30 de junio de 2014

¡La disposición radical!



Evangelio según San Mateo 8,18-22.


Al verse rodeado de tanta gente, Jesús mandó a sus discípulos que cruzaran a la otra orilla.
Entonces se aproximó un escriba y le dijo: "Maestro, te seguiré adonde vayas".
Jesús le respondió: "Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza".
Otro de sus discípulos le dijo: "Señor, permíteme que vaya antes a enterrar a mi padre".
Pero Jesús le respondió: "Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Mateo, pone al descubierto la realidad a la que estamos llamados los discípulos del Señor. Ese Jesús, que ha curado enfermedades, al que han seguido multitudes y que ha sido aclamado por los habitantes de Jerusalén con palmas y ramos de olivo es, al mismo tiempo, el Mesías humilde que será desechado, apaleado y muerto por su mismo pueblo.

  Por eso el Maestro, cuando escucha la petición del escriba, para que le deje caminar a su lado, le advierte que cualquiera que quiera ser su discípulo tiene que estar siempre dispuesto a compartir su destino; y su destino pasa, irremediablemente, por la Cruz. Jamás el Señor ha escondido las dificultades que supone llevar a cabo la misión que nos ha encomendado; y, en otros lugares, nos recordará que nos envía como ovejas entre lobos, que pueden ser destrozadas. Por eso quiere que nos quede claro, y que nos quede claro también a nosotros, que pertenecer al Reino exige una disposición radical. Que no se pueden servir a dos señores a la vez, ni nadar entre dos aguas; porque somos cristianos en todos los momentos y circunstancias de nuestra vida, y estamos llamados a dar testimonio de nuestra fe.

  Cuando el Maestro prohibió a su discípulo que enterrara a su padre, no es porque le mandara descuidar el honor que debía a sus progenitores, sino que quiso darnos a entender –de una forma muy gráfica- con la dureza de su frase, que nada puede existir más necesario para nosotros, que el fervor por las cosas del Cielo. Nada hay, por muy ineludible que sea, que pueda apartarnos de las cosas de Dios.

  No podemos pasar por alto, que ese epíteto de “Hijo del Hombre”, que había usado el profeta Daniel, no había sido entendido por aquellos hombres en toda su profundidad. En la Escritura tiene, justamente, ese carácter trascendente que define la misión de Jesús; y que, como bien sabéis, estaba totalmente reñida con la apreciación de Mesías terrenal, que tenían los judíos. Por eso Jesús prefiere utilizar, para designarse a Sí mismo, ese título, evitando en lo posible la apreciación mesiánica que pudiera reavivar nacionalismos hebreos. Solamente, tras la muerte y resurrección del Señor, los apóstoles comprenderán que las palabras proféticas se habían cumplido en Jesús y que “Hijo del Hombre” equivalía a “Hijo de Dios”.

  Hoy, a ti y a mí, Jesucristo nos insiste, como hizo con aquellos primeros, a ser fieles a su llamada. Nos insta a no poner más excusas y vencer todos los miedos que, muchas veces, nos paralizan el alma y no nos dejan llevar a cabo nuestra misión. No será fácil, qué duda cabe, ni tendremos reconocimientos por transmitir el Evangelio; sino que, posiblemente, recibiremos incomprensiones, maledicencias y soledad. Pero estoy convencida que Jesús quería que fuera así, para que sólo nos sostengamos en Él. Y para eso fundó su Iglesia: para que le busquemos, en el lugar que nos espera; para que le recibamos, en los Sacramentos que instituyó con su sacrificio; y para que recibamos la fuerza de su Gracia, que nos infunde con el envío de su Espíritu.

29 de junio de 2014

¡Qué tranquilidad!



Evangelio según San Mateo 16,13-19.


Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?".
Ellos le respondieron: "Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas".
"Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?".
Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Y Jesús le dijo: "Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo.
Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella.
Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo"

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Mateo se refiere a dos episodios de Jesús, que son vitales para entender la vida de la Iglesia: la confesión de Pedro y la promesa del Primado. Ante todo, el Señor pregunta a aquellos que le siguen y que han escuchado su mensaje, por lo caminos de Galilea, quién dice la gente que es Él; para terminar con la cuestión que verdaderamente le importa, porque incide en el fondo del  corazón de sus discípulos, y requiere, para ser contestada, de la virtud teologal de la fe: “Y vosotros ¿quién decís que soy Yo?”

