30 de noviembre de 2013

Deseo pediros a todas las que compartís conmigo estas páginas, que oréis por el hijo de una hermana nuestra que va a entrar a formar parte de la Iglesia de Cristo. Que en ese momento único y maravilloso, donde al derramar el agua del Sacramento, Cristo nos limpia del pecado original, el Señor le conceda la fuerza y la Gracia para ser un fiel instrumento de su voluntad. Cada miembro que se bautiza es una riqueza incalculable para la comunidad y, a la vez recibe de la comunidad el compromiso de rezar por él, para que Dios lo haga digno y lo proteja del maligno. Nos necesitamos los unos a los otros para escalar esa encrespada montaña que nos conduce a la salvación. Somos eslabones en esa cadena divina que une el cielo con la tierra. Pronto, ese nuevo miembro será uno más de nosotros; pidamos al Padre que le de la fortaleza para sujetarse y sujetarnos, en la misión de la propagación de la fe. Que así sea.

¡Zacarías y Malaquías!



ZACARÍAS: 

Como Ageo, Zacarías pertenece a los profetas que ejercieron su ministerio a la vuelta del destierro y como él refleja el talante optimista de los que, tras la vuelta de Babilonia, están empeñados en la tarea de reconstruir el Templo, manteniendo la esperanza de una restauración bajo la guía de Zorobabel, descendiente davídico. Así se ve en la primera parte del libro, pero a partir del capítulo nueve, la perspectiva va más lejos y apunta a la instauración escatológica (final y definitiva) del Reino de Dios en la tierra, con Jerusalén como capital y el Templo como lugar de peregrinación de todas las naciones. De esta forma, las promesa divinas a través de los profetas del Antiguo Testamento, hacen surgir y mantienen la esperanza en la instauración del Reino de Dios, que Jesús proclamará como presente en su Persona y en sus obras.

   El libro se divide en dos partes: la primera está escrita en prosa  y abarca los ocho capítulos primeros; la segunda está casi toda escrita en poesía y carece de referencias cronológicas, y por suponerla posterior a la primera se la ha designado con el nombre de “Deuterozacarías”. Se estructura de la siguiente manera:

·        Primera parte: Santidad del profeta: (1,1-8,23) Tiene como trasfondo la reconstrucción de Jerusalén, por parte de los que han vuelto del destierro, así como las instituciones y la vida de la comunidad. Zacarías cuenta que ha tenido ocho visiones durante la noche, que han sido interpretadas por un ángel y que significan que Dios se ha apiadado de Jerusalén, quebrantando a sus enemigos, y por ello el Señor va a habitar en ella, purificando el sacerdocio y restaurando el Templo por medio de Zorobabel; no encontrándose en la tierra santa ni pecado ni maldad.
·        Segunda parte: Oráculos mesiánicos (9,1-14,21) Consta de dos largos oráculos. En el primero (9,1-11,17) tras exponer el sometimiento de los pueblos vecinos de Israel, la llegada del Mesías a Jerusalén y la restauración del pueblo unido; lamenta y describe el rechazo de un pastor ( rey mesías) por parte del pueblo. Y en el segundo oráculo (12,1-14,21) profetiza la intervención de Dios mismo para hacer fuerte a Jerusalén y Judá frente a sus enemigos, llevar el pueblo a la conversión y la purificación y reinar Él mismo sobre todo el mundo desde Jerusalén.

   Poco sabemos del profeta, salvo que había nacido en Babilonia y había sido uno de los que retornó a Judá en el año 537. Era de familia sacerdotal y sucedió como jefe de familia a su abuelo Idó, mencionado en Ne 12,4. Fue contemporáneo de Ageo y como él escribió su obra para animar a su pueblo a mantener la confianza en el Señor y a colaborar en la reconstrucción del Templo.

   Zacarías se sintió profeta del Señor y quiso transmitir lo que recibió por revelación, realizando acciones simbólicas cargadas de significado y acompañadas de oráculos, con visiones donde intervienen ángeles y aparece lo que sucede y sucederá en la tierra. Algunos estudiosos han supuesto que la segunda parte de Zacarías es muy posterior, tal vez de la época griega; pero a pesar de que algunos oráculos reflejan un contexto histórico posterior, tampoco hay nada que pueda asegurar esa procedencia. El rasgo más relevante del libro de Zacarías es que Dios da a su pueblo un mensaje de esperanza, acorde con la situación en que éste se encuentra. Dios promete que la tarea de reconstruir el Templo se llevará a término, porque es su voluntad todopoderosa y con esa reconstrucción promete a Sí mismo la llegada de un Mesías que traerá la paz y la dicha a Jerusalén y Sión. Incluso cuando el pueblo rechace al buen pastor, Dios mantendrá su palabra prometiendo que vendrá Él mismo y reinará desde Jerusalén sobre todas las naciones.

