28 de febrero de 2015

¡Tú verás!

Evangelio según San Mateo 5,43-48. 


Jesús dijo a sus discípulos:
Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.
Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores;
así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos.
Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos?
Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?
Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo. 

COMENTARIO:

   Vemos en este Evangelio de san Mateo, como se resume toda la enseñanza que Jesús ha venido desarrollando en estos días pasados. Toda ella queda condensada en la frase del Maestro, donde nos indica que hemos de ser santos, porque nuestro Padre celestial es santo. Nosotros, tú y yo, estamos llamados a tomar ejemplo e identificarnos con Aquel que es Modelo y Camino, para todo cristiano.

  El Señor nos ha enseñado que la característica indiscutible que compendia toda su realidad, es el amor. Pero no ese amor que, a veces, entendemos los humanos como gozo, satisfacción y placer; sino esa verdadera entrega, que se vive para hacer felices a los demás. Porque, aunque no nos demos cuenta, nuestro bienestar está condicionado al bienestar de los “otros”. Y Jesús nos dice que el “otro”, nuestro prójimo, no es solamente y como bien indica la palabra, aquel que está más cerca, sino también aquel que se encuentra muy lejos de nosotros.

  Pero el Maestro todavía va más allá y, para que no queden dudas, nos insiste en que Él es la manifestación de Dios a los hombres: el Verbo encarnado. La Revelación total y definitiva de la intimidad Trinitaria, que se ha dado a conocer a la Humanidad con palabras tan humanas, que después de ello ya no cabe el error. Así, cuando la Escritura nos dice que hemos de identificarnos con el Señor, nos indica de una forma clara y determinada, que hemos de seguir los pasos de Cristo para ser en Él, unos dignos y santos hijos de Dios.

  Esta es la llamada que el Padre nos hace para que, sin distinción, luchemos con todas nuestras fuerzas –con ayuda de la Gracia- para alcanzar la santidad. Y que nadie se crea que eso es una sugerencia, sino que es una exigencia divina, para poder formar parte de su Reino. Aquí se ve, y se explica, porqué el Maestro, antes de subir al Cielo, ha querido dejarnos su Espíritu y su Salvación, en la Iglesia a través de los Sacramentos. Bien sabe, porque mucho nos conoce, que nuestras debilidades y pecados aflorarán y complicarán nuestros propósitos; que somos orgullosos, soberbios, intolerantes, prestos a la ira… Pero conocernos, es el primer paso para podernos corregir. De ahí que nos llame a pedir perdón en la Penitencia, y recibir su Fuerza, en la Eucaristía. En hacer de nuestro día a día, una escuela de superación y crecimiento personal en el Señor.


  Jesús nos llama a poner el listón muy alto, porque su entrega ha sido total, para todos los hombres: no sólo para aquellos que lloraban a los pies de la cruz y Le consolaban con sus palabras; sino también para aquellos otros que le escupían e increpaban. Cristo ha abierto sus brazos, sin forzar voluntades, a todos aquellos que reconociendo sus errores, han vuelto su corazón a la fe en su Persona; y, automáticamente, les ha pedido que hicieran suya, su actitud. Que cada uno de nosotros, por el hecho de haber recibido las aguas del Bautismo y ser iluminados por la Gracia del Paráclito, proclamemos al mundo con nuestras palabras y, sobre todo, con nuestras obras, la bondad y la caridad de Jesucristo. Porque desde ese momento, un cristiano hace presente, con su vida, la imagen de Nuestro Señor. Es tan grande nuestra responsabilidad! Y tan poco, lo conscientes que somos de ello. De la misma manera que Cristo es la imagen visible del Dios invisible, tú y yo somos, como cristianos, la expresión de la Verdad de Nuestro Señor y la afirmación de su doctrina, en medio del mundo ¡Tú verás! 

27 de febrero de 2015

¡Concepción cristiana de la persona!

5. CONCEPCIÓN CRISTIANA DE LA PERSONA.


   Y es esa concepción cristiana de la persona, llena de su riqueza hipostática en materia y espíritu, la que consigue que la educación alcance su perfección y su sentido a través del desarrollo integral y armónico del ser humano. Por eso todos los que nos llamamos cristianos coherentes, debemos luchar, con nuestros argumentos, para manifestar y exigir en el sistema educativo aquella enseñanza que trate al hombre y a la mujer como lo que son por propia naturaleza: dotados de inteligencia y voluntad y por tanto libres. Que son: irrepetibles, irreductibles, incognoscibles en sí mismos con una dignidad privativa que radica en su más profundo interior, en su intimidad constitutiva; que se despliega en actos espirituales mediante sus facultades, con una apertura esencial que se realiza como coexistencia y que son llamados, a través de la iniciativa divina, a una correspondencia libre.


[1] “Se debe educar al hombre todo, para que la educación sea integral y humana (…) la misión es hacer hombres, no papagayos; hombres enteros y cabales, no mutilados ni desequilibrados; y para conseguirlo debe educar armónicamente todas las fuerzas y facultades del alumno; considerándole como ser activo, inteligente y responsable, con destino trascendente, fisonomía y carácter propios”


    Pero, justamente, porque fallamos en el concepto de persona erramos en la finalidad educativa que nos proponemos y optamos por un sistema competitivo cuyo único aliciente es la instrucción que al evaluar consagra “egos” exacerbados  que culminan en brillantes posiciones sociales. San Josemaría en su punto 597 de Surco, nos llama la atención sobre esa cuestión:


Resulta experiencia penosa observar que algunos, menos preocupados de aprender, de tomar posesión de los tesoros adquiridos por la ciencia, se dedican a construirla a su gusto, con procedimientos más o menos arbitrarios. Pero esa comprobación te ha de llevar a redoblar tu empeño por profundizar en la verdad”


   Es necesario, por el propio bien de la sociedad, recordar que la misión de la escuela es hacer hombres y mujeres cabales, educando armónicamente todas las fuerzas y facultades de los alumnos para que sean capaces de alcanzar su mayor plenitud, a través del conocimiento de sí mismos. Eso se conseguirá generando el conjunto de creencias y convicciones que les ayuden a desarrollar disposiciones positivas respecto a las realidades del mundo: naturales, humanas y trascendentes, como punto de apoyo necesario para que puedan sostenerse con seguridad en el suelo de sus vidas. Es muy común que la educación integral se considere la suma de diferentes tipos de educación; pero esa concepción educativa no consiste en una construcción acumulativa, sino en aquella que parte y arranca de la raíz de la unidad del hombre: de su personalidad. El hombre íntegro no es un conglomerado de actividades, sino aquel que es capaz de poner su sello personal en cada una de las manifestaciones de su vida. Por eso la educación integral es aquella que permite poner unidad en todos los aspectos de la vida de la persona.
 


6. EDUCACIÓN INTEGRAL: LIBERTAD Y VIRTUDES.


   A través de una educación integral, desarrollaremos las potencias que hacen que el hombre sea lo que es; educando en la libertad que define, esencialmente la naturaleza humana incompleta, que al no estar determinada por los objetos debe determinarse frente a ellos, estando abierta operativamente a diversas posibilidades de actuación. El acto de elegir es la inmediata manifestación de la libertad referida a los medios, para que así pueda desembocar en el acto más radical del ser humano, que es: autodeterminarse en razón del fin: Si así lo hacemos prepararemos a nuestros alumnos para que la libertad, entendida como capacidad de autodeterminación, les permita estar por encima de determinaciones que generarán una inconmovible conducta,  demostrando que la libertad humana es un proceso de liberación de toda dependencia externa o interna.
  

   Trabajaremos con ellos la formación de hábitos –actuaciones repetidas, inteligentes y voluntarias que dan estabilidad a la conducta- para que sepan responder ante una libertad del hombre relativa, por ser creada y caída, por tanto defectible y nunca absoluta. Y lo haremos, porque por la propia estructura antropológica del ser humano, podemos afirmar que sólo educando los hábitos seremos capaces de alcanzar la libertad que nos enriquece con las renuncias personales, al perfeccionar nuestras potencias con el ejercicio de las mismas, consiguiendo la persona, la posesión perfectiva de sí mismo, en lo que radica su crecimiento que es el fin de la educación.