  Es entonces, frente a todos aquellos que no han sabido descubrir quién es El Maestro, cuando Pedro confiesa claramente que Jesús es el Mesías prometido, el Hijo de Dios. Nadie había conseguido observar la completa realidad del Señor, que rompía los esquemas de los que esperaban un guerrero libertador del yugo romano. Nadie podía contemplar en aquellos momentos, si no era por revelación divina, que en la unidad consustancial de Dios, existían Tres Personas, y que una de ellas, el Verbo, se había encarnado de María Santísima, para venir a salvar al mundo. Nadie, salvo aquel que había sido iluminado por el Espíritu Santo, para ser el primero en la dignidad apostólica.

  Y esa es la confesión completa que tendremos que hacer todos los bautizados, unidos a Pedro, que conformamos la Iglesia de Cristo. La haremos, porque Jesús nos ha prometido la luz del Paráclito, que iluminará a su Nuevo Pueblo en su peregrinar al Cielo, hasta el último día del fin de los tiempos. Ahora, como entonces, el Magisterio guarda el depósito de la fe, no por sus cualidades, sino porque Dios está con ellos y no permite ni permitirá, que nadie atente contra la unidad ni contra la Verdad de su Cuerpo Místico.

  Del mismo modo que el Padre le reveló al apóstol la divinidad de su Hijo, ese Hijo le da a conocer al apóstol la sublime misión que le ha sido encomendada; y le anuncia que ha sido el elegido para ser la fortaleza donde Cristo edificará su Iglesia, y donde el poder del infierno no la podrá derrotar. También prometió el Señor a sus discípulos, la potestad de atar y desatar, de decidir, de perdonar…y todo ello con la prerrogativa de la comunicación en el tiempo; ya que la Iglesia de Jesús, no tiene fecha de caducidad.

  ¡Qué maravilla! Y ¡qué tranquilidad! Porque en este mundo en el que el diablo lucha por ahogar en un mar de dudas la Verdad, que es Cristo, y hacer prevalecer lo relativo sobre lo seguro, la Barca de Pedro es ese refugio firme y sólido, donde nos espera Jesús desde el mismo momento de su fundación. Nada ha cambiado en tantos siglos, salvo la liturgia que, por amor, se acomoda a las diversas culturas para que todas las gentes la puedan disfrutar de una forma sincera y personal. Dios es Dios, ayer, hoy y mañana; por eso su Palabra es eterna e intemporal. En la Misa renovamos de forma incruenta el sacrificio de la Cruz, y recibimos al Señor, haciéndonos uno con Él, en la recepción de la Eucaristía. Allí gozamos de su Gracia, que nos infunde la Vida eterna e impregna de sentido nuestro existir.

  La Iglesia es un tesoro que Dios ha dado a los hombres, haciéndonos en Ella, comunidad cristiana. Y como tal hemos de recibirla: agradeciéndolo, participando y comunicándola a los demás. Defendámosla, porque es nuestra y nosotros somos suyos; porque si la atacan, atacan a Jesús como ya hicieron entonces. Intentarán acabar con Él, erradicándolo de la sociedad, sin llegar a comprender que mientras haya una persona bautizada que sienta a Dios en su corazón, la Iglesia estará presente en el mundo. Luchemos desde el amor y la justicia, desde el ejemplo y la coherencia, unidos a su Santidad el Papa. No importa quién sea, ni como sea, porque la realidad es que es el Primado que ha escogido el Espíritu, para regir el destino espiritual de todos nosotros. Manifestemos al mundo que nosotros sí sabemos quién ese Jesús, que nos pregunta hoy por nuestro parecer; y digámosle con fuerza: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”

27 de junio de 2014

¡Lo Mejor!



Evangelio según San Lucas 2,41-51.


Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua.
Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre,
y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta.
Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos.
Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él.
Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas.
Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas.
Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: "Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados".
Jesús les respondió: "¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?".
Ellos no entendieron lo que les decía.
El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas se recoge un episodio de la infancia de Jesús, donde aprendemos quién es Cristo, a través de las acciones y palabras de otros personajes que le acompañaron a lo largo de su vida. Para ponernos en situación, es conveniente conocer que los Ácimos y Pascua, eran una de las tres fiestas de Israel en las que los varones debían peregrinar al Templo de Jerusalén, vivieran donde vivieran. Y esa obligación, aunque no concernía a las mujeres y a los niños, era seguida por todas las familias piadosas que ya, desde los primeros momentos de su vida, educaban a sus hijos en el trato y la respuesta agradecida del hombre, a la bondad de Dios.