   Visto en su conjunto y según su redacción, el libro de Zacarías viene a decir que para la liberación del pueblo y la salvación de las naciones no era suficiente la reconstrucción del Templo de Jerusalén, por lo que Dios prometió un Mesías, rey de paz, un pastor bueno que había de ser rechazado por su pueblo y llevado a la muerte; pero que después, el pueblo volvería a él su mirada y le lloraría y así, finalmente, Dios mismo establecería su reinado del que se beneficiaran todas las naciones de los gentiles.

   Algunos pasajes del libro de Zacarías son citados literalmente en el Nuevo Testamento, como cumplidos en Jesucristo. Así, al describir su entrada en Jerusalén montado en un borrico, se ven cumplidas las promesas de 9,9; al narrar la traición de Judas que vende al Señor por treinta monedas, se cita 11,12-13 y finalmente en Jn19,37 se traen las palabras de 12,10: “mirarán al que traspasaron” para mostrar el significado de que un soldado traspasara con la lanza el costado de Jesús en la Cruz. De este modo, los Evangelios indicaron que Jesús es el Mesías prometido por Dios en el libro de Zacarías y que en Él se cumple aquel rechazo y muerte del Mesías que el profeta anunciaba de modo misterioso.

   Los Santos Padres han hecho una interpretación mesiánica de cada una de las figuras que aparecen en el libro de Zacarías: la del ángel del Señor, la del Sumo Sacerdote Josué, la del candelabro de oro, la del rey que llega a Sión o la del pastor bueno rechazado por su pueblo.


MALAQUÍAS:  

Este libro cierra el volumen de los doce profetas menores. Es cronológicamente posterior a Ageo y Zacarías y sabemos muy poco de su autor; tanto es así que algunos comentaristas atribuyeron el libro a Esdras. Sin embargo, el tratamiento y el vocabulario de algunos temas son más propios de la tradición deuteronomista que de la sacerdotal y por ello parece que nos encontramos ante los oráculos de un profeta anónimo de mediados del siglo V a.C. que exhorta a los repatriados de Israel para que aumenten su esperanza en Dios y mantengan su fidelidad al compromiso de la Alianza. Su estructura es la siguiente:

·        Amor del Señor por Israel: (1,1-5) Dios ama a Israel y la protege.
·        Los sacrificios mezquinos y otras facetas de los sacerdotes: (1,6-2,9) El profeta les reprocha sus faltas en el cumplimiento de los sacrificios rituales y las enseñanzas de su pueblo.
·        Los matrimonios mixtos y los divorcios: (2,10-16) El profeta condena estas dos prácticas como infidelidad a la Alianza.
·        El día del Señor: (2,17-3,5) Anuncia la llegada del Señor a su Templo que estará precedida por la presencia de un mensajero
·        Los diezmos del Templo: (3,6-12) Las gentes no viven la integridad de los diezmos y las primicias de las cosechas, porque éstas no son copiosas; el profeta enseña que las cosechas son escasas porque ellos son mezquinos con sus tributos.
·        Los justos y el día del Señor: (3,13-21) El Señor no ese ajeno a las obras de los hombres y anuncia un día de juicio que será de alegría para los justos y destrucción para los impíos.
·        Epílogo: (3,22-24) Tres versículos compendian la esperanza: hay que vivir en fidelidad a la ley de Moisés; en tensa espera ante la manifestación del Señor que estará precedida por la aparición de Elías; Elías será el instrumento divino para restablecer l armonía entre generaciones.
   El libro afronta problemas particulares  -el culto, el repudio, diezmos, cumplimientos de los preceptos de la ley, etc.-  desde perspectivas más generales; y son precisamente esas cuestiones generales las que dan consistencia al mensaje.