   Para cualquier educador, o cualquier sistema educativo, su máxima aspiración debería ser lograr que sus educandos fueran, no sólo grandes profesionales, sino señores de sí mismos; capaces de sobreponerse a la esclavitud de sus tendencias, de sus inclinaciones y caprichos. Pero ese dominio, que es una de las dimensiones radicales de la libertad humana y del ser personal, no se logrará si primero no se ha trabajado en el gimnasio de la voluntad la formación de hábitos que prefiguren una progresiva posesión de su ser a través de actos realizados; haciendo de la persona dueña de su vida y no esclava de sus pasiones. 


[2] “Educar es ayudar a crecer. En esa expresión se condensa todo un saber pedagógico en la medida en que alude directamente a un implícito sumamente importante, a saber, que el ser humano es capaz de crecer. Un crecimiento que hace referencia a la esencia de la persona y denominaremos esencialización, pero también cabe un crecimiento personal al que denominaremos optimización. La esencialización es la acción que realiza la persona que radica en perfeccionar la naturaleza que tiene y consiste en el crecimiento irrestricto de las facultades superiores –inteligencia y voluntad- a través de los hábitos. Por su parte la optimización consiste en el crecimiento irrestricto de los trascendentales personales mediante la libre destinación de quienes somos. En otras palabras, el perfeccionamiento personal no es tal si la persona no se acepta para darse o destinarse. De este modo, lo más elevado en la esencia es la virtud, pero por el carácter dual, la persona libre dispone “en orden a una destinación, a un otorgamiento” y es éste el fin más alto que le compete”


   Esos hábitos operativos perfectivos que remiten a la potencialidad, como operatividad futura, reciben el nombre de virtudes, que son la esencia de la educación. Ya que no educamos potencias independientes, sino a la persona en la unidad de su ser, éste actuará mediante las virtudes articuladas en su diferente etapa de maduración personal y reclamará que la función educativa, para serlo, tenga una capacidad integradora de la inteligencia y la voluntad; pudiendo conseguir contemplar los hábitos, en la plenitud de su consistencia, como virtudes.


   Perseguimos ese desarrollo total y unitario de la persona en sí, cuyas acciones u operaciones inmanentes la configuran a lo largo de su vida, en torno al decisivo factor de la libertad creadora, capaz, no sólo de asumir, sino de elegir vivir de forma heroica circunstancias difíciles de su existencia, como bien nos lo recuerda Alfredo Rodriguez Sedano:


[3]De esto se desprende que el crecimiento humano es esencialmente un crecimiento –mediante los hábitos- de potencias que no están determinadas; entre ellas, las más inminentemente humanas –el entendimiento y la voluntad- muestran el carácter propio del crecimiento humano: siempre se puede conocer más y querer más: Mientras que el crecimiento de la persona, en cuanto que se trasciende, es un disponer en orden a una destinación, a un otorgamiento.”


   Optamos por el global cultivo del espíritu, que no se produce por el logro de unos objetivos comportamentales, escalonados técnicamente, sino por el proceso que se va produciendo al ritmo en que el intelecto, la voluntad y la afectividad se enriquecen a través de los hábitos; consiguiendo que la voluntad del educando, cuando sea capaz de ello, en un acto radicalmente libre, decida hacer lo que debe hacer porque es bueno y es lo mejor.  Educamos para que el hombre alcance su finalidad, que es llegar a ser feliz a través del perfeccionamiento y la elevación de sus potencias, sobre todo de aquellas que lo trascienden y lo religan con Dios, a través de una libre respuesta personal.  Como leemos en el punto 344 de Camino:


 “Educador: el empeño innegable que pones en conocer y practicar el mejor método para que tus alumnos adquieran la ciencia terrena ponlo también en conocer y practicar la ascética cristiana para que ellos y tú seáis mejores”.


     Por eso educar debe ser mostrar al hombre el proyecto divino que está llamado a ser a través de sus virtualidades, elecciones, encuentros y limitaciones. Limitaciones, que por la propia vida, desembocarán en sufrimientos que nos abatirán crudamente al enfrentarnos a su misterio en la encrucijada del dolor, que forma parte del propio ser humano. Queda claro en las siguientes palabras de S.S. Pío XI:


[4] “Los hombres, creados por Dios a su imagen y semejanza y destinados para gozar de Dios, perfección infinita, al advertir hoy más que nunca, en medio de la abundancia del creciente progreso material, la insuficiencia  de los bienes terrenos para la verdadera felicidad de los individuos y de los pueblos, siento por esto mismo, un más vivo estímulo hacia una perfección más alta, estímulo que ha sido puesto en la misma naturaleza racional por el Creador y quieren conseguir esta perfección principalmente por medio de la educación. Sin embargo, muchos de nuestros contemporáneos, insistiendo excesivamente en  el sentido etimológico de la palabra, pretenden extraer esa perfección de la mera naturaleza humana y realizarla con solas las fuerzas de ésta. Este método es equivocado, porque en vez de dirigir la mirada a Dios , primer principio y último fin de todo el universo, se repliegan y apoyan sobre sí mismos, adhiriéndose exclusivamente a las cosas terrenas y temporales; y así quedan expuestos a una incesante y continua fluctuación mientras no dirijan su mente y su conducta a la única meta de la perfección que es Dios, según la profunda sentencia de San Agustín: “Nos hiciste Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”







[1]   D. José Luís Gonzalez-Simancas “Educación, Libertad y Compromiso” , punto 1 Introducción, Un principio central. Principio de autodesarrollo, La integridad en la vida real.


[2]    Don Alfredo Rodriguez Sedano; introducción al artículo “La libre donación personal: Libertad íntima o libre manifestación humana”:

[3]     Conclusión de su artículo “La libre donación personal: libertad íntima o libre manifestación humana
[4]    Carta Encíclica “Divini Illius Magistri”, punto 4

¡No es negociable!

Evangelio según San Mateo 5,20-26. 


Jesús dijo a sus discípulos:
Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos.
Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal.
Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego.
Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti,
deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda.
Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te pongan preso.
Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo. 

COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de san Mateo, como Jesús –nuevamente- interpreta y le da su verdadero sentido a la Ley de Moisés. Eso, que puede parecernos que no es importante, en realidad denota la verdadera naturaleza del Hijo de Dios; porque en aquel tiempo, en el que se esperaba la llegada del Mesías, anunciada específicamente por la Escritura, se daba como una de las principales características del Enviado divino, la capacidad de explicar y analizar –de forma definitiva- el contenido de la Legislación mosaica. Por eso el escritor sagrado desarrolla el texto, para que podamos apreciar que el Señor desborda esa función y, situándose al mismo nivel que el Padre, La ilumina y La perfecciona. Es decir, que La interioriza para que, de una vez por todas, entendamos que Él no ha venido a anular los preceptos establecidos, sino que los asienta en las bases que les corresponden, para poder edificar el Reino de Dios: y que no son otros que el Amor y la Caridad.

  Jesús insiste en que cumplir los Mandamientos, no puede ser nunca un compromiso formal, sujeto y encorsetado a la norma y a la letra; sino el deseo de agradar al Señor, que mueve al corazón desde la intención, para hacer felices a nuestros hermanos. Es esa grandeza del alma que se consigue cuando nuestra felicidad está supeditada a la felicidad de los otros. Y el Maestro, para que no erremos en nuestras actuaciones –con las que rendiremos cuentas el día de nuestra muerte, a su Persona- nos trae a colación esas tres faltas que, de una forma soslayada, contribuyen a nuestra perdición. Ya que los hombres no nos damos cuenta, o mejor dicho, no le damos importancia, a esa irritación interna que comienza como una afrenta y termina en un ataque de ira; donde no sólo insultamos a nuestro hermano, sino que intentamos agredirle verbalmente y le perdemos toda  consideración. Por eso, dar cabida en nuestro interior al odio silencioso pero corrosivo, o al rencor, desemboca siempre de forma inevitable en la murmuración, los comentarios, las injurias y las calumnias. Situaciones que van dirigidas directamente, a herir a las personas en cuestión.

  Jesús nos advierte que ese sentimiento, que nace del orgullo y de la soberbia, debe ser erradicado de nuestro corazón, desde el mismo momento en el que tomamos conciencia de su presencia. Porque no hay nada que nos separe más de Dios, que esa sensación de violencia que fluye de nuestro interior. Es imposible formar parte del Padre, como hijos suyos en Cristo, si el amor no es la manifestación de nuestro existir. Si no conseguimos detener la chispa de la ofensa que se nos ha infringido –o que así nos lo ha parecido- porque de no hacerlo, se convertirá en un incendio imposible de dominar con nuestros únicos medios. Por eso el Señor nos llama desde el Sacramento de la Penitencia, para recurrir a su perdón y su auxilio, y fortalecidos en su Persona someter a los impulsos del mal, recuperando la cordura.

