que obra bien y castiga al que obra mal; recordando que el destierro es una fase histórica a la que sucederá una nueva etapa, donde el pueblo gozará de la misma protección que tuvo durante el reinado de David. Es decir, que la enseñanza del cronista, aunque no es perfecta, está cargada de esperanza.

   En 1 y 2 Crónicas se prepara la Revelación del Nuevo Testamento, según la cual Dios se ha hecho verdaderamente presente en medio de su pueblo y de toda la humanidad, mediante la encarnación de su Hijo Jesucristo. Jesús es así el nuevo David, que ofrece en sí mismo el verdadero lugar del encuentro con Dios, no sólo a los judíos, sino a todos los hombres.


ESDRAS Y NEHEMÍAS:  

Ambos libros están relacionados entre sí y tienen una gran semejanza de estilo con los libros de las Crónicas. Antiguamente se presentaban unidos, pero posteriormente los comentaristas cristianos los dividieron en dos, de acuerdo con su contenido. Estos libros se ocupan sólo de los episodios más sobresalientes que tuvieron lugar en la reconstrucción religiosa y civil de Judá, durante el tiempo en que ésta formó parte del imperio persa.

Se distinguen tres partes:
I-                Reconstrucción  del Templo (Esd.1,1-6,22)
II-           Misión de Esdras: instauración de la Ley (Esd.1,1-6,22)
III-       Misión de Nehemías: reconstrucción de la ciudad  (Ne1,1-13,31)

  De todos los datos que muestran los libros de Esdras y Nehemías se deduce, que el redactor del libro ha unido unas memorias ya existentes de Esdras y otras de Nehemías, escritas en primera persona, recogiendo a la vez datos de otras fuentes  -como la correspondencia en arameo con los reyes persas o las listas de los repatriados-  presentando los hechos con un orden que refleja más intereses doctrinales que cronológicos. En realidad, hoy se considera como lo más probable, desde el punto de vista histórico, que Nehemías realizase misiones en  Jerusalén entre los años 445 y 424 a. C. y que Esdras llegase allí en el 398 a. C.

   Nehemías habría restaurado la muralla de Jerusalén, organizado social y económicamente Judea, y fortalecido la identidad y unidad de los repatriados, mediante la renovación del pacto con Dios al estilo del Deuteronomio; urgiendo, a la celebración del Sábado y prohibiendo algunos matrimonios mixtos. Esdras, en cambio, habría llevado la Ley y la habría impuesto como Ley del Estado para todos los judíos. Nehemías y Esdras representarían dos momentos distintos y sucesivos en el desarrollo de la comunidad judía de Jerusalén y su relación con la diáspora, como etapa de la restauración de la vida social en Judá después del exilio; formando parte de un proyecto unitario de Dios  -aunque su realización tuviera lugar en diversos momentos-  durante el reinado de varios monarcas persas.

   El libro une, a través de unas genealogías, la población existente que llevó a cabo la restauración, con aquel pueblo que había vivido en el desierto y en esa tierra, mostrando que  el Israel de la época persa y griega es el mismo de antes, el Pueblo de Dios. La continuidad que  subrayan estos libros es un elemento fundamental de su enseñanza, ya que ofrecen un testimonio acerca del modo en que Dios conduce la historia de la salvación, avanzando y progresando al paso del tiempo, haciendo surgir respuestas nuevas a diversas situaciones, pero manteniendo fuertes lazos con la fidelidad de sus orígenes.  A partir de las reformas de Esdras y Nehemías, la pertenencia al pueblo no está unida a habitar en un territorio concreto o proceder de él, sino a tener una ascendencia determinada  -de ahí la importancia de las genealogías-  y a someterse a una ley.

   Estos libros a la luz del Nuevo Testamento, se interpretan sobre todo en sentido espiritual, buscando en la acción de Esdras  un anticipo de lo que Jesucristo realiza en su plenitud: así como Esdras instruyó en la Ley de Moisés al Pueblo de Dios, Jesús enseñó esa ley llevándola a la perfección. Por eso, Esdras y Nehemías sólo deben ser vistos y leídos como una etapa preparatoria y transitoria hacia la Revelación del Nuevo Testamento, que da un fundamento de la situación religiosa y la  forma de pensar del pueblo judío  -centrada en la Ley-  en la época en la que vivió Cristo y surgió la Iglesia.


TOBÍAS:

 Aunque a la Iglesia le llegaron tres redacciones distintas del mismo libro de Tobías, reconoció como canónico el texto griego. Éste se divide en las siguientes partes:

·         I-Desgracia y oración de Tobit en Nínive y de Sara en Media  (1,1-3,17) Se habla de dos familias de judíos a los que ha golpeado la desgracia a pesar de su fidelidad a Dios. El Señor decide socorrerles enviándoles al arcángel Rafael.
·         Viaje de Tobías a Media acompañado del Arcángel Rafael (4,1-10,14) El Ángel acompaña a Tobías sin que éste le reconozca. Periplos del viaje y encuentro y matrimonio con Sara.
·         III-De nuevo en Nínive. Curación y últimos días  de Tobit (11,1-14,15)

   Tobías, aunque parece un libro histórico es más bien una “novela ejemplar” que puede encuadrarse en el género de “narrativa sapiencial”. Es una narración compuesta con el fin de exhortar a aquellos judíos a confiar en Dios, a alabarle, a practicar las obras de misericordia entre ellos y a mantener la identidad judía, tomando como esposas a mujeres de su misma raza. El autor sagrado quiere dejar constancia de cuál es la verdadera sabiduría de un judío piadoso en la diáspora y cómo ha de comportarse ante Dios, cara a la ley y en las relaciones familiares. La idea que domina en el libro es que Dios protege a los justos y les salva de las desgracias que puedan sobrevenirles, si recurren a Él con una oración sincera; ejerciendo su protección por medio de sus ángeles.

   También nos muestra que la forma de actuar de Dios no es, a primera vista, perceptible para el hombre; ya que incluso las desgracias, permitidas por el Señor, tienen una finalidad que no se descubre al momento, sino al final de la historia cuando la Providencia actúa en la vida de cada familia y de cada individuo. Dios conduce al hombre por el camino de la vida, y el hombre colabora con Dios en la medida en la que pone los medios a su alcance para llevar a cabo sus proyectos nobles. Al hombre no se le pide que entienda el sentido de sus desgracias, sino que recurra a Dios y se ponga en sus manos, sin caer en la desesperación.

   A la luz del Nuevo testamento, se ve el paralelismo entre la enseñanza del libro de Tobías y la de Jesucristo, aunque el Señor la complementa al recordarnos que Dios sabe todo lo que necesitamos antes de pedírselo; y sólo debemos ocuparnos en la búsqueda del Reino de Dios, que es lo verdaderamente importante. También el Nuevo Testamento confirma la acción de Dios a través de los ángeles, como emisarios de misiones determinadas.

JUDIT: 

Es uno de los llamados libros deuterocanónicos del Antiguo Testamento, porque sólo se conserva el texto griego. El libro es un canto a la esperanza en Dios, que no se olvida de su pueblo, y que interviene en su favor cuando es invocado con rectitud de intención. Su género literario tiene elementos comunes con el midrás y la apocalíptica.