  Qué ejemplo tan maravillosos, para todos los que nos consideramos discípulos del Señor y queremos formar familias cristianas. No hay nada mejor, ni más valioso que dar a nuestros hijos el don de la fe: porque los Sacramentos son esa vacuna espiritual, que los librará, desde su más tierna infancia, de las insidias del enemigo. Les da la posibilidad de relacionarse con ese Amigo, que nunca falla. Y sobre todo recordar, que los hijos no aprenden de lo que les decimos, sino de lo que hacemos; por eso es tan importante que vean en nosotros la coherencia de una vida, que tiene su epicentro en el Señor.

  No debe extrañarnos este episodio que nos cuenta la pérdida del Niño Jesús; ya que, por aquel entonces, Jerusalén solía multiplicar su población en las fiestas de las peregrinaciones. Y todos aquellos que venían de poblaciones lejanas, acostumbraban a viajar en caravanas donde hacían dos grupos separados, el de los hombres y el de las mujeres. Por eso los niños podían ir indistintamente con cualquiera de ellos, sin que los otros cónyuges los encontraran a faltar. Y es así como, al hacer un alto en el camino y reunirse las familias, se dieron cuenta de que el Pequeño se había quedado en la Ciudad Santa.

  Imaginaros qué dolor debieron sentir aquellos padres; qué momento de desesperación ante la pérdida del Hijo. Es, totalmente, cómo si el Padre quisiera enseñar a María, el calvario que va a tener que sufrir, con el paso del tiempo, al unir Cristo su voluntad a la voluntad de Dios. Cómo deberá desprenderse de Él, para que lleve a cabo la salvación de los hombres. Es esa pedagogía divina, que enseña a los seres humanos que nada sucede porque sí; aunque en ese momento no lo podamos entender.

  Sus padres encontraron al Niño “escuchando y preguntando” a los doctores. Es la Humanidad Santísima del Verbo encarnado, la que nos enseña en Sí misma, que hemos de crecer en el conocimiento de la Sabiduría. Y para cada uno de nosotros, la Sabiduría es Cristo; por eso nuestra vida, debe ser una búsqueda constante de su mensaje, de su historia y de su redención.

  Jesús no reprende a sus padres, cuando le piden explicaciones por haberse quedado, como puede parecer en la lectura de este texto; ya que no podemos olvidar que la forma de escribir semita era aficionada a las antítesis. Sino que les hace ver que Él se debe, y se deberá siempre, al Padre, de quién es su Hijo eterno. Y María, como siempre, guarda todo en su corazón. En ese corazón que Dios ha escogido para ser la Madre de Cristo y de la humanidad; para que tengan cabida, todos los hombres del mundo. Porque es ese manantial inagotable de amor inmenso, el que es capaz de aceptar, con su silencio y humildad, aquello que no entiende pero que sabe que precisa de la entrega de su voluntad. Así nosotros, hemos de tomar ejemplo de esa actitud rendida de la Virgen, al querer de Dios. Tú y yo, cuando lleguen momentos complicados, hemos de aprender de Ella y, con Ella, aceptar y asumir la disposición divina hacia nosotros. No lo dudéis, con María ¡siempre será lo mejor!

¡Primera carta de san Juan!



PRIMERA CARTA DE SAN JUAN:  

Según una tradición que se remonta al siglo II, el Apóstol san Juan escribió sus tres cartas en Éfeso, a la vuelta de su destierro de Patmos, al final del siglo I de nuestra era. De 1 Jn se hace eco san Policarpo hacia el año 150 citando la frase: “Quien no confiese que Jesús ha venido en carne…”y san Ireneo, hacia el año 180, da por supuesto que la carta la escribió el Apóstol san Juan, pues cita pasajes de la carta atribuyéndolos al “discípulo del Señor”; así como Clemente de Alejandría, hacia el año 200, que la atribuye específicamente a san Juan, cuando nombra pasajes de la carta. Orígenes y Tertuliano, subrayan el parentesco entre el cuarto evangelio y la 1 Juan (253-222) así como los antiguos cánones de los libros inspirados, en los que ha aparecido siempre esta carta señalando a san Juan como su autor. Se distingue en su estructura:

·     Prólogo (1,1-4) Muy parecido al del cuarto evangelio enuncia la idea fundamental de la carta: la comunión o unión del cristiano con Dios, que se manifiesta en la fe en Jesucristo y en la práctica de la caridad fraterna.
·        Primera parte: (1,5-2,29) Que se inicia con el mensaje: “Dios es luz”, desarrollándose las exigencias de santidad que requiere la vida cristiana, presentada como un caminar en la luz.
·          Segunda parte (3,1-24) Que se inicia con la declaración de la filiación divina del cristiano, exhortando acerca de la misma exigencia, considerándolas como consecuencia de esta condición de hijos de Dios.
·        Tercera parte (4,1-5,12) Se desarrollan con nueva amplitud y profundidad los temas centrales de la carta, formando con ellos como un tríptico literario: la fe en Jesucristo (4,1-6), el amor (4,7-21) y de nuevo, la fe en el Señor (5,1-12)
·          Epílogo (5,13) Muy breve.
·        Apéndice (5,14-21)
  
 Es cierto que no es fácil encontrar divisiones precisas para la parte central de la carta, ya que el pensamiento se desarrolla en forma de espiral: una y otra vez vuelve sobre las ideas fundamentales, iluminándolas desde distintos ángulos.

