6 de junio de 2015

¡Nuestro alfa y nuestro omega!

Evangelio según San Marcos 12,38-44. 


Y él les enseñaba: "Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas
y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes;
que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más severidad".
Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia.
Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre.
Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: "Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros,
porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir". 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Marcos, recoge dos actitudes completamente contrarias en el anhelo y la responsabilidad por servir al Señor. Ante todo observamos ese afán desordenado, que rige el corazón de aquellos escribas y fariseos, que sólo buscaban honores y posición. Evidentemente, no es malo gozar del respeto y el aprecio de los demás –y permitir que te lo demuestren- siempre y cuando esa no sea la única finalidad que mueve nuestros actos; y ni mucho menos, que sea la causa que genera en nosotros, un pecado de soberbia. Ya que, en realidad, el reconocimiento siempre debe ser fruto de un trabajo bien hecho, y de un servicio a la comunidad. Sin olvidar que está mal cuándo, cómo era el caso de aquellos doctores de la Ley, es el propósito principal que guía nuestros actos.

  El Señor nos previene, a todos aquellos que estamos escuchando sus palabras, sobre la incoherencia y la falsedad. Sobre la apariencia que se sustenta en la mentira; sobre el ansia de aparecer y hacerse notar, por encima de nuestros hermanos. Y si todo ello se justifica por el servicio que le debemos y hacemos por Dios, entonces el pecado es muchísimo mayor. Jesús nos reclama que le amemos con obras de verdad; y que nuestros actos sean los que den testimonio de nuestro amor al Señor y de nuestra identidad cristiana. Porque el Maestro insiste en que todos aquellos que llevamos el sello de su pertenencia en el corazón –por el Bautismo-, hemos de vivir humildemente reconociendo que todo lo bueno que tenemos y hacemos, es por la fuerza y la Gracia del Espíritu Santo. Tú y yo, estamos llamados a hacer y desaparecer. A no esperar elogios, porque el que cumple con su obligación, en realidad obra por y en justicia de la responsabilidad debida. Estamos aquí, para acercar a nuestros hermanos a Dios y contribuir a lograr un mundo mejor, para todos.

  Jesús vuelve, con el episodio de la viuda, a hacer hincapié en la importancia vital de la actitud interior; que es la guía y la medida, por la que seremos juzgados. Frente a la ostentación de los escribas y la apariencia de los ricos, el Maestro opone el acto generoso, íntimo y escondido, que es fruto de un amor sincero y entregado. Esa pobre mujer paupérrima, deposita en el Templo –para Dios- lo que en realidad le hace falta para su supervivencia. Todos aquellos que, de manera manifiesta, echaron en el gazofilacio muchas monedas de cobre, no son recriminados  por Jesús al hacerlo. Sino que el Maestro aprovecha este hecho para valorar la diferencia entre la entrega de lo necesario sobre lo superfluo.

  Esa es la enseñanza de Jesús para todos: que Dios lo quiere todo de nosotros. Que desea que cualquier cosa que realicemos, esté en función de sus deseos y de su amor. Que no tengamos “corazones partidos”. Porque no quiere miedos; ni esas prudencias, que son fruto de la desconfianza. La viuda ha dado, convencida de que Dios –que es Providente- cuidará de ella; y que, como siempre, al Señor no le gana nadie en generosidad. Así nos lo ha dicho en cada uno de sus discursos, en cada una de sus parábolas… Por eso el desprendimiento de la mujer, esconde una intensa vida espiritual. Ella asume las circunstancias que la rodean y acepta la voluntad divina como propia; asistiendo al Templo y cumpliendo los preceptos que Dios ha estipulado. No increpa al Padre por su destino, y cumple con fidelidad su compromiso; porque sabe, y así lo ha visto en toda la historia de Israel, que Dios es fiel a sus promesas. Sólo nos exige no desfallecer en la prueba y descansar en su Providencia.


  Ella no da grandes discursos en la sinagoga y, sin embargo, con su actitud es la manifestación más clara y más auténtica de la verdadera fe que está arralada en al alma del Pueblo de Dios. Así nos quiere Jesús a ti y a mí: discretos en las formas; prudentes en las manifestaciones, pero auténticos en la vida. Dios debe ser el guía que encamina y dirige nuestros actos; cómo lo fue durante el Éxodo de los israelitas, conduciéndolos hasta la Tierra Prometida. Él debe ser el motivo y la finalidad de nuestra existencia: Aquel por el que nos levantamos, trabajamos, amamos, vivimos y descansamos. ¡Nuestro alfa, y nuestro omega!