Se divide en dos partes:

·         I-Desgracia y oración de Tobit en Nínive y de Sara en Media  (1,1-3,17) Se habla de dos familias de judíos a los que ha golpeado la desgracia a pesar de su fidelidad a Dios. El Señor decide socorrerles enviándoles al arcángel Rafael.
·         Viaje de Tobías a Media acompañado del Arcángel Rafael (4,1-10,14) El Ángel acompaña a Tobías sin que éste le reconozca. Periplos del viaje y encuentro y matrimonio con Sara.
·         III-De nuevo en Nínive. Curación y últimos días  de Tobit (11,1-14,15)

    Judith no es un libro histórico en el sentido que lo entendemos hoy en día, ya que su particular género literario está lleno de elementos simbólicos: la ciudad de Betulia, que resiste heroicamente, es símbolo de todo Israel; Judith  -que significa la judía-  personaliza al pueblo entero que se enfrenta sólo con su fe y su confianza en Dios a sus poderosos enemigos                         -simbolizados en Nabucodonosor y su lugarteniente Holofernes-. La redacción del libro de Judith habría que situarlo hacia la segunda mitad del siglo II a. C. en la persecución de Antíoco IV Epífanes y la revolución Macabea.

   La clave teológica del libro se encuentra en la oración de Judith: el que ha querido seducir a Israel llevándolo a la idolatría, es seducido y vencido; en cambio ,los que son cumplidores de sus compromisos con Dios pueden contar siempre  con la fidelidad del Señor como punto de apoyo. Judith simboliza la fe, mientras que Holofernes es prototipo de la fuerza, y de esta manera el libro invita a pensar, según la lógica de Dios, que elige la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes sin renunciar a la necesidad de nuestra colaboración.

   La tradición de la Iglesia tuvo a Judith como tipo de María, que venció a Satanás al recibir en su seno al Hijo de Dios. También el libro es un ejemplo de la providencia de Dios que no abandona a su pueblo, y observa en Judith un modelo de diversas virtudes como son: el coraje, la castidad, la oración confiada a Dios…es decir, un prototipo de las virtudes que deciden vivir los que se dedican a Dios.


ESTHER:  

Con este libro se cierra el grupo de tres libros, de amable lectura y llenos de sentido religioso, que siguen a los de Esdras y Nehemías. Este libro se lee en las sinagogas en Purim, que es una fiesta popular que los judíos celebran con banquetes e intercambio de regalos.

   Todo el argumento del libro se sintetiza en la narración del sueño de Mardoqueo, que figura al principio del libro, y que se explica al final de él. Narra la historia de cómo Dios escuchó las oraciones de su pueblo y lo salvó del grave peligro surgido por una persecución que sus enemigos habían suscitado contra él. Eso lo hizo Dios guiando suavemente los acontecimientos con su providencia ordinaria. El relato se estructura de la siguiente manera:

I-                Esther convertida en Reina (1,1-2,18)
II-           Mardoqueo y Amán se enfrentan (2,19-3,6)
III-       Decreto de exterminio de los judíos (3,7-15 a)
IV-          Los judíos claman a Dios (3,15b-4,17kk)
V-              Mardoqueo se impone sobre Amán (5,1-6,14)
VI-          Dios salva a su pueblo del exterminio (7,1-10,3 a)
VII-     Epílogo (10,33-3b)

   El libro ha tenido un largo y complejo proceso de composición, que ha dado algunas diferencias entre los manuscritos de este texto. El núcleo central del libro evoca alguna persecución sufrida por los judíos, que el autor sagrado supo convertir en una hermosa narración que sirviera para instruir al pueblo en la perpetua fidelidad de Dios, que nunca abandona a los suyos, dejando constancia de la importancia de la oración en la búsqueda de la ayuda divina, sin que se ahorre a los fieles el esfuerzo que les corresponde; mostrando así una fe vigorosa que no se arredra ante la adversidad. Es un libro que nos habla de esa Providencia que muchos advierten como casualidades; sin embargo, aquellos que contemplan los sucesos de cada día con fe y confianza en Dios, obtienen una visión más amplia que reclama, a su vez, un compromiso decidido para colaborar con la acción de Dios y trabajar por la justicia. La fe de Esther y Mardoqueo es una fe vigorosa que no se arredra ante los problemas; demostrando que la confianza en el Señor no es un refugio para una actitud cobarde, sino valentía para tomar decisiones comprometedoras al servicio de Dios.

   A la luz del Nuevo Testamento, Esther es también considerada como prototipo de la Virgen María. La dignidad real de la heroína hebrea, la grandeza de su alma y la eficacia de la mediación ante el rey, han sido los motivos de esta tipología que ve en las valientes mujeres del Antiguo Testamento, la imagen de María en su entrega a la Redención.




¡Una vida sin mentiras!

Evangelio según San Marcos 10,28-31.

Entonces Pedro le dijo: «Nosotros lo hemos dejado todo para seguirte.»
Y Jesús contestó: «En verdad les digo: Ninguno que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o campos por mi causa y por el Evangelio quedará sin recompensa.
Pues, aun con persecuciones, recibirá cien veces más en la presente vida en casas, hermanos, hermanas, hijos y campos, y en el mundo venidero la vida eterna.
Entonces muchos que ahora son primeros serán últimos, y los que son ahora últimos serán primeros.»



COMENTARIO:


  En este Evangelio de Marcos, continuación del que vimos ayer donde el joven rico fue incapaz de renunciar a sus bienes para seguir al Señor, Pedro le hace una pregunta velada a Jesús al manifestarle que ellos sí han sido capaces de abandonarlo todo por el Reino. El Maestro no le recrimina ese halo de interés humano que espera una recompensa a su sacrificio. Le conoce, sabe que el corazón de Simón es noble pero impetuoso y que sólo será capaz de responder con total generosidad, cuando el Paráclito lo ilumine y reciba la fuerza de la Gracia.


  Aún así, Jesús le recuerda al Apóstol que, ya en esta vida, todos aquellos que han aprendido que la puerta de la felicidad se abre hacia fuera, hacia los demás, recibirán una satisfacción personal inigualable al percibir que, en parte, han sido la causa de que sus hermanos puedan disfrutar de una vida en paz, provocada por la esperanza y la alegría de un futuro glorioso como hijos de Dios.


  Esa primera comunidad cristiana había aprendido bien que los hermanos son todos aquellos que nos necesitan: a los que podemos ayudar económicamente, sin avergonzarlos; los que requieren de nuestra presencia y cariño, porque les consume la soledad; los que precisan de nuestras palabras y ejemplos para acercarse a Cristo, que es la verdadera fuente de la Vida. Y esto, queridos, es la Iglesia. Jesús nos promete una familia que no tiene fronteras, ni razas, ni colores. Todos unidos en el Bautismo que nos iguala de una forma fraternal y nos exige alegrarnos y preocuparnos, siendo conscientes de que somos comunidad.


  Pero a la vez, y como siempre, el Señor nos advierte que esta riqueza se conseguirá con la sangre de los mártires; con el esfuerzo y la renuncia de todos. No ha habido, a través del tiempo y el espacio, sociedad más perseguida que haya conseguido perdurar inquebrantable, que la Iglesia de Cristo. Nuestra doctrina y nuestra fe es la misma que vivieron, hace veinte siglos, los primeros cristianos; y la única explicación es la que nos da el Señor al asegurarnos que nos encontramos ante una institución que, a pesar de estar formada por hombres con sus errores y debilidades, es un proyecto divino donde el Hijo de Dios ha querido quedarse para transmitir la salvación, a través de los Sacramentos, si nosotros queremos aceptarla.