   En la carta no se menciona el nombre del autor, ni el de los destinatarios; tampoco aparecen los saludos de costumbre, ni la despedida al final. Por lo que estos datos hacen suponer que se trata de una especie de carta circular enviada a las comunidades cristianas de toda una región. Según una tradición transmitida por san Ireneo, el Apóstol san Juan, a la vuelta de su destierro en la isla de Patmos, pasó los últimos años de su vida en Éfeso, a la sazón, capital de la provincia romana de Asia y desde allí dirigía las diversas iglesias de Asia Menor, cuyos nombres se citan en el Apocalipsis (Ap 2-3). Según esta tradición, la carta tuvo que ser escrita después del año 95-96, cuando  -bajo el imperio de Nerva-  san Juan volvió de Patmos; y aunque no hay una seguridad total, la mayoría de los autores piensan que la carta es posterior al cuarto evangelio, ya que parece suponer enseñanzas que allí están expuestas. De las tres cartas que se le han adscrito a san Juan, ésta parece ser cronológicamente la última, escrita al finalizar el siglo I de la era cristiana. Como se desprende de su contenido, algunos falsos maestros  -“anticristos”, “falsos profetas”, “hijos del diablo”, les llama san Juan-  habían surgido en el seno de aquellas jóvenes iglesias y, aunque probablemente, ya se habían desvinculado de ellas, seguían amenazando con sus errores la pureza de la fe y de las costumbres cristianas.

   El Apóstol escribió con la finalidad de denunciar aquellas desviaciones y fortalecer la fe de los creyentes; ya que se atacaba a la Persona y a la obra salvadora de Cristo, negando que Jesús fuera el Mesías, el Hijo de Dios; por eso, insistía en la carta, que Jesucristo había venido en “carne”, para aclarar las insidias de aquellos que negaban la Encarnación del Verbo de Dios. Junto a esos errores cristológicos, se propagó también, en el plano moral, una visión equivocada de la vida cristiana: pretendían no tener pecado, afirmando que habían alcanzado un conocimiento especial de Dios (gnosis) que les eximía de guardar sus mandamientos: amando a Dios y viviendo en unión con Él, pero sin amar a sus hermanos. Por eso san Juan dejó claras sus enseñanzas frente a unos y otros errores:

·        La comunión con Dios: Desarrolló ampliamente la doctrina de la comunión o de la unión con Dios, subrayando que sólo quién permanece en comunión con los Apóstoles y acepta su mensaje puede alcanzar la unión con el Padre y el Hijo. Por ello, el conocimiento amoroso de Dios se manifiesta en la observancia de sus mandamientos, resplandeciendo en el precepto de la caridad fraterna.
·        La fe en Jesucristo: Desde el inicio, hasta el final, aparece una y otra vez la fe en la Persona y en la obra redentora del Hijo de Dios, Jesucristo; insistiendo en su divinidad, en su Encarnación redentora y en su función de Mediador único entre Dios y los hombres. El prólogo resume las afirmaciones dogmáticas más importantes sobre Cristo: es el Verbo  -segunda Persona de la Santísima Trinidad-  o el Hijo de Dios; afirmando su existencia eterna junto al Padre, así como su Encarnación en el tiempo e insistiendo en la realidad de su naturaleza humana.
·        La Caridad: Es el tema central de la carta, donde se utiliza con frecuencia el sustantivo “amor” o el verbo “amar”. Nos dice que Dios es amor porque en Sí mismo, en su vida intertrinitaria, es una comunidad viva de amor; y así se demuestra  en su manifestación en la historia de la salvación, especialmente en la Encarnación redentora.
·        La filiación divina: La comunión con Dios y la vida de la Gracia, recibida a través de Jesucristo, constituyen al cristiano  en hijo de Dios, con una filiación distinta a la natural de Cristo, pero con una filiación sobrenatural que es una maravillosa realidad. Dios, por Jesucristo, da a los hombres su vida, haciéndoles partícipes de su misma naturaleza divina y, por ello, somos realmente, hijos de Dios en Cristo.