  No podemos ceder a esa ganancia de Satanás, que envenena nuestra alma de odio y miseria; porque así Caín mató a su hermano Abel y los hijos de Jacob, intentaron terminar con la vida de su hermano José. Ni la propia sangre está libre de ese sentimiento asesino que destroza al ser humano; y no os justifiquéis diciendo que vosotros no serías capaces de matar a alguien, cuando después con nuestras palabras –o simplemente consintiendo con nuestra presencia- asentimos en que se le quite la honra a una persona, que no tiene ninguna oportunidad de defenderse, cuando su dignidad es su más preciado tesoro. El ser humano está creado a imagen y semejanza de Dios; y, por ello, merece un respeto y una veneración. Si no estamos de acuerdo con sus opiniones o, simplemente, no despiertan en nosotros ninguna simpatía, hemos de tratarles, mínimamente, con la deferencia y la corrección debida.


  No dejemos que crezca esa semilla de intolerancia, que el diablo sembró con el pecado original; más bien trabajemos la tierra de nuestra alma, para que el Maestro arranque las malas hierbas y sólo permita que germine la simiente de la fe. Luchemos por adquirir las virtudes que, con una repetición de actos buenos, conseguirán que seamos pacientes, humildes, comprensivos y dispuestos a perdonar, discernir y ser magnánimos en el amor. El Señor nos asegura que, sin ninguna duda, deberemos rendir cuentas ante el Sagrado Juez, de nuestras actitudes en referencia a los demás ¡Y eso no será negociable!

26 de febrero de 2015

¡Somos únicos para Dios!

Evangelio según San Mateo 7,7-12. 


Jesús dijo a sus discípulos:
Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá.
Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.
¿Quién de ustedes, cuando su hijo le pide pan, le da una piedra?
¿O si le pide un pez, le da una serpiente?
Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará cosas buenas a aquellos que se las pidan!
Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas

COMENTARIO:

  Sin duda este Evangelio nos habla de una situación que cualquier cristiano ha vivido en algún momento, a lo largo de su vida; y es la eficacia de la oración. Jesús quiere que sepamos, de una forma muy especial, que no estamos solos ante las dificultades de este mundo ¡y que son muchas! Sino que Él está pendiente de nosotros y presto, en el silencio de la cotidianidad, para acudir en nuestra ayuda; ya que esa es la condición “sine qua non” de Aquel que nos ama con locura.

  Pero el Señor precisa que, lo mismo que cuando uno habla espera que otro escuche, todos aquellos que estamos agobiados, sufriendo ante situaciones que nos superan, padeciendo enfermedades, o soportando injusticias, hemos de saber recurrir con fe y esperanza a su Divina Misericordia. El Maestro nos asegura que para que nos abran una puerta, es indispensable que llamemos. Y que para recurrir al auxilio divino, es imprescindible dar ese paso en el que reconocemos que sólo el deseo de dirigir nuestra plegaria al poder salvador de Cristo, hará que nuestras necesidades sean escuchadas y atendidas.

  Si repasáis el Nuevo Testamento conmigo, tendréis que reconocer que en todos los casos en los que se ha recurrido al amor del Maestro, nunca ese amor ha defraudado. No ha importado si ha sido una petición directa, pública, o si por el contrario, ha partido de un sentimiento oculto que ha nacido de un corazón atribulado: El centurión romano, pidió el favor para su siervo enfermo; Jairo, el jefe de la sinagoga, imploró por su hija muerta; la mujer con hemorrosía, mezclada entre la gente y con una profunda humildad, pensó que si sólo tocaba el manto que cubría al Hijo del Dios Todopoderoso, recobraría la salud perdida. Y ninguno de ellos se fue de vacío, sino que todos recibieron el ciento por uno: recuperaron lo que habían perdido y fortalecieron esa confianza, que se les pidió como condición para el milagro.

  Jesús nos dice, para que no nos quede ninguna duda, que esa forma suya de obrar responde a la propia naturaleza –tanto divina como humana- que forma parte de su realidad: y es el Amor incondicional. Cada uno de nosotros, por el Bautismo, hemos sido elevados a la dignidad de hijos de Dios y, por ello, convertidos en familia cristiana. Y Dios, que es Padre, actúa con sus hijos entregando lo mejor de Sí mismo. Pero quiere que vayamos a su encuentro, con esa seguridad que no está reñida con la fragilidad, ya que disfrutamos la certeza de que nuestra fuerza proviene de su Grandeza, y su sostén es nuestra esperanza. Como aquellos pequeñuelos que confían en las decisiones de sus progenitores, hemos de tener el convencimiento de que ante una petición elevada a su voluntad divina, ese Dios que ha sido capaz de enviar a su Hijo para que muriera por nosotros, no nos la podrá negar. Y si analizáis todas las situaciones a las que nos hemos enfrentado, estoy convencida que tendréis que reconocer conmigo que, en la mayoría, hemos sentido al Señor a nuestro lado.

  Nadie sabe lo que nos conviene, y algunas veces –aunque sea muy doloroso- es preciso amputar un miembro cangrenado, para salvar al resto del cuerpo. Así, de esta manera y con total disponibilidad, elevamos al Padre las peticiones con la seguridad de que nos concederá aquello que mejor convenga a nuestra salvación, y que contribuya a la de nuestros hermanos. Y no sé si a vosotros os pasará, pero a mí me ha ocurrido que, con los años, toda mi vida se ha convertido –por las circunstancias- en una constante oración: pido por los míos; por los de aquí y los de allí; por los grandes y los pequeños; por los que sufren y padecen; por los enfermos; para que alcancen la fe; para que sean fieles…Y agradezco al Señor sus inmensos beneficios, y le cuento que sin Él no podría enfrentarme al día a día, de un mundo que ha perdido el Norte de su existir. Y así, minuto a minuto, la vida se va desgranando en un diálogo tanto humano como divino, que da la razón de ser y de luchar a los que la disfrutamos. Porque a pesar de ser difícil y complicada, merece ser vivida si el Amor forma parte de ella; si le da el sentido y la sostiene como columna donde se construye el edificio de nuestra realidad. Por eso Jesús, para finalizar su discurso, nos da la “regla de oro” del cristiano; que debe ser el criterio práctico que mueva todos nuestros actos: la Caridad.

  Quiere el Señor que respondamos a las peticiones de ayuda –que pueden ser silenciosas y manifiestas en el dolor de una mirada- de la misma manera que Él lo hace con nosotros: sin condiciones, con presteza y entregando lo mejor de nosotros mismos. Nunca podemos olvidar que, por la Gracia Sacramental, nos convertimos en otros Cristos en Cristo ¡Somos únicos para nuestros hermanos!¡Somos únicos para Dios!


25 de febrero de 2015

Queridos amigos:

Simplemente quiero agradeceros vuestras oraciones que han contribuido, sin ninguna duda, a que tuviéramos en el desarrollo de un parto complicado, un final feliz.
No me canso de repetir que no hay tesoro más grande ni más productivo, que la plegaria. Sobre todo en esos momentos en los que lo único que puede hacer variar los platos de la balanza, es la voluntad de Dios. Cada día que pasa, y con las experiencias que vivo, recomiendo a mis hermanos que no se cansen de pedir, con la seguridad de que lo que recibamos, será lo mejor para nosotros. Tengo delante de mis ojos una imagen de la Virgen de los nudos, a la que el Santo Padre tiene mucha devoción. En ella podemos observar como Nuestra Señora, con paciencia, desenrrolla en la cuerda, los líos que por nuestra zafiedad hemos ido creando. Así es la vida, al lado de María...Porque Ella es una Madre que intenta, en silencio, solventar nuestros problemas. Acude a su misericordia maternal ¡vale la pena! No te cuesta dinero y no tienes nada que perder. Yo te aseguro, por experiencia, que nunca saldrás defraudado.

¿Esperas un "signo", para creer?

Evangelio según San Lucas 11,29-32. 