  Iglesia que es semilla del Reino de Dios en la tierra, donde los cánones de importancia variarán y serán totalmente distintos cuando ya estemos en el cielo. Allí, nos dice el Señor, sólo seremos juzgados en el amor que hemos sido capaces de repartir. Nuestro valor no será el tener, sino el ser. El haber sido capaces de olvidarnos de nosotros mismos por la felicidad de los demás; el no vender nuestra alma por dinero, por un puesto de trabajo o una posición social, si no el haber estado dispuestos a morir por la Verdad de una vida sin mentiras.

28 de mayo de 2013

¡Decir que sí a Jesús!

Evangelio según San Marcos 10,17-27.



Jesús estaba a punto de partir, cuando un hombre corrió a su encuentro, se arrodilló delante de él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?»
Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios.
Ya conoces los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no digas cosas falsas de tu hermano, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre.»
El hombre le contestó: «Maestro, todo eso lo he practicado desde muy joven.»
Jesús fijó su mirada en él, le tomó cariño y le dijo: «Sólo te falta una cosa: vete, vende todo lo que tienes y reparte el dinero entre los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo. Después, ven y sígueme.»
Al oír esto se desanimó totalmente, pues era un hombre muy rico, y se fue triste.
Entonces Jesús paseó su mirada sobre sus discípulos y les dijo: «¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!»
Los discípulos se sorprendieron al oír estas palabras, pero Jesús insistió: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios!
Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de Dios.»
Ellos se asombraron todavía más y comentaban: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?»
Jesús los miró fijamente y les dijo: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible.»



COMENTARIO:



  Ante todo, este precioso Evangelio de Marcos nos habla de la actitud de un hombre que había sentido la llamada de Dios; de cómo ante la presencia de Jesús, se arrodilla, lo adora y le pide que lo inicie en una vida de verdadera intimidad divina. Está dispuesto a seguir al Maestro y por eso ha hecho, con todo su cuerpo, un testimonio público de sumisión; pero ahora el Señor le pide que someta también su alma para ser un fiel discípulo suyo. Es en este momento, cuando el pasaje expone tres ideas que son básicas y que están muy relacionadas entre sí: primero observaremos la llamada frustrada a ese joven que prefiere su fortuna al seguimiento de Jesús. Después, aprovechando el incidente, el Señor nos dará la doctrina sobre el peligro que encierran las riquezas, y finalizará con la recompensa prometida a quienes siguen a Cristo, dejándolo todo.


  Cuando el muchacho habla al Señor desde el sentimiento, está dispuesto a seguirle porque el cumplimiento de los mandamientos ha sido algo habitual en él. Como buen judío ha aprendido a seguir los preceptos con fidelidad; olvidando, tal vez, que en ellos entregamos lo que somos y lo que tenemos en beneficio de los demás. No robar, no matar, respetar la mujer de otro, no mentir, no perjudicar y honrar a la familia son mandamientos que descansan en el amor a nuestros hermanos anteponiendo, muchas veces, nuestro interés personal.


  Y es por ello que Jesús no le pide lo que siente, sino lo que es; le pide todo, le pide su voluntad, la renuncia de sí mismo para seguir al Maestro como pilar de la Iglesia naciente. Pero el joven es incapaz de corresponder a una llamada que le exige desprenderse de todo lo que tiene, porque todo lo que tiene es lo que le proporciona su seguridad. Y es esa conducta del joven rico la que da ocasión al Señor para volver a exponer la doctrina sobre el uso de los bienes materiales. Jamás nos dirá Jesús que tener algo sea malo, sino que lo malo es no ser capaces de desprendernos de ese algo. No hay que olvidar que Cristo y sus Apóstoles vivieron gracias a la generosidad de aquellos que compartían con ellos sus bienes. Aquellos que habían entendido que la pobreza cristiana es esa virtud que hace que el alma viviendo en la tierra, esté ligera para volar al cielo; apreciando y valorando los bienes no como una propiedad, sino como un usufructo recibido por la bondad divina para beneficio de muchos y con la capacidad de entregarlo, con la misma alegría que fue recibido, cuando Dios nos lo reclame.


  El problema es que para muchos, la confianza de que todo va a ir bien estriba en disponer de un bienestar económico; olvidando que es la Providencia divina la que nos dará todo aquello que, en realidad, necesitamos. Jesús nos avisa que cuando más cargadas estén nuestras alas más pesarán y menos dispuestas estarán para volar; hemos de estar ligeros de equipaje, porque el apego a las cosas materiales es una verdadera idolatría que nos impide el acceso al Reino de Dios. El Señor no nos pide parte de nosotros, nos quiere enteros; y eso, como al hombre del Evangelio, puede darnos miedo. Decir que sí a Jesús es un compromiso que muchas veces asusta; y de eso el propio Hijo de Dios era consciente. Por eso le recuerda a Pedro que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos.


  Todos, hasta los que no tienen nada, estamos apegados a algo que no queremos renunciar: para unos será el dinero, para otros su tiempo o su independencia, para muchos la tranquilidad. De ahí que el Maestro nos vuelva a recordar que solamente a través de la recepción de la Gracia, de la fuerza divina, nuestra voluntad será capaz de renunciar a lo que nos separa de Dios y aceptar aquello que, aunque dificultoso, nos acerca a Él. Entonces ¿qué mérito tenemos nosotros? Pues el de elegir, en libertad, vivir una intensa vida sacramental aceptando a Cristo en nuestra alma; reconociendo, con humildad, que nuestra naturaleza herida necesita de Dios para ser capaz de amar a Dios.

27 de mayo de 2013

¡El gran misterio!

Evangelio según San Juan 16,12-15.



Aún tengo muchas cosas que decirles, pero es demasiado para ustedes por ahora.
Y cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, los guiará en todos los caminos de la verdad. El no viene con un mensaje propio, sino que les dirá lo que escuchó y les anunciará lo que ha de venir.
El tomará de lo mío para revelárselo a ustedes, y yo seré glorificado por él.
Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso les he dicho que tomará de lo mío para revelárselo a ustedes.»




COMENTARIO:



  Hoy, en el Evangelio de Juan, el Señor nos descubre algunos aspectos del misterio de la Santísima Trinidad. Enseña la igualdad de las tres Personas divinas, al decir que todo lo que tiene el Padre es del Hijo, que todo lo que tiene el Hijo es del Padre, y que el Espíritu Santo posee también aquello que es común al Padre y al Hijo, la esencia divina.


  Teniendo en consideración que nos encontramos ante un misterio que nos trasciende y nos sobrepasa por completo, es bien cierto que el Maestro nos advierte que cuando venga el Espíritu de Verdad nos guiará a la verdad. Y el Paráclito, en Pentecostés, infundió a su Iglesia la luz para que, en la medida y capacidad humana, pudiera expresar con la limitación de la palabra hablada y escrita, la inmensidad de un Dios que es en sí mismo, Tres Personas. Por eso, aunque aquí dispongo de muy poco espacio, y menos tiempo, voy a intentar facilitaros los pormenores que a mí, personalmente, me fueron útiles para entender en parte, desde la penumbra de mi pobre conocimiento, la inmensidad de la Trinidad.
Ante todo hay que tener en cuenta que cuando hablamos de Dios, no hablamos de un Señor todopoderoso de poblada barba blanca, como nos han transmitido en algunas de sus obras, pintores renacentistas; sino de un Espíritu puro que es totalmente inmaterial.