  El punto de partida es la vigencia de la Alianza que el Señor hizo con los patriarcas, donde se ve que Dios ama a su pueblo pero éste no le responde con fidelidad; anunciando el profeta que el día de la manifestación del Señor, Éste lo pondrá todo claro: los justos recibirán justicia y consuelos y los impíos serán como polvo y ceniza. Pero lo que es más importante es que el premio o el castigo no se vincula a la pertenencia al pueblo, sino a las buenas obras personales y al temor a Dios. Malaquías anuncia la venida el Señor precedida de un mensajero (Ml 3,1)  -el profeta Elías-  pero en los Evangelios sinópticos, éste se identifica con Juan el Bautista.

   A pesar de su brevedad, el libro de Malaquías se cita varias ocasiones en el Nuevo Testamento, sobre todo a propósito del “mensajero” que recorre los evangelios. (Mt 11,14) (Mc 9,11-12) (Lc 7, 24-30)




¿Ya estoy trabajando?



Evangelio según San Mateo 4,18-22.


Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar porque eran pescadores.
Entonces les dijo: "Síganme, y yo los haré pescadores de hombres".
Inmediatamente, ellos dejaron las redes y lo siguieron.
Continuando su camino, vio a otros dos hermanos: a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca con Zebedeo, su padre, arreglando las redes; y Jesús los llamó.
Inmediatamente, ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo vemos como Jesús, que ha comenzado a instaurar el Reino de Dios en la historia humana, llama a los primeros discípulos para que le sigan. Con ellos, formará el grupo de los Doce Apóstoles y los escogerá como pilares donde edificará su Iglesia. Llama la atención que, con toda la gente que escuchaba al Señor y le seguía, donde muchos de ellos eran miembros cultos y respetados del Sanedrín, el Señor eligiera a un grupo de pescadores rudos y poco instruidos, para que fueran guías; maestros de todo el mundo y administradores de los divinos misterios. Pero Jesús sabe que esta es la manera evidente de que este mundo comprenda que la propagación del mensaje cristiano, que tendrá lugar a través de los siglos, no es fruto de la elocuencia de los Apóstoles ni de su dominio de la ciencia; sino de su disponibilidad a los planes divinos y a su comunión con el Espíritu Santo, que los ha hecho instrumentos insustituibles en la participación de la vida redentora del Maestro.  Aquellos hombres solos, eran unos trabajadores a la espera de la llegada del Mesías; pero con el Señor, su lago abarcó todas las orillas y su barca se convirtió en el lugar donde todos los bautizados tenemos cabida. Su trabajo es ahora su misión, y Dios los ha convertido en pescadores de hombres. Ellos, que estuvieron dispuestos a responder afirmativamente a la llamada de Jesucristo, fueron instituidos para iluminar, con la transmisión de la Palabra y los Sacramentos, todos los rincones del mundo.

  Evidentemente, esta maravilla de pasaje nos habla a ti y a mí de vocación; porque Dios, que ha pensado en nosotros desde toda la eternidad y por eso nos ha creado como personas únicas e irrepetibles, nos llama en un momento de nuestra vida, por nuestro nombre. Y lo hace como el Buen Pastor, que llama a sus ovejas y las conoce a cada una por el nombre que les ha puesto, y que las distingue de las demás.

  El Señor nos ha destinado, desde siempre, ha llevar a cabo un objetivo, una misión. Hemos de estar convencidos de que nuestras vidas tienen un propósito, y por ello hemos sido convocados  a desempeñar un papel irreemplazable en este mundo, tanto, que nadie más que nosotros lo puede desempeñar; y si yo no lo llevo a cabo, quedará sin realizar. Dios ha querido necesitarnos, como objetos únicos de su amor. Y, por ello, cada uno de nosotros está llamado a la comunión divina y, junto al Señor, cambiar este lugar para que conozca a Dios. Cierto que habrán dificultades, desánimos y abandonos; pero con la fuerza de la Gracia, como aquellos primeros, seremos capaces de permanecer fieles a la fe y a la cita divina.