Al ver Jesús que la multitud se apretujaba, comenzó a decir: "Esta es una generación malvada. Pide un signo y no le será dado otro que el de Jonás.
Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación.
El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón y aquí hay alguien que es más que Salomón.
El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás. 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas, vemos como el Señor responde al requerimiento de aquella multitud que le pide una señal para creer. Y lo hace con una duras palabras, que denotan su cansancio ante aquellos a los que, en realidad, no les importan los hechos y, ni muchos menos, su mensaje; porque han decidido cerrar su corazón a Dios.

  A estas alturas de su ministerio, cuando ha sanado enfermos, expulsado demonios y resucitado a los que ya habían muerto, siguen exigiéndole para convertirse, un hecho sobrenatural que despeje todas sus dudas. Quieren una evidencia que manifieste a su razón, la certeza de lo que predica. Y Jesús vuelve a repetirles que los signos que ha mostrado a las gentes, y la sabiduría que ha revelado en su caminar terreno, sólo puede estar claro para aquellos que han estado dispuestos a ver, a contemplar. Porque es la actitud interior la que mueve al corazón, para poder percibir en las realidades habituales la trascendencia de lo sobrenatural. Ya que todo en este mundo puede justificarse, con tal de no aceptar la Verdad que compromete: negarán la muerte física, alegando que se trataba de un cataléptico; los sordos mentía; los paralíticos solo presentaban problemas de espalda y los endemoniados respondían ante Aquel, que servía al diablo.

  Es inútil todo, cuando no estamos dispuestos a plantearnos nada. Por eso creer por un hecho espectacular –por un milagro- es algo que no debe formar parte de la verdadera identidad de un cristiano. Asentimos a la Palabra, porque confiamos en El que nos la transmite, y así creemos firmemente que Jesús de Nazaret, es el Hijo del Dios vivo. Y si sus actos ratifican su mensaje, pues mejor; pero no son la causa de nuestra confianza. Asentimos y seguimos a su Persona, porque hemos asumido y hecho nuestro ese Amor incondicional, que nos ha salvado con su sacrificio en la Cruz; y le hemos entregado nuestro corazón, uniéndonos al Suyo, como miembros de su Iglesia.

  Jesús les recuerda, a todos los que le escuchan, que los ninivitas se salvaron del castigo divino, porque oyeron y creyeron las palabras de Jonás. Que la Reina de Saba vino de muy lejos, simplemente para comprobar la sabiduría que Dios había infundido al Rey Salomón. Y ahora, que se cumplen las Escrituras y delante de ellos está la Sabiduría encarnada, que sabe leer en su interior, le piden a Cristo números extraordinarios que los llenen de asombro–como si fuera un circo- para asentir a su mensaje. Cuando en realidad se lo piden, porque han cerrado sus oídos a la Palabra que salva. Ellos no quieren oír hablar de arrepentimiento, ni de conversión, ni de errores ni de cambios de actitud que puedan complicarles la cómoda vida que disfrutan. Y el Señor, en un último intento y a la espera de que tras su Muerte y Resurrección recapaciten, les hace un paralelismo entre los momentos que vivirán, con las circunstancias que sufrió Jonás, cuando estuvo en el interior de la ballena.

  Así como el profeta no permaneció para siempre en el estómago del cetáceo, sino que esa circunstancia sirvió para llevar a buen término los planes divinos, tampoco el sepulcro guardará en su interior al Mesías prometido. Ya que, en el tiempo requerido, se abrirá para mostrar a los hombres –que quieran contemplarlo- la Gloria de Dios. Y digo “que quieran”, porque otra vez se intentará justificar el hecho más increíble que ha dado la historia, mintiendo y explicando una patraña, a todas luces inverosímil, en la que aprovechando el sueño de una guardia romana, unos pobres pescadores robaron el Cuerpo de Cristo y lo escondieron ¡Dios sabe donde! en un lugar en el que jamás fue encontrado; cuando fue el más buscado, tanto por romanos como por judíos. Aquellas mujeres y aquellos escasos discípulos que se encontraban a los pies de la Cruz, y que tuvieron que aceptar el sepulcro que les brindó José de Arimatea porque no había lugar donde enterrar al Maestro, ahora encuentran un sitio y abandonan sin respeto alguno al Sujeto de sus amores, para no regresar jamás. Todo vale, cuando no se quiere reconocer que Jesús es la “Señal” dada por el Padre a todos sus hijos, de todos los tiempos. Y lo mejor es que, para mantener esa patraña, como la calificaban aquellos fariseos, murieron familias enteras de cristianos.


  Otra cosa muy distinta es que, porque nosotros esperábamos una manifestación distinta, no estemos dispuestos a aceptarla. Eso no es nuevo, y se sigue dando en nuestros días. Dios sigue hablándonos y transmitiéndonos su Palabra en Cristo, a través de la Escritura Santa y de la Iglesia que la cuida, transmite, interpreta y protege. El Altísimo sigue confirmando con hechos, el mensaje eterno; y por eso sigue a nuestro lado, en forma Sacramental. Antes no quisieron creer en Él, porque sólo eran capaces de percibir la Humanidad del Señor, negando su Divinidad; ahora, porque sólo pueden apreciar la apariencia material, que esconde la realidad sobrenatural. En ambos casos creemos, no por lo que vemos, ya que nuestros sentidos –y lo sabemos muy bien- pueden engañarnos; sino porque Jesús nos lo ha dicho, y Él no miente jamás. Por eso, ante la Eucaristía Santa, ponemos rodilla en tierra; ya que allí, pese a quien pese, se encuentra el Hijo de Dios. Pensamos que todo ha cambiado, pero en realidad la historia se repite en el interior de nuestro corazón. Y tú ¿también esperas un “signo” para creer?

24 de febrero de 2015

Queridos todos:

Como siempre que necesito vuestras oraciones, me pongo en contacto a través de estas páginas, con la seguridad de que serán atendidas por vuestro corazón generoso. A la una de este mediodía, una de mis hijas debe ingresar para que le provoquen el parto, ya que el bebé presenta un edema y parece que ya no conviene que permanezca más tiempo en el seno materno. Como creemos firmemente que todo está en manos de Dios, y que Él sabe más, os ruego que le recéis para que esté a nuestro lado y nos regale su misericordia. Sólo en Él confiamos y en la comunión de los Santos, entre los que os contáis.

Ya os daré noticias en los próximos días. Gracias por todo. Ya sabéis que descanso muchísimo en la fuerza de vuestra plegaria.

"Padre nuestro...Padre mío"

Evangelio según San Mateo 6,7-15. 


Jesús dijo a sus discípulos:
Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados.
No hagan como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de que se lo pidan.
Ustedes oren de esta manera: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre,
que venga tu Reino, que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día.
Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido.
No nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal.
Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes.
Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes. 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Mateo, el Señor destaca la intención y la actitud que debe mover nuestro corazón, cuando nos dirigimos al Padre, en oración. Quiere que nos quede claro, a todos aquellos que le escuchamos, que mantener una conversación íntima con Dios no puede ser nunca motivo de lucimiento personal; porque, a pesar de que podamos estar unidos a nuestros hermanos en una plegaria litúrgica y comunitaria, las palabras nacen y surgen de nuestro interior. Y ni mucho menos puede ser el medio, casi supersticioso, con el que intentamos adular al Señor para que esté contento con nosotros. Ya que hacerlo así denotaría que el motivo que nos mueve a dirigirnos al Padre, es el temor y no el amor; es el interés y no la donación.

  Orar es una necesidad que surge de la entraña de una relación afectuosa, en la que se requiere escuchar y dirigirse al Destinatario de nuestros anhelos; porque precisamos de su Presencia, de sus consejos. Necesitamos darnos y entregar nuestra voluntad, para poder alcanzar la verdadera felicidad. Y Jesús, que conoce nuestras limitaciones y la precariedad de nuestra naturaleza humana, nos enseña el Padrenuestro para que podamos conseguirlo con más facilidad. Nos la da como distintivo del cristiano, y resumen de toda la doctrina que se desarrollará en el Evangelio, con posterioridad. Porque es una plegaria en la que no solamente pedimos cosas lícitas y deseables, sino que nos sirve de norma, para priorizar nuestros proyectos.