  Si nosotros tenemos tres chorros de agua y los unimos, es evidente que se convertirá en uno solo. Si tenemos tres cerillas y unimos las tres flamas, también es incuestionable que se transformarán en una sola llama. Si ponemos a hervir, muy juntas, dos ollas de cualquier líquido y éstas desprenden vapor de agua, observaremos que sólo podemos apreciar una columna de humo. Es decir, que si no hablamos de cosas sólidas, es mucho más fácil comprender la unidad en la diferencia. Pues salvando las enormes distancias del ejemplo, algo parecido ocurre con la unión divina. Un solo Dios que esconde en Sí mismo la identidad de tres Personas.


  ¿Y de dónde surge cada una de ellas? Voy a seguir, abusando de vuestra paciencia, con mi explicación peregrina: ¿Cuántos de vosotros no habéis tomado conciencia de vosotros mismos, al intentar conoceros? ¿Cuántas veces, mentalmente, no habéis consultado en vuestro interior una cuestión con ese yo que descansa en la soledad de la conciencia? Pues bien, ese conocimiento de Dios sobre sí mismo, es la Segunda Persona de la Trinidad: el Verbo. Es como si el Padre, al verse en un espejo tomara percepción de sí y engendrara de su propia naturaleza, otra Persona divina que está en Él, porque es Él, desde toda la eternidad. Y como Dios es amor, ya que así lo ha definido Jesús y nos lo ha transmitido san Juan, de la relación de Dios Padre con su conocimiento mismo, el Hijo, surge un amor tan profundo que se hace Persona en el Espíritu Santo.


  Si tenemos en cuenta que el amor siempre se da, que es expansivo, crea y se ofrece, es lógico comprender que el Amor absoluto, Dios, tenía que ser familia en su esencia; debía tener en sí mismo una relación fruto de la entrega de sí mismo. Por eso, sólo hay un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Os diré, para terminar, como le dijo el ángel a san Agustín cuando le encontró cavando un hoyo en la playa e intentando, con una concha, poner todo el agua del mar en el agujero: es imposible; como imposible es que con la concha de nuestra inteligencia podamos absorber y llegar a entender la inmensidad de Dios. Pero si la luz de la Gracia sirve para que, simplemente, comprendamos que la realidad divina no es contraria a la razón, ya habremos conseguido muchísimo y puede ser que hayamos puesto el primer ladrillo en el edificio de la fe que construimos poco a poco, a golpe de Sacramentos y de Palabra de Dios.

26 de mayo de 2013

¡Somos niños ante Dios!

Evangelio según San Marcos 10,13-16.


Algunas personas le presentaban los niños para que los tocara, pero los discípulos les reprendían.
Jesús, al ver esto, se indignó y les dijo: «Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos.
En verdad les digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él.»
Jesús tomaba a los niños en brazos e, imponiéndoles las manos, los bendecía.



COMENTARIO:


  Este Evangelio de Marcos nos muestra otra de las muchas facetas que nos presentan los hagiógrafos de Jesús: su dulzura. Él, que se había indignado cuando era preciso, al advertir la dureza en los corazones de las gentes o en las faltas de respeto hacia su Padre celestial. Él, que se había entristecido hasta las lágrimas al ver la muerte de su amigo Lázaro o la falta de fe que le mostraron sus paisanos de Nazaret, experimenta ahora un episodio lleno de espontaneidad  y viveza, donde su ternura y cariño quedan manifiestos ante la presencia de unos niños. Pero como todo en la vida del Maestro, este suceso le servirá para transmitirnos una enseñanza necesaria e imprescindible para poder crecer en nuestra vida interior: el Reino de los Cielos es para aquellos que saben recibirlo como un chiquillo.


  ¿Pero sabemos en realidad cuál es esa característica infantil que nos reclama el Señor para estar a su lado? La infancia conlleva el abandono en aquellos que confías, que amas; porque los admiras y los valoras sin intereses ni mezquindades. La seguridad que un pequeño siente hacia su padre no está basada en las cualidades de éste, sino en el sentimiento filial que lo embarga; y es tan grande, que ante cualquier peligro corre a esconderse en su regazo como si en él, todo careciera de importancia. Las lágrimas y el dolor se curan instantáneamente cuando la madre sana la herida soplándola y besándola, como si fuera la mejor medicina. No se cuestionan los mandatos sino que se obedecen, porque confiamos en que sus decisiones serán siempre las más adecuadas para nuestros intereses.


  Es de ahí de donde nace la infancia espiritual que nos pide Jesús para seguirle y que va, íntimamente unida, al profundo sentimiento de la filiación divina. Debemos ser niños espiritualmente que descansan en la voluntad de Dios con el total convencimiento de que, como Padre amoroso, no va a permitir que nos suceda nada que no sea lo adecuado para nuestro bien definitivo: la salvación. El Señor no se cansa de nuestras infidelidades, ni de nuestras ofensas, ni de nuestros errores; sino que en virtud de su paternidad y maternidad, corre hacia nosotros cuando ve que estamos en peligro para abrazarnos y en su amor, regalarnos la Gracia.


  La filiación divina es una verdad gozosa manifestada por Cristo a los hombres, que debe llenar toda nuestra vida espiritual de alegría y consuelo, ya que colma de esperanzas nuestra lucha interior y nos da la sencillez de los hijos pequeños. Todo lo que ocurre en nuestro caminar terreno tiene un significado incuestionable en los planes de Dios, y como Dios es mi Padre, nuestro Padre, nos alienta a compartir con Él la actitud propia de los pequeñuelos que, en su inocencia, reciben todos los beneficios no como algo merecido, sino como fruto del amor surgido en la propia entraña familiar. Incuestionablemente, tanto la infancia espiritual como la filiación divina darán paso en nosotros a fomentar la oración que brota de un corazón agradecido y confiado, que se vuelve audaz y osado porque conoce “la debilidad” de un Dios que por amor al hombre ha sido capaz de hacerse hombre y morir en una cruz.


La humildad, la pequeñez y el sentido de indefensión que debemos sentir como niños que se encuentran delante del Creador, se convierten en sano orgullo y principal valor al comprobar que, por derecho, somos hijos de Dios en el Hijo que ganó ese privilegio para nosotros, derramando hasta la última gota de su preciosísima sangre. Podemos ser para el mundo muy poca cosa, pero debemos, como los críos, tener el convencimiento de que no hay nadie mejor que nosotros para los ojos de nuestro Padre Dios y que, por ello, no podemos defraudarle.

25 de mayo de 2013

¡Contigo hoy y siempre!

Evangelio según San Marcos 10,1-12.


Jesús dejó aquel lugar y se fue a los límites de Judea, al otro lado del Jordán. Otra vez las muchedumbres se congregaron a su alrededor, y de nuevo se puso a enseñarles, como hacía siempre.
En eso llegaron unos (fariseos que querían ponerle a prueba,) y le preguntaron: «¿Puede un marido despedir a su esposa?»
Les respondió: «¿Qué les ha ordenado Moisés?»
Contestaron: «Moisés ha permitido firmar un acta de separación y después divorciarse.»
Jesús les dijo: «Moisés, al escribir esta ley, tomó en cuenta lo tercos que eran ustedes.
Pero al principio de la creación Dios los hizo hombre y mujer;
por eso dejará el hombre a su padre y a su madre para unirse con su esposa,
y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino uno solo.
Pues bien, lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe.»
Cuando ya estaban en casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo,
y él les dijo: «El que se separa de su esposa y se casa con otra mujer, comete adulterio contra su esposa;
y si la esposa abandona a su marido para casarse con otro hombre, también ésta comete adulterio.»