  Es probable que pensemos que ahora no gozamos de la presencia de Jesús que viene, personalmente, a preguntarnos si queremos ser sus discípulos; pero el eterno plan de Dios se revela a cada uno de nosotros, por voluntad de la Providencia, a través del desarrollo histórico de nuestras vidas y de los acontecimientos que nos rodean. De una forma gradual y en el día a día, si tenemos trato con el Señor a través de la escucha pronta y dócil de la Palabra y de la Iglesia; si oramos con actitud filial y de forma constante; y nos dejamos dirigir espiritualmente por los pastores que tienen la Luz divina para ello, comprenderemos, sin género de dudas, que Nuestro Dios nos llama a cumplir su voluntad. Y así, como nos dice san Pablo en la Carta a los Romanos, a todos aquellos que nos conoció de antemano, porque estábamos en el deseo amoroso de Dios, nos creó y nos predestinó a ser imagen de su Hijo Jesucristo, a través del Bautismo.

  El mundo, nuestro mundo, cada uno en el suyo, nos espera para que transmitamos con fidelidad y como miembros de la Iglesia, el mensaje de la salvación. Cristo nos ha llamado para ser trabajadores de su viña; a cualquier edad, en cualquier momento y en todas las circunstancias; ahora pregúntate tú: ¿Ya estoy trabajando?

¡El fin, nuestro principio!



Evangelio según San Lucas 21,29-33.



Jesús hablando a sus discípulos acerca de su venida, les hizo esta comparación: "Miren lo que sucede con la higuera o con cualquier otro árbol.
Cuando comienza a echar brotes, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano.
Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el Reino de Dios está cerca.
Les aseguro que no pasará esta generación hasta que se cumpla todo esto.
El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán
.

COMENTARIO:

  Vemos como este Evangelio de Lucas muestra la parábola de la higuera, como imagen de las señales que debe avisarnos de que ya está próximo el fin de los tiempos. Como siempre, Jesús habla a sus discípulos de algo que conocen, que les es familiar: esa ocasión en la que brotan las hojas de los árboles, anunciándoles que ya se aproxima el verano. Así, con esta comparación, el Señor se asegura de que entiendan que todo aquello que les ha explicado, se va a cumplir en un instante, en el preciso y querido por Dios. Esta es una realidad que no admite discusión porque Cristo, que es la Verdad, no puede mentirnos. Ignorarlo, lo único que conlleva es una falta de sentido común.

  Ahora bien, esa forma de hablar tan apocalíptica y tan propia de la época de Jesús, puede desconcertar a todos aquellos que escuchamos su palabra; como así sucedió con algunos de sus coetáneos que cuando oyeron comentar que esos sucesos tendrían lugar antes de que hubiera pasado “esta generación”, lo tomaron tan al pie de la letra que dejaron de trabajar a la espera del fin del mundo. San Pablo tuvo que recordarles, que nadie sabe el cuándo, sólo Dios, y que para Él no existe el tiempo. Que, seguramente bien puede suceder, que la generación a la que el Maestro se refiere abarque el curso temporal que va, desde su venida hasta su llegada en ese nuevo periodo; donde regresará con Gloria, para instaurar definitivamente su Reino.

  Ese retoñar del árbol que anuncia Jesús y que indica la llegada del buen tiempo, puede y debe ser para nosotros, no sólo un aviso ni unos momentos de inquietud, sino la esperanza de que por fin Cristo va a manifestarse al mundo, y ese mundo no va a poder seguir ignorándolo. Llegará el instante en que terminará el dominio del mal en la tierra y ya no habrá que luchar para que se haga justicia, porque la propia justicia será la que de a cada uno lo que le corresponde. El Amor se manifestará, y terminará la búsqueda en la alegría del encuentro.

  Lo que sucede es que, así como la muerte nos llega sin previo aviso, nos dice el Señor que esos momentos finales serán más previsibles, porque la propia creación clamará por ese tiempo nuevo. Pero para el cristiano, esas circunstancias no podrán ser motivo de inquietud, ni podrá permitir que su corazón  pierda la paz; ya que vivimos con la alegría de ese encuentro que nos llenará de gozo y culminará con el deseo permanente de felicidad,  que mueve al hombre a una búsqueda constante.

  De ahí que, para los bautizados, los signos que precederán al fin sólo deben ser señales de un principio esperado. No deberemos correr, ni escondernos, ni intentar cambiar, porque ya no habrá tiempo; sólo seguir con nuestras tareas habituales, intentando terminarlas lo mejor posible. Eso será lo último de nuestra vida que entreguemos a Dios. El fin para todos, hasta para aquellos que le ignoran, será el principio donde el hombre volverá al punto del que nunca debió partir: a la comunión Trinitaria que nos llena de amor, gozo y sentido.