  Comenzamos con una invocación al Padre, en unión de todos nuestros hermanos; ya que con ellos formamos un solo corazón y una sola alma en unión del Cuerpo Místico, que es la Iglesia. Y después de invocar a Dios y ponernos en su presencia para alabarle y bendecirle, el Señor permite que fluyan de nuestro interior esas peticiones tan necesarias, para poder alcanzar la Gloria. Le rogamos que su santidad sea reconocida y honrada por todas las criaturas; y que se realice su designio salvador en el mundo, al aceptar en nosotros su Reino. Sin olvidar que eso sólo será posible, porque así lo ha dispuesto el Padre en el respeto a la libertad de sus hijos, si cumplimos la voluntad amorosa de Dios aquí en la tierra.

  Las últimas peticiones, tan necesarias como las primeras, miran a nuestras necesidades materiales y espirituales: es decir, que van dirigidas a la persona completa. Y nos hablan del sustento diario; del trabajo que nos permita recibirlo. Le pedimos al Padre, justicia para ser tratados con la dignidad que merecemos. Y lo mínimo que merecemos, es tener nuestros menesteres –materiales y espirituales- cubiertos. Le suplicamos que nos haga llegar el pan y la Eucaristía; la Palabra y un lugar donde, con nuestro esfuerzo, poder hacer crecer a nuestra familia, en paz y tranquilidad.

  Jesús aprovecha para recordarnos que hay una premisa que es indispensable en nuestra vida de cristianos: y es la necesidad de perdonar a los que nos han ofendido, para que nuestra oración pueda alcanzar su destino. Es tan importante que nuestro corazón disculpe, porque ese es una de las características del amor incondicional que el Señor pide como distintivo a todos sus hijos. Solamente si logramos no tener en cuenta el mal que hemos recibido, seremos capaces de formar parte de la familia cristiana. Y no olvidemos que Cristo, con sus actos, nos demostró que eso era posible cuando, crucificado en el Monte Calvario, disculpó a aquellos que lo habían cosido al madero. En su Humanidad Santísima, el Maestro nos reclama que seamos para los demás, otros Cristos, haciendo nuestro su ejemplo y sus palabras.

  Las últimas consideraciones del Padrenuestro, son un bálsamo de ternura y una luz de esperanza para todos los que nos reconocemos pecadores. Porque en ellas aceptamos nuestras debilidades y le suplicamos  a Dios su ayuda, para luchar contra las tentaciones. Le instamos a que no se separe de nuestro lado, aunque a veces nosotros nos alejemos del Suyo, porque necesitamos de su Presencia real y sacramental para librarnos de ese mal, que es el diablo.

  Creo que tras haber desglosado juntos, cerca de Jesús, esa oración dominical, estamos más preparados que ayer para hacerla vida. Estamos más dispuestos, en la intimidad de nuestra conciencia donde el Señor nos espera, para hacer frente a las vicisitudes de esta vida; porque tenemos la seguridad de que el Maestro está entre nosotros. Tal vez ahora, con más intensidad, seamos capaces de comprender que el Padre nos aguarda, para escuchar la invocación amorosa y rendida de sus hijos. Quizás ya ha llegado la hora de que, junto a Jesús, pronunciemos con amor, entrega, fidelidad y vocación, ese: “Padre nuestro…Padre mío”



23 de febrero de 2015

¡Que ya es hora!

Evangelio según San Mateo 25,31-46. 


Jesús dijo a sus discípulos:
"Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso.
Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos,
y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda.
Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: 'Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo,
porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron;
desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver'.
Los justos le responderán: 'Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber?
¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos?
¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?'.
Y el Rey les responderá: 'Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo'.
Luego dirá a los de su izquierda: 'Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles,
porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber;
estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron'.
Estos, a su vez, le preguntarán: 'Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?'.
Y él les responderá: 'Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo'.
Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Mateo, es uno de aquellos discursos de Jesús que no sólo va dirigido a sus discípulos, sino a todos los hombres que conforman la Humanidad, a pesar de que no quieran escucharlo. Porque el Señor anuncia, con toda grandiosidad, ese momento que la Iglesia ha denominado como “Juicio Final”, para distinguirlo del juicio particular, que tendrá lugar inmediatamente después de nuestra muerte, y en el que rendiremos cuentas ante Cristo, de nuestra vida. Bien nos lo explica san Pablo, en su Carta a los Romanos, cuando nos advierte que el propio Jesús será el Juez que considere la auténtica intención que hemos puesto en nuestros actos, pensamientos, deseos y omisiones. Es en ese instante, en el que ya no habrá otro para poder rectificar, donde El Señor iluminará nuestra conducta y desvelará todos los secretos que hemos guardado en nuestros corazones. Entonces las apariencias de nada nos servirán, porque ante el Hijo de Dios rendirán cuentas nuestras realidades.

  Y es que el preciado don de la libertad es, a la vez, un arma de doble filo: ya que hace todos nuestros actos responsables y, por ello, meritorios de premio o castigo. Pero ahora, y aquí, el Maestro se dirige a cada uno de nosotros para recordarnos que, queramos o no, el Juicio Final será para todos: vivos y muertos; y que en él, se hará entrar a todas las cosas para ser ponderadas en el orden de la justicia divina. Ya no habrá un mañana para nadie, porque todo quedará convertido en un presente eterno. Y allí, y entonces, seremos juzgados públicamente, para esa gloria definitiva donde gozaremos en la unidad recuperada de cuerpo y espíritu; o bien, de la misma manera, seremos condenados como personas, al suplicio eterno.

  El Señor es muy preciso al buscar el término “suplicio”; porque, efectivamente, nos habla de un sufrimiento intenso que comporta el dolor físico y moral. Ya que en ese momento habremos recuperado la materialidad perdida para, en la totalidad del ser, gozar del premio o del castigo. Castigo, no lo olvidéis, que escogeremos nosotros en la libertad de nuestra conducta. Porque el Amor jamás condena, pero sí  acepta la decisión que tomamos de apartarnos de su lado.

  Jesús, que sabe que vamos a ser evaluados de las intenciones y los actos que hemos ejecutado a lo largo de nuestra vida, nos da las preguntas de examen, antes de que tengamos que comparecer ante el Tribunal; y nos dice que seremos juzgados, por la capacidad que hayamos tenido de hacer presente en nosotros, la  imagen divina. Y no hay nada más característico de Dios, que su Amor y su Misericordia. Cierto que eso requerirá una lucha contra nuestros más bajos instintos; pero Jesús nos asegura que si ponemos voluntad, su Gracia no nos faltará jamás. Sólo así será posible que les demos a nuestros hermanos, ese trato que les debemos por la altísima dignidad que les confiere el estar creados a semejanza de su Creador. No quererlos, no ayudarlos o, simplemente, olvidarlos, es despojar al mismo Jesucristo de tales bienes. Ya que no hay otra manera de mostrarle al Padre lo mucho que le amamos, que tratar a sus hijos con el máximo cariño, respeto y deferencia. Creo que todos aquellos que ejercéis el sagrado don de la paternidad o la maternidad, sabéis que no hay una manera mejor de hacernos felices, que hacer felices a nuestros pequeños. Pues bien, con Dios ocurre lo mismo, pero a gran escala: porque para Él, toda la Humanidad es su familia.


  Es imposible que queramos a Aquel que no vemos, y nos desentendamos de nuestros hermanos, con los que compartimos el día a día. Que no sintamos llorar nuestro corazón, ante las dificultades de los demás; que permanezcamos indiferentes, por un sufrimiento que está causado por la injusticia social. Y Jesús nos dice que no sólo hemos de sentir, sino actuar. Porque se nos valorará en ese amor que no sólo se compadece, sino que pone medidas –de forma personal o comunitaria- para subsanar los padecimientos a los que se enfrenta. El Señor quiere un alma que vibre ante las injusticias; pero que mire de solventarlas. Y no penséis que nos pide cosas heroicas, sino que como siempre, cuidemos las cosas pequeñas. Que ayudemos en nuestro entorno: en la familia, con los amigos, con los vecinos, en la parroquia, en las ONG que consideramos serias y adecuadas, formando parte de los grupos de opinión, en los ayuntamientos; pero no sólo dando, sino dándonos e impregnándolo todo de ese espíritu cristiano, que choca frontalmente con una visión materialista de la persona humana. Porque el Maestro es eso exactamente lo que nos pide: la entrega de nosotros mismos, para hacer efectivos sus planes. Ser capaces, por su amor, de unir nuestra voluntad a la suya. Y tú podrías decirme que no la conoces; y yo te diría que espabiles ¡que ya es hora! Que consultes, que reces y, sobre todo, que no tengas miedo al compromiso.