COMENTARIO:


  Esta escena que nos presenta san Marcos la encontramos frecuentemente en el Evangelio; ya que hemos visto muchísimas veces la actitud malintencionada de ciertos fariseos que, con una pregunta aparentemente inocente, pretendían poner al Maestro, con su respuesta, en un aprieto. Esta vez, la cuestión con la que han abordado a Jesús ha dado paso al Señor para poder elaborar el fundamento de la unidad indisoluble del matrimonio.


  Los fariseos saben que Moisés no instituyó un mandato sobre el divorcio de los esposos, sino que permitió una situación que ya se daba, por la maldad del hombre –el repudio a la mujer-, legalizándola para proteger a la esposa y cuidando de que no quedara tan abandonada y desvalida. Pero Jesús les recuerda que el verdadero mandato instituido por Dios, que Él ha venido para transmitir como Palabra encarnada, es el que consta en el Génesis desde el mismo momento de la Creación: “…Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne” (Gn2, 24).


  Los esposos son la imagen perfecta en la creación de Dios mismo. Porque Dios Trinitario es familia en sí mismo: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por eso al crear al hombre, lo creó varón y mujer; unidad perfecta en el matrimonio donde están llamados a crecer en comunión, a través de la fidelidad mutua. El compromiso que adquiere una pareja cuando decide, delante de Dios, contraer matrimonio y formar parte de la Alianza es aceptar la realidad divina de que ambos formarán, para siempre, una unidad de vida y amor; luchando día a día, no por mirarse mutuamente, sino por fijar ambos la mirada en un mismo destino.


  La familia cristiana es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión con Jesucristo que adquirimos al participar del Sacramento. Es el propio Jesús el que, a través de la Gracia, nos dará los medios para poder luchar contra nuestra naturaleza herida por el pecado, fortaleciendo nuestra voluntad para no flaquear y consentir ante sentimientos de orgullo, placer indebido y egoísmo. Por eso es tan importante para el hombre y la mujer que desean contraer matrimonio, participar del regalo de la vida sacramental que nos proporciona la Iglesia. Comparativamente, es como si nos dieran una fortuna al casarnos que nos facilitara la economía familiar; yo creo que renunciar a ello sería de tontos.


  La tarea dada a la pareja humana por Dios de ser el proyecto divino que participa con Él en la propagación de la vida, la educación de la prole y la mejora del mundo, es una responsabilidad que no podemos obviar. El Señor nos ha creado hombre y mujer, sexuados, para transmitir el legado de la creación en el matrimonio; y así, en una profunda comunión de amor ser imagen de la unidad inseparable de la Trinidad divina. Por eso el ataque que está sufriendo la familia cristiana por parte de la sociedad materialista, anticlerical y atea, a través de los medios de comunicación que tan bien dominan, no es algo gratuito fruto de la casualidad, sino que es un ataque frontal a la voluntad divina que encierra en sí misma una total causalidad.


  El matrimonio, como el amor, no es un acto sentimental que cuando no se percibe como tal deja de existir. No; el amor en el matrimonio es un acto de la voluntad que quiere adquirir y adquiere un compromiso intemporal donde las circunstancias no interfieren: ni la enfermedad, ni la pobreza, ni el dolor. Es toda la persona, cuerpo y espíritu, la que sin dejar de ser un “yo”, pasa a ser un “nosotros”. Un nosotros, en el que Dios es el elemento unitivo que pone los cimientos para conseguir edificar el hogar cristiano capaz de albergar, entre los suyos y para los demás, vivencias de amor, fe, confianza, optimismo y libertad.


  Cierto que hay ocasiones en las que alguno de los esposo decidirá romper el compromiso matrimonial, y será imposible mantener ese proyecto inicial. Sin lugar a dudas, la Iglesia tiene caminos para poder valorar, y en el fondo nosotros somos conscientes de ello, si el matrimonio se realizó con la verdadera libertad exigida a los hijos de Dios. Nuestro Padre es el primero que nos llama al amor, permitiéndonos elegir; pero eso no nos exime de comprender que si el matrimonio es válido, aunque haya salido mal, no se puede disolver algo que en sí mismo ha formado otra realidad. Nada hay que pueda compararse a una situación que nos trasciende pero hay un ejemplo que a mí, personalmente, siempre me ha servido: El cobre y el estaño cuando se alean, a través del fuego, forman otro elemento de distintas características, que es el bronce. Nosotros, hombres y mujeres, cuando decidimos compartir juntos una alianza con Dios en el matrimonio, nos convertimos en una unidad de destino, dispuestos juntos a cumplir con la voluntad divina. Tú, conmigo, hoy y siempre. Nadie nos obliga a hacerlo, pero si lo hacemos hemos de ser responsables de nuestras acciones.


  Hemos de dar testimonio del inestimable valor de  la indisolubilidad y fidelidad matrimonial; hemos de gritar al mundo, con nuestro ejemplo, que es posible un para siempre. No podemos ni debemos edulcorar el mensaje de Cristo a través del Evangelio; lo que es, es y lo que no es, es pecado. Ese es uno de los deberes más urgentes, precisos y precioso de las parejas cristianas de nuestro tiempo: convencer al mundo de que el amor humano es un reflejo del amor divino. Amor que ha sido capaz, a pesar de nuestras traiciones, de no abandonarnos y salir a nuestro encuentro, pasando por el dolor de la crucifixión. Esa es nuestra meta, nuestro ejemplo y nuestro destino.

24 de mayo de 2013

¡La Alianza definitiva!

Lectura del santo evangelio según san Lucas 22, 14-20


Llegada la hora, se sentó Jesús con sus discípulos y les dijo: «He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer, hasta que se cumpla en el reino de Dios.»
Y, tomando una copa, pronunció la acción de gracias y dijo: «Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios.»
Y, tomando pan, pronunció la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía.»
Después de cenar, hizo lo mismo con la copa, diciendo: «Esta copa es la nueva alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros.»


COMENTARIO:



  Todos los Evangelios recogen, de una manera u otra, los aspectos esenciales que se han derivado de las acciones de Jesús en esta cena. De entre todos ellos es san Lucas el que, con más claridad, recuerda que el Señor estableció este rito como memoria de la Pascua de Cristo; como aquello que debía evocarse y repetirse en la Iglesia que nos transmite la salvación. Porque la Cena Pascual era un rito que tenía carácter de memorial, es decir, hacía presente y actualizaba la liberación del pueblo de Israel, esclavo de los egipcios, por amor de Dios Nuestro Señor.


  Es por este motivo, por su connotación, que Jesucristo como el cordero de Pascua sacrificado para la libertad de muchos, será entregado a su Pasión, libremente aceptada, para que cada uno de nosotros pueda ser liberado de la esclavitud diabólica del pecado y regresar a la casa del Padre, donde gozaremos de los bienes que perdimos y que, con su Muerte y Resurrección, hemos podido recuperar.