29 de noviembre de 2013

¡La alegría del amado!



Evangelio  de Lucas 21,20-28:

 En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed entonces que se acerca su desolación. Entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes; y los que estén en medio de la ciudad, que se alejen; y los que estén en los campos, que no entren en ella; porque éstos son días de venganza, y se cumplirá todo cuanto está escrito.

“¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! Habrá, en efecto, una gran calamidad sobre la tierra, y cólera contra este pueblo; y caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles. Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación».

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas observamos el discurso escatológico del Señor sobre los signos que descubrirán el fin de los tiempos. Siguen las señales, con la destrucción de Jerusalén; y el Maestro se detiene especialmente en esta circunstancia porque sabe que la Ciudad Santa será cercada  por el ejército romano de Tito y que su pueblo, al evocar sus palabras, huirá a Transjordania. Pero Jesús recuerda que este capítulo tiene que venir acompañado de otra serie de circunstancias que se han de dar en el mismo momento; y, evidentemente, ese no ha sido el caso. Porque la Nueva Jerusalén, de la que nos habla la Parusía, será ese lugar sagrado donde Dios visitará a su pueblo y que Cristo ha fundado en el tiempo, la Iglesia.

  Esos momentos de tribulación que se vivirán con la destrucción del Templo, a manos de una civilización pagana, serán imagen de los sufrimientos que la Iglesia deberá pasar, sin sucumbir, hasta el último instante. El Señor acompañó esas circunstancias, con la cautividad y la desaparición de Israel como nación, con la aparición del “tiempo de los gentiles”; es decir, la época durante la cual todos aquellos que no pertenecíamos al pueblo de Israel, íbamos a entrar a formar parte del Nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia; hasta que, como asegura Jesús, los judíos se conviertan al final de los tiempos. Todas esas desgracias que se asocian al mensaje del Señor, son señales de cuanto acontecerá antes de la venida gloriosa del Hijo del Hombre: toda la creación entera participará de la misma angustia de la gente, que se debatirá entre la ansiedad y el terror.

  Todo perderá su orden establecido, porque todo recuperará el verdadero orden primigenio que Dios estipuló para todo lo que salió de sus manos; y, en ese momento, el diablo dejará de tener influencia sobre el ser humano. Se habrá acabado el tiempo de demostrar y sólo quedará enseñar a Dios nuestra vida, fijada como una fotografía. No habrá marcha atrás, ni tiempo de recuperar nuestros errores; sólo será la oportunidad de dar testimonio de lo que de verdad hemos sido, y no de lo que hemos querido aparentar.

  Y es aquí donde yo quería llegar, tras observar este pasaje que, a simple vista, parece tan tremendo. El cristiano, si de verdad lo es, espera a su Señor con la alegría del amado que lleva tiempo suspirando por el momento del encuentro. Por eso, observar que Cristo llega triunfante, tras haber entregado su vida por nosotros y sufrir todas las humillaciones que se pueden infringir a un ser humano, es una circunstancia que, aunque nos asuste el cómo, nos tiene que llenar de alegría. Es entonces cuando podremos comprobar con la certeza, no sólo de la fe, que nuestra esperanza estaba fundada en Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. En ese momento no habrá más injusticias, ni dolor, ni tristezas…sólo el encuentro con el Hijo de Dios al que aprendimos a amar a través de la Escritura Santa y los Sacramentos. Al que celebramos en la Liturgia y que nos ha acompañado tantas veces en la soledad de nuestra alcoba. Con El que oramos, lloramos y reímos; por El que suspiramos, para que sea nuestra fortaleza en el dolor y nuestra alegría en la contradicción.

  Pero como tantas veces nos recordará Jesús, y así se lo testimonió en la Cruz al Buen Ladrón, cada uno de nosotros tendrá su final particular cuando llegue el término de sus días en la tierra. Y en ese momento personal, veremos a Cristo cara a cara para rendir cuentas de la vida que se nos entregó como préstamo, para ser devuelto con los intereses del amor. No tememos a la Parusía, porque intentamos prepararnos cada día para dar testimonio de nuestra fe y estar dispuestos a emprender el viaje que nos conduce a los brazos amorosos de ese Padre, que nos espera desde toda la eternidad: hoy, ahora, mañana o en un futuro cercano.