22 de febrero de 2015

¡Recristianicemos el mundo, ya!

Evangelio según San Marcos 1,12-15.


En seguida el Espíritu lo llevó al desierto,
donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivía entre las fieras, y los ángeles lo servían.
Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo:
"El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia".

COMENTARIO:

  En este texto del Evangelio de san Marcos, podemos observar como el Espíritu aparta a Jesús del ruido del mundo, durante cuarenta días para que, en la soledad del desierto, se fortalezca humanamente –luchando y venciendo las tentaciones- y comparta su intimidad con el Padre. Éste es un claro ejemplo de esa recomendación que la Iglesia nos ha hecho a todos los fieles, sobre la necesidad de participar periódicamente en retiros espirituales; y de buscar, a lo largo de nuestro día, unos ratos entrañables para dialogar, profundamente, con Dios. Son necesarios esos momentos de silencio e introspección, que nos permiten hacer un balance del negocio de nuestra salvación: donde nos enfrentamos a nuestros errores y luchamos por nuestros aciertos.

  Vemos como en ese periodo de tiempo, Satanás prueba a Jesús; porque el Maligno siempre aprovecha los momentos de fragilidad, para tentarnos y hacernos caer en sus seducciones. Ahí se nos muestra la verdadera Humanidad de Cristo, que precisa de su Voluntad, para no sucumbir al hambre, al orgullo y al ansia de poder. El Hijo de Dios comprende nuestras debilidades, porque ha querido compartirlas con nosotros. Y nos pide que, con su ejemplo, nosotros nos fortalezcamos en la fe y nos reconfortemos en su fuerza, que nos llega a través de los Sacramentos. Por eso es tan importante que participemos de los medios que Dios ha puesto a nuestro alcance, en la Iglesia. Ya que, sólo así seremos capaces de trascender nuestra naturaleza humana y adquirir esas virtudes, que nos permitirán ganar la batalla al enemigo.


  Que Jesús comience su predicación, cuando es arrestado Juan el Bautista, nos indica que ya han finalizado los tiempos de las promesas –el Antiguo Testamento- para dar paso a su cumplimiento en el Nuevo, con Jesucristo. Que el Reino ya se encuentra entre nosotros, y que el Señor trae su salvación, a los hombres. Pero participar de ese Reino, es un acto libre que se ejerce a través de la voluntad. Significa encontrar a Cristo y permitir que penetre en nuestro corazón, conformando nuestra existencia, con la Suya. Significa arrepentirnos de nuestros pecados y, confesándolos, cumplir fielmente los preceptos divinos, haciendo del Evangelio, vida. Porque creer en la Buena Noticia, nos obliga a luchar por amar a los demás. Por no ceder ante las injusticias. Por defender a Cristo, aunque hacerlo nos cueste la honra, y hasta la vida. Es prometerle a Jesús, en su presencia real y sacramental, que seremos cristianos coherentes que darán testimonio con orgullo, de la Comunidad a la que pertenecen; luchando a su lado, día a día, para reconvertir el mundo a su Gloria.

21 de febrero de 2015

¡Abre tu hogar para Cristo!

Evangelio según San Lucas 5,27-32. 


Jesús salió y vio a un publicano llamado Leví, que estaba sentado junto a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: "Sígueme".
El, dejándolo todo, se levantó y lo siguió.
Leví ofreció a Jesús un gran banquete en su casa. Había numerosos publicanos y otras personas que estaban a la mesa con ellos.
Los fariseos y los escribas murmuraban y decían a los discípulos de Jesús: "¿Por qué ustedes comen y beben con publicanos y pecadores?".
Pero Jesús tomó la palabra y les dijo: "No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos.
Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan". 

COMENTARIO:

  Vemos, en este Evangelio de Lucas, esta actitud de Jesús que siempre es un bálsamo de esperanza para todos aquellos pecadores, que hemos escuchado su Palabra y nos hemos decidido a ir a su encuentro. Hoy, como Iglesia, y ayer, como Mesías, el Señor ha venido a este mundo a llamarnos a todos para formar parte de su realidad salvífica: su Reino.

  Cristo no busca, sino que favorece el encuentro: nos da la oportunidad de remediar nuestros errores, sanar la enfermedad del alma, que el pecado nos ha dejado y, libres de las limitaciones  -por la Gracia conferida- caminar junto a Él, hasta alcanzar la Gloria. Jesús sabe penetrar en el fondo de nuestro corazón y allí, en la conciencia y con una mirada plena de amor, confiar en nuestras posibilidades. Porque el Señor es como esos preparadores físicos que saben, mucho antes que nosotros mismos, si seremos capaces de hacer un último esfuerzo cuando el cansancio esté a punto de romper nuestra resistencia.


  Así vio el Maestro, el interior de Mateo; ése apóstol que para todos era Leví, el cobrador de impuestos. Aquel que estaba acostumbrado a caminar entre esa línea tan fina, que separa el pecado de la virtud. Lo vio, lo amó y lo eligió; porque a Cristo no le importaba lo que era, en su ignorancia, sino lo que alcanzaría a ser cuando tuviera un verdadero conocimiento de su Persona. El Señor iluminó su interior y llamó a la puerta de su voluntad; y aquel hombre bueno, al que seguramente las circunstancias de la vida lo convirtieron en un pecador y un traidor ante sus conciudadanos, se levantó y le siguió. Decidió abandonar la seguridad de un trabajo bien remunerado –las ganancias terrenas- que no le convenía moralmente, para formar parte del grupo de Jesús, que carecía de bienes. Mateo comprendió, en un instante, lo que a muchos les cuesta entender toda una vida; y que tan bien explicó santa Teresa de Jesús, con esa frase de su poema que se ha hecho tan popular: “A quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta”. Mateo, por la luz del Espíritu, fue capaz de descubrir en la Humanidad santísima de Jesucristo, al Hijo de Dios.

  Aquel que le llamaba a seguirle, lo impulsaba a no tener miedo; a ser capaz de renunciar a lo perecedero, para alcanzar un tesoro incorruptible. Por eso ese “sígueme” del Señor, es una proposición a la libertad, que no predispone; ya que necesita que Leví se arrepienta de los actos cometidos en el pasado y, libre del peso de sus faltas, comience a caminar por el sendero de la justicia y la santidad. Y al hacerlo, el recaudador de impuestos siente la necesidad perentoria de comunicarlo a todos los que quiere y sabe que se encuentran en sus mismas circunstancias; por eso organiza un banquete con otros publicanos, para que se acerquen a Jesús. Tanta es su confianza en El Señor, que piensa que si los demás lo conocen, como le ha ocurrido a él, serán incapaces de permanecer en el error y enderezarán sus pasos. Ya se perfila en el apóstol, esa vocación a la que ha sido llamado como maestro de gentiles, a los que transmitirá el Evangelio.


  Todos los fariseos y los escribas que, a pesar de escuchar a Cristo, siguen sin querer entender nada, se extrañan  que comparta su tiempo y el alimento, con hombres que viven en pecado. Y el Señor les recuerda, otra vez, que justamente Él, ha venido a salvar a los hombres del pecado; y que, aunque su orgullo no les permita reconocerlo, todos estamos inclinados a cometerlo. La diferencia que Jesús propone a los que le escuchan, es esa llamada a la conversión y la penitencia, que insta a la voluntad para que se decida a seguirle; asumiendo todas las consecuencias. En estos momentos la Iglesia nos recuerda, que el Maestro vuelve a dirigirse a nuestro corazón, a través del tiempo litúrgico de la Cuaresma, para llamarnos a terminar y limpiar, de una vez por todas, nuestras miserias. Nos pide, con amor, que nos preparemos para ser sus testigos y compartir, primero el dolor y, posteriormente, el gozo de su Resurrección. Que como Mateo, no sólo abramos nuestra alma a Cristo, sino también nuestro hogar; para que a través del ágape de la amistad, logremos imprimir en los demás la inquietud por descubrir la fe y la legría, que mueven nuestro existir. ¡Abre tu hogar para Cristo!

20 de febrero de 2015

¡La verdadera educación!