  Esa primera alianza de Dios con su pueblo, como ya nos indicó Jeremías seiscientos años antes de Cristo, ha dado paso a la definitiva que tiene su fundamento en el Mesías, el Hijo de Dios:

“Mirad que vienen días –oráculo del Señor- en que pactaré una nueva alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la alianza que pacté con sus padres el día en que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, porque ellos rompieron mi alianza aunque yo fuera su Señor –oráculo del Señor- pondré mi Ley en su pecho y le escribiré en su corazón, y yo seré su dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñar el uno a su prójimo y el otro a su hermano diciendo: “Conoced al Señor” pues todos ellos me conocerán, desde el menor al mayor –oráculo del Señor- porque habré perdonado su culpa y no me acordaré más de su pecado” (Jr.31, 31-34)


  El Señor confirma este texto, al indicar con sus primeras frases que el antiguo rito ha acabado y que las palabras del profeta del Antiguo Testamento se cumplen con Él, en el Nuevo. Instituye el Señor sobre el pan y el vino una nueva realidad: su Cuerpo entregado y su Sangre derramada por nosotros son el fundamento de la Nueva Alianza de Dios con los hombres, para la salvación de éstos. Porque esta cena de rememoración es un anticipo del sacrificio de la cruz, que se va a ofrecer para el perdón y la remisión de los pecados de los hombres: Es la institución de la “Eucaristía”, que es acción de gracias y alabanza al Padre; que es memoria que hace presente el sacrificio de Cristo y de su Cuerpo que, por el poder de su Palabra y de su Espíritu, es presencia permanente y real de Jesucristo. Esa presencia que, al recibirla en la Hostia Santa, nos llena el alma de gracia compartiendo con el Señor la vida divina y eterna que nos deifica y nos hace otros Cristos.


  Por eso asistir a Misa y participar de la Eucaristía, como renovación incruenta del sacrificio de la cruz donde el propio Cristo se hace presente en su propia Carne entregada por nosotros para nuestra salvación, y hacerlo como si fuera un hábito adquirido a través de una instrucción doctrinal, es no haber entendido nada. Decía san Josemaría  que si encontrábamos la Misa larga era porque nuestro amor era corto ¡Y tenía mucha razón! Pensar, cerrando nuestros ojos, que nos encontramos a los pies de la cruz, al lado de María, viendo esa sangre de Jesús, que nos limpia de los pecados, como resbala por el madero y empapa el suelo de piedra del Calvario, no puede dejarnos jamás ni impasibles ni indiferentes.


  Nuestro Señor se ofreció, como Hostia Inmaculada al Padre, por cada uno de nosotros; y la Iglesia, por mandato divino, perpetúa este sacrificio en cada Eucaristía que se realiza en cualquier parte del mundo: Cristo se hace presente, porque loco de amor ha querido formar parte de nosotros para que cada uno de nosotros pueda formar parte de Él. Sólo así, viviendo en Dios, podremos gozar de esa vida eterna que Cristo nos recuperó librándonos del pecado, a través del sufrimiento redentor que siempre es camino de salvación.

23 de mayo de 2013

¡La riqueza en la diferencia!

Evangelio según San Marcos 9,38-40.

Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que hacía uso de tu nombre para expulsar demonios, y hemos tratado de impedírselo porque no anda con nosotros.»
Jesús contestó: «No se lo prohíban, ya que nadie puede hacer un milagro en mi nombre y luego hablar mal de mí.
El que no está contra nosotros está con nosotros.



COMENTARIO:

  San Marcos nos recuerda, en su Evangelio, la unidad que debe existir entre todos aquellos que compartimos una misma fe, una misma doctrina, un mismo Bautismo y un solo Señor. Es un escándalo enorme que desde el interior de la Iglesia, los celos y las rivalidades formen parte de esa estructura que es, en realidad, la riqueza en la diferencia de la propia vida eclesial: todos somos iguales en dignidad, pero sumamente distintos en cuanto a carácter, educación y formas de proyectar el futuro.


  Es justamente, esa variación de modos de afrontar los problemas y situaciones que se presentan en el día a día, el que consiguen que nuestro mundo se enriquezca con los diferentes puntos de vista que pueden ser, a la vez, complementarios. Todos aquellos que queremos servir al Señor no tenemos porqué hacerlo desde una espiritualidad determinada y determinante, porque Dios nos ha llamado a cada uno con las capacidades propias que nos impuso al crearnos para que desarrolláramos, en libertad, la tarea que tenemos encomendada. Para unos será entregarse en el servicio a los demás a través de una disponibilidad total como misioneros, sacerdotes, religiosos o laicos. Para otros será compartir el tiempo de ocio con los hermanos que viven la soledad, la enfermedad o la marginación. Para muchos deberá ser transmitir la Palabra a niños y adultos, en lugares y momentos donde otros no pueden llegar.


  Es cierto que, tal vez, algunas cosas no se hayan hecho bien o, simplemente, se hubieran podido hacer mejor. Pero formamos parte de la familia cristiana, donde cada uno de nosotros, por ser hijos de Dios, somos hermanos de los hombres; y ese grado profundo de parentesco, el más íntimo porque es fruto de la Redención, debe bastarnos para respetar, amar e intentar comprender cualquier acción o proyecto nacido de una voluntad que desea agradar a Dios. Nuestra medida será siempre la que el Magisterio de la Iglesia nos de para medir ¡que no para juzgar! Porque sólo Dios sabe lo que nace en la profundidad del corazón humano.


  El mensaje de Cristo, si sabemos transmitirlo con amor y veracidad, arraigará en las personas como una pequeña semilla, introducida en la tierra recién arada y regada con el agua de la Gracia, que se convierte en un árbol grande y frondoso capaz de dar sombra y seguridad a los que se cobijan en él. No todos somos naranjas, ni manzanas, ni peras, ni melocotones; pero sí somos todos frutas. El corazón del hombre clama y busca a Dios; es nuestro deber facilitar que lo encuentre, pero siempre respetando los distintos caminos que llevan a Él.

21 de mayo de 2013

¡Y seguimos con la Biblia!


JUECES:

   En el libro de Jueces se habla de la llegada de Israel a la tierra de Canaán, y de las dificultades con las que se fueron encontrando en cada zona, así como la protección divina que experimentaron en los momentos difíciles, a través de unos líderes carismáticos llamados “jueces”, que Dios suscitó para que se encargaran de salvar al pueblo. El libro produce en el lector una impresión real de la situación de la época, como un momento de desórdenes, en que las tribus israelitas carecían de una unidad política. En aquellos momentos habían muchas diferencias entre las tribus israelitas y sus vecinos, ya que en éstos subsistía el régimen de ciudad- estado, cada una con su propio rey, mientras que Israel era un conjunto de tribus independientes cuyo vínculo común no era estrictamente político, sino religioso. Cuando los israelitas eran atacados aparecían unos jefes carismáticos, los jueces, que aglutinaban a su alrededor a los grupos para que se encargaran de la defensa; aunque no había una autoridad central constituida, organizada ni estable. 

La estructura de Jueces es la siguiente:

Prólogo (1,1-3,6). Consta de dos partes 1- Primero se habla de la llegada de las tribus israelitas a la tierra de Canaán y su paulatino asentamiento en sus territorios. 2- Se expresa la enseñanza teológica fundamental del libro: Israel permanecerá en esta tierra mientras sea fiel al Señor, pero en la medida en que se aparte de Dios dejará de contar con el favor divino. El Señor reitera su fidelidad a través de los Jueces que salvan al pueblo. Los relatos de Jueces comprenden seis historias en torno a otros tantos personajes.
I-                Otniel, de la familia de Caleb. (3,7-11) Liberó a los israelitas de la opresión de Cusán Risataim.
II-           Ehud, de la tribu de Benjamín (3,12-30) Tras explicar que los israelitas hicieron de nuevo el mal, fueron oprimidos por Eglón, rey de Moab, narrándose como Ehud venció a Eglón.
III-       Débora, de la tribu de Efraín (4,1-5,32) Los israelitas reincidieron en hacer el mal y fueron oprimidos por Llavín, rey de Jasor. Dios suscitó a Débora para que con la ayuda de Barac reuniera a las tribus e hiciera frente a la situación.
IV-          Gedeón-Yerubaal (6,1-10,5) de la tribu de Manasés. Los hijos de Israel volvieron a hacer el mal y en esta ocasión fueron oprimidos por los madianitas y amalacitas. Dios llamó a Gedeón- Yerubaal para salvar a su pueblo.
V-              Jefté, de Galaad (10,6-12,15) Otra vez más el peligro se cernió contra Israel debido a su infidelidad a Dios. Cuando reconocieron su pecado el Señor les envió a Jefté para liberarlos de amenazas extranjeras.
VI-          Sansón, de la tribu de Dan (13,1-21,25) De nuevo los israelitas hicieron mal a los ojos del Señor, que esta vez los entregó en manos de los filisteos. Pero Dios suscitó un salvador, Sansón, que después de pasar por innumerables circunstancias sacrificó su vida venciendo a los filisteos. Al final de este capítulo también se trata el desorden y la corrupción de costumbres a las que se había llegado al final de la época de Jueces.

