5 de octubre de 2013

¡La felicidad está al lado de Dios!



Evangelio según San Lucas 10,17-24.


Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo: "Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre".
El les dijo: "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo.
Les he dado poder para caminar sobre serpientes y escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada podrá dañarlos.
No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo".
En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar".
Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: "¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven!
¡Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!".


COMENTARIO:

  Ante todo, san Lucas nos describe en este Evangelio, la alegría inmensa que los discípulos han experimentado al compartir la misión de Jesucristo y poder comprobar, en ellos, los efectos de la Gracia. También nosotros, cuando venciendo nuestros miedos y temores decimos que sí al Señor, sentimos esa profunda sensación de paz y bienestar que nada tiene que ver con la falta de problemas o la carencia de dolor; sino que justamente, es cuando todo toma sentido y, como en las piezas de un rompecabezas, todo encaja permitiéndonos contemplar la vida desde la perspectiva divina, donde tiene un porqué y un para qué.

  En ese momento comprendemos que Jesús nos ha escogido, como a aquellos primeros, para ir a predicar su Evangelio. Cada uno a su manera, con su personalidad; como ocurría ya entonces con la fuerza de Pedro o la juventud de Juan. Dios ha querido escribir nuestro nombre, desde antes de la creación, para ser sus testigos; pero como para el Señor no existe respuesta válida y meritoria que no vaya acompañada del acto libre del amor, espera que cada uno de nosotros responda positivamente a la iniciativa divina de transmitir su legado, de ser uno más de sus discípulos.

  Jesús nos ama de tal manera que nos ha hecho felices junto a Él. Somos nosotros, pobres humanos, los que una y otra vez nos alejamos de su lado. No llegamos a comprender que fuera de Dios sólo hay dolor, envidia y egoísmo; todo ello teñido de una patina de apetitoso deseo, al que debemos descubrir su verdadero sentido. El placer, sólo buscado como tal, termina por esclavizar los sentidos y privarnos de la verdadera libertad, que surge cuando nos acercamos a Dios.

  Jesús, en este episodio, se alegra al comprobar cómo los humildes entienden y aceptan la Palabra de Dios. Os he comentado muchas veces que el orgullo es el primer y peor de los pecados del hombre. Porque aquel que cree que sabe y que conoce, deja de intentar crecer como persona a los ojos del Señor. Los niños, y por eso Jesús los pondrá tantas veces como ejemplo de su predicación, tiene sed de conocer y andan pendientes por la vida de todo aquello que les rodea. A todos nosotros, que somos seres indefensos a los ojos del creador, nos debe mover constantemente el deseo y la certeza de llegar a alcanzar la luz de la fe. Porque para las cosas de Dios no hace falta cultura, ni destreza intelectual, ni tan siquiera memoria, sino dejar que el amor divino, a través de la Gracia, nos inunde el corazón. Lo que si nos pedirá el Señor es la disponibilidad necesaria para no cerrar nuestros oídos a la Palabra de Dios.

  Cierto que profundizar en nuestra fe es casi una obligación cristiana, porque para eso Dios nos ha dado el conocimiento que nos permite, por ello, elegir en libertad y seguir sus pasos. Pero jamás debemos olvidar que nuestro espíritu se ilumina, no por lo que sabemos, sino por lo que el Espíritu Santo nos hace llegar. Es Él, y sólo Él, el que inunda con la Verdad nuestro ser. El único mérito que nosotros tenemos, y por ello se nos juzgará, es decidir buscarlo o si, por “causalidad” lo encontramos, permitir abrir la puerta de nuestra entrega para que el Señor penetre y así unir nuestra voluntad a la de Dios.