3. LA VERDADERA EDUCACIÓN.


   Todo el sistema educativo, ante un reto semejante, debe desplegar las teorías, materias y argumentos que ayuden a que los alumnos puedan dar de sí el máximo como personas íntegras, enteras, de una pieza. Porque en eso consiste el educarse: en crecer aprendiendo a discernir primero, a estudiar después y finalmente a hacer suyas, interiorizándolas, un conjunto de verdades o realidades valiosas, ricas, humanas y trascendentes.

   Nos lo recuerda José Luís Gonzalez-Simancas en su libro “Educación, Libertad y Compromiso”, en el punto 4, página 31, Un concepto de Educación de Cuestiones Preliminares:

   “Para mí la educación es una maravillosa aventura que consiste  en el despliegue progresivo de uno mismo, hasta el más pleno desarrollo que a uno le sea posible: como ser humano, como persona; por entero y en su irrepetible singularidad; abriéndose al mismo tiempo a la realidad en la que vive –que es natural, social y trascendente-; y comprometiéndose solidariamente con ella, mediante el recto uso de su libertad”

   Personas que llegan a saber cómo afrontar todo tipo de dificultades con valentía, superándose a sí mismos a pesar  de las naturales limitaciones, en beneficio propio y en el de quienes conviven con ellas. Crecer en riqueza interior, en intimidad personal, cultivando la propia singularidad irrepetible, que somos cada uno. Crecer en nuestra capacidad de iniciativa y creatividad, desembocando en proyectos llenos de ilusión que exigirán ejercer el pensamiento y los actos propios de la voluntad; poniendo el corazón, la afectividad y nuestros más nobles sentimientos. Crecer en nuestra capacidad de darnos a los demás, de comunicar, de participar en esa aventura solidaria que es la vida. Ayudar a ayudar, sin interferir en la libertad del otro, comprometiéndonos a crecer personalmente para aportar lo mejor de nosotros mismos a la sociedad, contribuyendo en su propio desarrollo.

   Nos lo recuerdan Francisco Altarejos y Concepción Naval en su libro “Filosofía de la Educación”, en el punto 2 del capítulo I, página 31:

   “Cabría decir que la educación es la acción recíproca de ayuda al  perfeccionamiento humano, ordenado intencionalmente a la razón, y dirigido desde ella, en cuanto que promueve la formación de hábitos éticamente buenos. Acción con una finalidad inmanente pues su efecto no revierte al exterior, sino que redunda en la potencia. Aquí está sin duda la clave del perfeccionamiento humano: en la mejora personal, suscitada por el crecimiento de las potencias; sólo entonces cabe hablar rigurosamente de educación”

   Pero ante esta tarea, que aunque a veces no nos lo parezca es titánica, cualquier educador, cualquier sistema educativo, debe responder seriamente a las preguntas que los padres, ante la importancia de la delegación ejercida, inquieren al propio sistema:
   -¿Qué verdad van a descubrir nuestros hijos y en qué va a consistir la formación que logrará convertirlos en hombres de provecho?
   Porque el saber es vida y la vida se realiza en la persona:
   -¿Qué tipo de persona esconde la base antropológica en la que descansa la ideología del centro y los agentes educativos a los que damos el poder de formar el bien más preciado que tenemos?



4. MODELO ANTROPOLÓGICO QUE DA SENTIDO A LA EDUCACIÓN.


   Se debe responder con un planteamiento serio de concepción antropológica, que será la directriz que permita valorar las razones y la naturaleza propias de la idea o concepto de persona, para así fomentar esas propiedades  o dimensiones que la constituyen como tal y pueden ayudarla a alcanzar su plenitud.

   Nos lo recuerda  D. José María Barrio en su libro “Elementos de Antropología  Filosófica” punto 3 del capítulo I, página 25:

   “Si es verdad que –como veremos- educar es ayudar al hombre a que se “humanice” y esto no es otra cosa –como también habrá ocasión de demostrar- que contribuir al mejoramiento de la persona, en tanto que persona, la educación no es viable, entonces, sin una concepción de lo que sería deseable, del estado óptimo del ejercer como persona. Difícilmente se llevará a cabo una práctica educativa inteligente, si no se cuenta con una idea antropológica afianzada y suficientemente reflexionada, por mucho que la reflexión en este punto no acabe nunca de agotar la riqueza del objeto en cuestión”

   Efectivamente, el hombre necesita aprender a ser lo que es, porque la biología no se lo da resuelto y para ayudarle a ello, necesitamos un modelo antropológico que fundamente la acción educativa y el pensamiento pedagógico, que conseguirá poner los cimientos del hombre en toda su plenitud.

   D. José Luís Gonzalez- Simancas nos lo recuerda en su libro “Educación: Libertad y Compromiso”, punto 6 del Prólogo, página 51:

   “Hemos de llegar a una idea o concepto  de persona en el que busquemos y encontremos la razón y la naturaleza, a su vez,  de esas dimensiones o propiedades que la constituyen en cuanto tal. Si no sabemos con claridad que es la persona humana, malamente vamos a poder educarnos y muy difícil será que podamos ayudar a otras personas en su autotarea  de llegar a ser en plenitud”

   En este momento podríamos elaborar complicadas concepciones sobre el ser humano, que aportaran alguna comprensión a las diversas teorías contemporáneas; o recordar la imagen del hombre que configuró la Grecia clásica, y que ha sido fundamento de nuestra cultura occidental. Pero creo que no se trata de eso; aunque no puedo dejar de aclarar que no comparto las teorías que perfilan al hombre como un animal evolucionado que lucha contra un entorno adverso que debe dominar por la fuerza. O esa visión materialista  de la persona, no sólo cerrada a la trascendencia, sino a la existencia de una dimensión espiritual.

   Para mí, la única respuesta antropológica que consigue, mediante la educación, convertir al hombre en lo que es, es aquella configuración cristiana del ser humano –híbrido de materia y espíritu- que participa de una realidad unitaria. Que surge de la creación divina y del amor de Dios. Que pone todo el ser de la criatura  en un acto de otorgamiento radical y gratuito, llamándolo a la existencia con una vocación, una intencionalidad: con un fin preciso.

   Parto de ese plan especial que Dios tiene respecto al hombre y por el que lo ha llamado a ser, de una manera particular, totalmente diferente al resto  de los animales; creado a imagen y semejanza suya y por ello dotado de una dignidad que lo hace fin en sí mismo y lo excluye como medio para nada.

   Parto de esa concepción de persona subsistente, íntegra y singular en su naturaleza racional; poseedora de inteligencia y voluntad con capacidad de querer  y por ello de elegir, a través de esa autodeterminación de la voluntad en la que se basa y se origina la libertad de la persona; abrirse a todas las cosas y hacerlas suyas, amándolas.


   Parto de una verdad revelada: que me descubre al hombre en Cristo, imagen de Dios invisible y primogénito de toda criatura, como fruto de la enseñanza divina al hombre.

¿Tú lo quieres?

Evangelio según San Mateo 9,14-15. 


Se acercaron a Jesús los discípulos de Juan y le dijeron: "¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacemos nosotros y los fariseos?".
Jesús les respondió: "¿Acaso los amigos del esposo pueden estar tristes mientras el esposo está con ellos? Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán. 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, se pone de manifiesto la actitud de aquellos discípulos de Juan que, extrañados, le preguntan a Jesús sobre el porqué sus seguidores, no practican el ayuno. Ellos no hacen comentarios malintencionados, como los fariseos, ni menosprecian al Señor y a los suyos, porque no participen de esos preceptos que los doctores de la Ley han impuesto a los judíos. Yo creo que, simplemente, dan por hecho que si el Maestro actúa de esta manera, es porque debe tener sus motivos; y ellos quieren conocerlos. Y no hay mejor manera de aclarar las dudas, que preguntarlas al que puede darnos respuestas.

  Jesús, a través de un paralelismo, les indica que Él no ha venido, ni mucho menos, a suprimir el ayuno; sino a darle el sentido específico que le corresponde. Porque mortificar nuestros sentidos, por amor a Dios, es humillar nuestro corazón desde una fe vivida; y participar del dolor, por amor. El dolor del arrepentimiento, de la traición, de la omisión. El no haber sabido estar a la altura y corresponder al Señor, que lo ha dado todo por nosotros. Oramos con el cuerpo, renunciando al sustento habitual, mientras nuestros labios se dirigen al Creador. Y nos privamos, porque queremos revivir en nosotros parte de ese sufrimiento sustitutivo, por el que Cristo se ha entregado al Padre. Mientras todo ello apunta a la sencillez y la simplicidad de un alma enamorada, que llora la pena que padece el Amado.