   La redacción definitiva del libro de Jueces también fue realizada dentro del proceso de composición de la “historia deuteronomista”, donde cada tribu había ido recordando las hazañas de sus héroes pretéritos que se transmitieron de padres a hijos; aunque algunas tuvieron enseguida forma literaria como fue por ejemplo “el Canto de Débora”. De esta manera, en la época del destierro todos estos relatos fueron agrupados en este libro para ilustrar la enseñanza teológica fundamental propia de esta historia: la inquebrantable lealtad de Dios en contraste con las reiteradas infidelidades  de Israel.  La recopilación de estas tradiciones locales, en el libro de los jueces, ilustran las relaciones de Dios con su pueblo que se ha interesado constantemente por Israel, y que ha actuado en su favor tantas veces como ha sido necesario.
   Hay que tener en cuenta que Dios se reveló progresivamente, de modo gradual, tanto en los contenidos doctrinales como en la sensibilidad ética; por eso, no podemos ahora tomar como modelos unos personajes que actuaron con unas convicciones, que fueron superadas cuando la Revelación alcanzó su culminación en Jesucristo. Incluso en el momento en el que se escribió el libro de Jueces, ya se habían dejado atrás muchas de las conductas primitivas que se manifestaban en dichos escritos. Debemos recordar que, para entender el mensaje que cualquier autor quiere transmitirnos, no se pueden entresacar palabras o narraciones del texto sin tener en cuenta el contexto histórico y el conjunto de la obra. Por ello, leído en su conjunto, se puede apreciar que las hazañas de los Jueces no han sido incluidas en el libro sagrado como modelos de comportamiento ni actitud religiosa  -aunque denotan la rudeza de una época histórica-  sino como testimonio de que Dios no se olvidó de su pueblo, suscitando unos hombres  -con las costumbres y formas propias de dicho momento histórico-  capaces de librarlos de sus opresores. Ya que la fe en el Señor todavía se mantenía en un nivel muy primitivo, sin la clarificación que iría proporcionando el desarrollo posterior de la Revelación, a través de la actividad profética y de la reflexión teológica. Todo el libro sigue el mismo esquema argumental: pecado, castigo y salvación, llamando a mantener la fidelidad en la Alianza. El libro de Jueces es también un canto a la liberación, que alimentará la esperanza en los momentos difíciles del destierro.

   Como siempre, Jueces se ilumina a la luz del Nuevo Testamento, ya que la Encarnación del Hijo de Dios y su misión salvífica son la manifestación patente de que Dios no se despreocupa de su pueblo, ni de la humanidad conjunta. En el Nuevo Testamento, Dios también elige a unos hombres, y sigue eligiéndolos cada día, cuyo fruto demuestra que la eficacia viene de Dios, al constatar la inmensa desproporción  entre las cualidades de los llamados y los resultados conseguidos. El libro de los Jueces está considerado como un anticipo de la acción de Jesucristo, liberador pleno del hombre, que nos salva del pecado y de la muerte.

RUTH: Antes de que se inicie la narración de los orígenes de la monarquía en Israel, la Sagrada Biblia incluye un libro sobre la historia entrañable de Ruth. Es uno de los cinco rollos de pergamino que se leían en algunas fiestas judías y que no formaban parte de la historia deuteronomista, pero que nos llegó insertado en el canon desde los códices bíblicos más antiguos. El libro de Ruth narra la historia de cómo una mujer extranjera, de cuya descendencia nacería el rey David, se incorporó al pueblo de Israel.

Se estructura en dos partes:

I-                Ruth se acoge a la protección del Señor (1,1-2,17)
II-              Ruth se incorpora a la casa de Israel (2,18-4,22)

   El libro  de Ruth, compuesto probablemente cuando Judá era una provincia persa (siglo VI-IV a. C.), deja una puerta abierta a la dimensión universal de la salvación divina. Dicho libro muestra          -precisamente cuando los israelitas insistían en que no se contrajesen matrimonios mixtos, con mujeres extranjeras-  que también fuera de Israel habían mujeres buenas y fieles a Dios, y que Dios contaba con ellas para hacer grandes cosas en la historia de la salvación. La finalidad principal del autor fue enseñar, que el mantenimiento de la propia identidad religiosa y cultural no está reñida con la apretura a otros pueblos y a otras gentes, y así, de esta manera, en la Sagrada Escritura se va insinuando que la salvación de Dios no se limita a su pueblo elegido, sino que tiene una apertura universal. Dios no rechazó a una extranjera, sino que contó con su fidelidad para que formase parte de la línea genealógica del Mesías, ya que Ruth poseía una exquisita sensibilidad religiosa  -como modelo digno de imitación-  escogiendo al Señor como su Dios y poniendo toda su vida bajo su protección. Y es por ello que el Señor bendijo, con abundancia, tal generosidad y fidelidad.

   A la luz del Nuevo Testamento, la tradición cristiana ha visto en Ruth a todos los hombres y mujeres de pueblos muy diversos que, al conocer al Señor, se han incorporado a la Iglesia y han encontrado en ella su casa. San Pablo nos recordó, refiriéndose al libro de Ruth, que Dios está presente en todas las encrucijadas de la vida y que si actuamos, perseverando en la fidelidad al Señor, descubriremos las huellas de su acción en el acontecer diario.

SAMUEL:  Los libros 1y 2 Samuel muestran que poco a poco se fue abriendo paso la idea en Israel de imitar el modelo de las naciones vecinas y depositar en una sola persona, el rey, la autoridad necesaria para mover la fuerza y la misión de dirigir la guerra con un ejército profesional . Ese deseo, que partió del pueblo, será ratificado por el Señor, por medio de Samuel. Y así, la monarquía  será sucesoria a partir de David, como sistema de gobierno querido por Dios para su pueblo; mostrando como modelo a ese rey que, a pesar de sus limitaciones personales y sus delitos, fue siempre favorecido por el Señor y se mantuvo fiel a sus designios, humillándose y pidiendo perdón de sus pecados. La historia contenida en los libros de Samuel abarca una etapa trascendental en la vida de Israel, que se extiende desde el nacimiento de Samuel, el último de los Jueces, hasta el final de la vida de David.
 
   Se trata de un periodo en el que las doce tribus pasaron de un régimen de liderazgo ocasional, a constituir un estado organizado con una monarquía hereditaria y única; mostrando como Dios actúa entre los suyos, eligiendo a sus representantes y manteniendo su Alianza, a pesar de los pecados de los hombres. Los libros marcan la historia centrándose en los personajes que aparecen sucesivamente.

