8 de junio de 2015

¡Descubre tu belleza!

Evangelio según San Mateo 5,1-12. 


Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él.
Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
"Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.
Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron." 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, el apóstol reúne las enseñanzas –de una forma totalmente didáctica- que Jesús nos ha hecho en el Sermón de la Montaña, sobre el Reino de los Cielos. Cómo siempre os digo, el Maestro desgrana sus palabras y nos las facilita, para que podamos comprender la necesidad perentoria que tenemos de seguirlas, para alcanzar la vida eterna. Pero hoy, además, nos descubre que cumplir sus preceptos no es sólo el camino que nos conduce a la Tierra Prometida, sino el medio necesario para comenzar a alcanzar en  este mundo, la felicidad que se nos ha prometido en el Cielo.

  El Maestro nos ha hecho una síntesis, para que nos queden claras   las directrices que debemos seguir los que pertenecemos al Reino; y las actitudes que debemos tomar, los que conformamos la familia cristiana. Actitudes que deben constituir una vida; y que debemos guardar sobre la Ley divina, sobre el propio Dios y, consecuentemente, sobre nuestros hermanos. Nos habla de cómo debe ser nuestra postura ante la verdadera justicia; y de cómo hemos de dirigirnos a nuestro Padre, en esa oración íntima y personal  que descansa en el trato filial que forma parte de nuestro existir, de una forma natural.

  La Iglesia nos ha dicho que las Bienaventuranzas dibujan el rostro de Cristo y describen su caridad; pero aparte denotan esa actitud que Jesús nos dice que debemos tener, si somos fieles a su mensaje. Porque cada uno de nosotros debe manifestar, con sus palabras y sus obras, el rostro de Jesucristo en nuestra persona.

  Cómo podemos apreciar, la fórmula utilizada por el Señor en su lenguaje, nos sitúa en la tradición bíblica y en el propio Libro de los Salmos. Ya que bienaventurado, es aquel que se proclama feliz y dichoso por tener a Dios en su vida y mantener abierta la puerta del Cielo. Por eso el Maestro insiste, en que quien cumple las Bienaventuranzas ha encontrado el camino de la felicidad humana al lado del Padre, aquí en la tierra; felicidad que culminará en la vida eterna, gozando para siempre de la Gloria.

  A pesar de que el Sermón de la Montaña ha sido comentado muchas veces, también es cierto que, muchas otras, ha sido explicado de una forma subjetiva y sin tener en cuenta el Magisterio de la Iglesia, que ilumina cada palabra con la luz del Paráclito que Cristo le dejó. Por eso es indispensable recurrir a los Padres y apreciar cómo, desde el comienzo del cristianismo, interpretaron y asumieron ellos el mensaje divino. De esta manera, podemos contemplar que el Señor proclama dichosos a los “pobres de espíritu” o como veréis en esta traducción, a “los que tienen alma de pobres”. Evidenciando Jesús, que no ensalza la pobreza económica y social; ya que debería estar erradicada,  por ser fruto del egoísmo y del pecado de la gente.

  El Señor, como siempre, nos habla de esa actitud del corazón que era perfilada como un valor religiosos en el Antiguo Testamento, por el cual el hombre se consideraba pobre ante Dios. Por eso se humillaba y, considerando su realidad de pecador, se sabía necesitado de Dios para cualquier cosa. Nada tenemos nuestro; por eso, de una forma voluntaria, hemos de vivir con sobriedad y desprendimiento. Es en el espíritu –o en el alma- donde nos sabemos usufructuarios de lo que tenemos, ya que ni la propia vida nos pertenece, y el Padre se la llevará cuando disponga. Cualquier bien, debe ser causa y motivo de alegría. Porque todo está para ser compartido y ayudar a los demás: social, familiar, personal y económicamente.

  Cuando el Señor nos anima a ser bienaventurados por causa de la justicia, es evidente que lo hace en un lenguaje hebreo, en el que la justicia tiene un valor religioso y moral; donde el justo era aquel hombre piadoso e irreprochable ante Dios. También en otros textos de la Escritura, se le define como el que era bueno y caritativo con el prójimo. Por eso esa bienaventuranza engloba y designa, a todos aquellos hombres que son fieles a Dios y cumplen los preceptos divinos, a pesar de todo tipo de tribulaciones. Sobre todo, y como ocurrirá con el tiempo, cuando son fieles en los momentos de persecución.

  En muchas bienaventuranzas, Jesús nos recuerda que será Dios el que consuele nuestra alma. Que será Él, el que nos dé la verdadera paz y felicidad, que nada tiene que ver con las prebendas que nos dará el mundo. Por eso me maravilla que ante la violencia y la agresividad que se respira, el Señor nos pida que mantengamos el ánimo sereno. Que estemos firmes ante la adversidad y que no nos dejemos llevar por la ira o el abatimiento. Jesús nos quiere mansos; es decir, quiere que tomemos ejemplo de su Persona y aceptemos la voluntad divina como nuestra. Nos habla de paciencia, de amor, de comprensión y de misericordia. De ponernos en lugar del prójimo, sin renunciar a nuestros derechos; pero siempre sabiendo respetar la perspectiva, que puedan tener los demás ante un mismo problema. Nos habla de unir y no separar; de escuchar y mirar de entender, aunque hacerlo no signifique renunciar a la Verdad. Ya que “ver a Dios” es participar de sus decisiones y tener una íntima relación con Él. Sólo así mantendremos esa pureza, que nos otorga la virtud, y que mantiene limpio nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Porque es en nuestro interior, donde hacemos sitio a la inhabitación de la Trinidad; manifestando al mundo –con nuestra actitud- la belleza divina que duerme en nosotros desde la creación, a la espera de que por fin la descubramos.