  Nada que ver con la complicadísima casuística de la época, donde los fariseos –con un sinfín de normas absurdas- habían ahogado la verdadera piedad, que debía mover a la intención al privarse voluntariamente del alimento. Porque el ser humano sólo puede orar a Dios, desde la libertad que distingue en él, la imagen divina. Por eso Jesús aprovecha, no sólo para recordarles, sino para revelarles, que no es el momento de que sus discípulos ayunen; ya que se encuentra entre ellos, Aquel al que van dirigidas sus oraciones personales: El Fin de su principio, el Motivo de sus desvelos, la Alegría de su existencia.

  Dios mismo, el Verbo encarnado, ha venido a salvar a la Humanidad; y estará entre ellos, un corto espacio de tiempo. Ya que ha querido que la obra de la Redención, tenga lugar en la historia; en un momento determinado y en un lugar preciso. Cada segundo perdido, es un tesoro que no se puede recuperar. Han de abrir su mente y su corazón a la Palabra, y gozar de su presencia. Porque solamente verlo, escucharlo o recostarse a su lado, da sentido a sus vidas y les infunde la fuerza necesaria, para alcanzar los objetivos que se han trazado.

  No pueden ayunar, porque el ayuno parte de la tristeza y el dolor; y la presencia de Jesús, por el contrario, les llena de gozo. Pero el Maestro les advierte, de forma velada, que tristemente llegarán esos momentos en los que les será arrebatado. Y entonces sí que cobrará su verdadero sentido, el ayuno y la penitencia. Que el problema que tienen aquellos que cuestionan a Jesús su forma de obrar y la de los suyos, es que no han comprendido que delante de ellos se encuentra el Hijo de Dios, el Mesías prometido.


  Y el Maestro les insiste en que llegará ese momento, en el que “ya ayunarán”. Y será precisamente cuando Él, en su Iglesia y a través de Ella, concrete las épocas precisas –en la Liturgia- para realizarlas. Ese calendario, en el que los creyentes nos unimos al Señor y participamos de todas las etapas de Su vida: siendo  todos uno con sus padecimientos y festejando sus alegrías. Toda la vida eclesial, está en función de esa intimidad que compartimos con Cristo, cada día de nuestra existencia: comunicada a través de la Palabra y transmitida en cada uno de los Sacramentos. En cada línea, en cada versículo, Jesús nos deja claro el porqué y la necesitad vital que ha tenido, para quedarse en su Iglesia y así poder transmitirnos, si queremos recibirlo, el don de su salvación. ¿Tú lo quieres? ¡Pues ves a buscarlo!

19 de febrero de 2015

¡En qué momento...cediste!

Evangelio según San Lucas 9,22-25. 


Jesús dijo a sus discípulos:
"El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día".
Después dijo a todos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga.
Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará.
¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde y arruina su vida? 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Lucas, es como la otra cara de una misma moneda: en una, Jesús se ha presentado como el Mesías prometido cuyo destino para Él y para todos aquellos que son fieles a su Palabra, es la Gloria. Pero en la otra, nos indica que su misión pasa por el dolor de la crucifixión; y que, consecuentemente, todos los que quieran compartir a su lado el gozo, compartirán de alguna manera, su sufrimiento.

  El Maestro, porque ama de verdad, quiere que estemos a su lado teniendo conocimiento pleno de todo aquello que puede suceder; porque sólo así podremos ejercer nuestra libertad y decidir –entregando el corazón- si permanecemos al lado del Señor, conscientes de las consecuencias de nuestra determinación. Por eso el Señor no se anda con “menudancias”, al describir los episodios que tendrán lugar próximamente. Esa Pasión en la que a Jesús no se le va a evitar nada: será rechazado por su pueblo; abandonado por los que le siguen; humillado, vilipendiado y masacrado a golpes por los soldados; obligado a arrastrar un madero, cuyo peso en sus hombros destrozados le empujará a un suelo adoquinado, que quebrará sus rodillas. Y todo eso, para terminar crucificado como un delincuente, ante los gritos insidiosos y burlescos de la turbamulta.

  Pues bien, ante toda esta exposición implícita en el contenido de sus palabras, Cristo nos pide hoy a nosotros, que estemos dispuestos a seguir sus pasos. Que tengamos el valor –si se nos pide- de aceptar el destino de todo cristiano que pasa, inexorablemente, por la aflicción. Porque la diferencia entre aquellos que padecen malos momentos y nosotros, cuando estamos en sus mismas circunstancias, es que a nosotros se nos reclama que esos malos momentos sean aceptados y asumidos, como venidos de la mano de Dios. Que tengamos el convencimiento de que ese dolor que el Padre permite, es camino para obtener la salvación y, por tanto, una ganancia personal. El propio Dios, que es Amor, envió a su Hijo a padecer aquí en la tierra, para alcanzarnos la Gloria de la Resurrección. Mostrando a los hombres que, compartir con Él el sufrimiento, es la manera en la que le demostramos al Padre, que estamos preparados para compartir a Su lado, el Cielo.

  Por la Revelación sabemos, que el dolor es fruto del pecado; y que todo el género humano está sujeto a él. Pero el estar dispuestos –por amor- a padecerlo con alegría, entrega y total disposición a los planes divinos, es lo que marca la verdadera diferencia entre el ser y el estar. No “estamos” en la Iglesia por costumbre, ni por conveniencia; sino porque “somos” Iglesia. Y, por ello, participamos del Cuerpo de Cristo; compartiendo el dolor de la Pasión y de la Crucifixión. Pero hemos de tener claro que aceptarlo, es un acto de la voluntad, y que ésta sólo se fortalece, cuando se encuentra al lado de Jesús, a través de los Sacramentos.

  El Señor nos pide la renuncia libre, de nosotros mismos; y la mortificación de nuestros sentidos. Indicándonos que la vida debe ser un desapego, para estar dispuestos a entregarla. Actitud que no está reñida con valorar y disfrutar los dones que Dios nos da; sino no tenerlos como propios, y estar preparados para renunciar a ellos en cualquier ocasión. Tal vez a unos les pida la salud; a otros, la familia; a algunos, la seguridad económica; pero a todos los cristianos, por el hecho de serlo, se nos exigirá que estemos prestos para aceptar el “querer” de Dios, aunque no lo entendamos.

  Sin embargo, Jesús nos anima a vivir esta disposición, porque tras la prueba –que puede ser dura, o no- está la Resurrección gloriosa. Ese Cielo donde “ni ojo vio, ni oído oyó” lo que Dios tiene preparado para aquellos que han sido fieles a su mensaje. De ahí que, como en un parto, el dolor se convierta en gozo al contemplar el resultado: porque tras esta vida, nos espera la Vida eterna, al lado del Todopoderoso.

  Parece que el Señor, en sus últimas palabras del texto, habla a todos aquellos padres que han olvidado su responsabilidad como educadores cristianos. Luchando por hacer de sus hijos los mejores profesionales, y obviando esa formación en la fe y las virtudes, que les permitirá alcanzar el verdadero sentido de la existencia y, con ello, la auténtica Felicidad. Han olvidado que los pequeños aprenden con el buen ejemplo, y se fortalecen con nuestras oraciones; permitiendo al educar en valores, que el Espíritu ilumine la oscuridad que el pecado sembró en su interior. Por eso el Señor nos mueve a meditar pausadamente la respuesta, cuando nos hace esa pregunta: “¿De qué le servirá al hombre haber ganado el mundo entero, si se destruye a sí mismo o se pierde?”


  Hemos de tener claro, si somos cristianos coherentes, las prioridades divinas que deben regir nuestra vida. Y ser fieles a ellas, imprimiéndolas, no sólo en nuestro corazón, sino en el corazón de aquellos a los que amamos. Porque todos deseamos para los nuestros, lo mejor; y para los bautizados, no hay nada mejor que la fe y la vida sacramental, en Cristo. Si esto no es así, tal vez ha llegado la hora de que hagas un examen de conciencia y, enfrentándote a tu realidad espiritual, te preguntes en qué momento cediste a la tentación diabólica de la relatividad, y bajaste la guardia de tu responsabilidad con Dios. En qué momento olvidaste que, a veces, hay que sacrificar lo bueno, por alcanzar lo sublime ¡En que momento…!