Se estructura de la siguiente manera:

I-                Historia de Samuel. El Arca (IS1,1-7,17) Se presenta a Samuel como profeta y como juez.
II-           Samuel y Saúl (IS8,1-15,35) Unción de Saúl como rey
III-       Saúl y David (IS16,1-2S1,27) Victoria de David contra Goliat. Saúl atenta contra la vida de David.
IV-          David, Rey (2S2,1-8,18) Consagración de David como Rey de Judá
V-              Sucesión de David (2S9,1-20,26) Crimen y adulterio de David. Nacimiento de su sucesor, Salomón. Muerte de Absalón, hijo mayor de David.
VI-          Epílogo.
   Como habían muchas tradiciones que se remontaban a la época de Saúl y de David, que habían sido escritas muy pronto, se presupone que el redactor deuteronomista las elaboró impregnándolas de su propia enseñanza, añadiendo elementos proféticos y poéticos, que dio paso a una primera redacción en tiempos de Josías, dando paso a la definitiva, que fue poco después del destierro. Los libros de Samuel ponen de relieve el sentido religioso de la historia, en cuanto que en ella se refleja el proyecto salvífico de Dios que elige a un pueblo, para llevar a cabo su designio salvador, y dentro del pueblo escoge a unas personas, reyes y profetas, para que lo guíen. Los reyes, como representantes de Dios; los profetas como intérpretes de la historia y defensores de los derechos divinos. Esos profetas, serán los encargados muchas veces de encumbrar y ungir a los reyes, otras de hablarles en nombre de Dios y, si es el caso, recordarles sus delitos y transmitirles la reprobación divina.

   Las narraciones de los libros de Samuel están vertebradas por la Alianza que el Señor hizo con su pueblo y que concretó en David. Unida a la monarquía, en 1y 2 Samuel, vemos a la ciudad de Jerusalén que ocupa un lugar central como capital política y religiosa y sobre todo, como símbolo teológico y ciudad santa desde el traslado del Arca, elevándola a sede de la morada de Dios.

   Fue con la venida de Jesús en el Nuevo Testamento, donde se puso plenamente de manifiesto el horizonte de las promesas hechas a David: no se trataba de la promesa de mantenimiento de un reino terrenal, sino del advenimiento del reino de Dios, de naturaleza espiritual, instaurado por un descendiente de David según la carne: Jesucristo. Tras la Resurrección, los discípulos no dudaron del cumplimiento en Él de las profecías  de Natán, según las cuales se abría una nueva perspectiva, ya que el Señor se comprometía definitivamente con la dinastía davídica, a pesar del comportamiento de sus descendientes. David es modelo cristiano, porque en su pecado se manifiesta la fragilidad humana, y en su llanto de petición de perdón se proclama la misericordia divina. También la ciudad santa de Jerusalén adquiere un sentido profundo en el Nuevo Testamento, como imagen del pueblo escatológico, destinatario definitivo de la salvación.
REYES: Los dos libros de Reyes nos cuentan la figura y obras de Salomón, hijo y sucesor de David, como prototipo de Rey sabio con capacidad de discernir y por tanto de gobernar  -mostrado en la historia de las dos madres-(1Re3,16-28) , para hacernos ver, posteriormente, lo que las tentaciones son capaces de hacer en cualquier hombre, convirtiéndolo en el primer eslabón de una cadena de infidelidades que se irán sucediendo una tras otra. Dios le concedió un reino excelente y él, a pesar de sus virtudes, se dedicó a gozar de los bienes recibidos mostrando un progresivo vaciamiento de valores espirituales, que acabarían arrastrándolo a una corrupción moral generalizada. Exponiendo, como consecuencia, la historia de los dos reinos    -la división-  que se formó a su muerte: Israel, en el norte y Judá en el sur. Nos habla del profeta Eliseo y de la desaparición del reino del Norte; y, posteriormente, de la deportación a Babilonia del rey de Judá y de la población más importante de Jerusalén.

El contenido de los libros de los Reyes se divide en:

I-                El Rey Salomón sucesor de David (IR1,1-11,43)Narración sobre el reinado de Salomón. Edificación del Templo. Por su pecado de idolatría, Dios permitió a su muerte la división del reino.
II-           Reyes de Israel y de Judá (IR12,1-2R17,41) Se presentan los Reyes de Israel y de Judá hasta los tiempos del profeta Elías.
III-       Reyes de Judá hasta el destierro de Babilonia (2R18,1-25,30) Contiene la historia del reino de Judá, tras la caída del reino del Norte, hasta la toma y saqueo de Jerusalén por Nabucodonosor.

   Esta obra fue redactada en la época del destierro, e iba destinada a los judíos  que vivieron el desastre de la invasión babilónica. Tiene por finalidad explicar cómo habían podido suceder aquellas cosas, y animar a la fidelidad al Dios de Israel, el único y verdadero. El redactor de 1 y 2 Reyes se ha servido de materiales previos en los que se apoya y a los que respeta, al introducirlos en su obra, como son: el libro de los Hechos de Salomón; el libro de los anales de los Reyes de Judá y el libro de los anales de los Reyes de Israel. Así como un conjunto literario previo a la redacción final, que constaba de bloques temáticos que fueron incorporados a los libros de los Reyes. El autor sagrado seleccionó las noticias o narraciones que mejor le servían para mostrar cómo el pueblo, representado en los Reyes, habría obrado de tal manera que el castigo se hizo inevitable, a pesar de las palabras y advertencias de los profetas.

   En su conjunto, 1y 2 Reyes muestran lo mismo que el Deuteronomio: que el destino del hombre depende de su fidelidad a Dios; y que éste está abocado al fracaso cuando abandona al verdadero Dios y a su Ley, sometiéndose al servicio de los ídolos. De la misma manera, 1y 2 Reyes pone ante nuestros ojos el conocimiento de Dios que adquirió Israel, a lo largo de su historia, y como llegó a él; así como nos hace ver la condición del hombre pecador, y al mismo tiempo deseoso y necesitado del verdadero Dios.

   1 y 2 Reyes nos muestran también como fue actuando Dios con su pueblo,  desplegando su justicia  -fidelidad-  y su misericordia, preparando la venida de Cristo. Dio a su pueblo un rey justo y fiel, David, prometiendo que su descendencia  permanecería siempre en el trono. Eligió el Templo de Jerusalén, para que fuera morada de su santo Nombre, y escuchar allí la súplica de su pueblo, pasando ahora al Templo la presencia de Dios que en otro tiempo acompañaba al Arca. Y a pesar de ese despliegue de promesas misericordiosas, a las que el Señor siempre fue fiel  - realizándose en Cristo de una forma no siempre comprensible para el hombre-, el pueblo no lo fue. De esta manera, la ascendencia davídica de Jesús se fundamenta en la voluntad de Dios que elige y constituye a José como padre de Jesús, inagurando el Reino con su venida y trascendiendo las categorías del reinado de un rey humano e histórico. Es el Reino mismo de Dios, que se realiza en la historia con la presencia de Jesús de Nazaret, el Rey Mesías, Jesucristo. Pero su reino no es de este mundo y está formado por judíos y gentiles, personas que participan todas ellas  de la realeza de  su Señor porque han acogido a Cristo. El Templo del Señor es el santuario de su Cuerpo; y la Jerusalén celestial, la Iglesia, consumada en gloria al final de los siglos.