Evangelio según San Lucas 11,1-4.
Un
día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus
discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus
discípulos".
El les dijo entonces: "Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino;
danos cada día nuestro pan cotidiano;
perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación".
El les dijo entonces: "Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino;
danos cada día nuestro pan cotidiano;
perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación".
COMENTARIO:
Este Evangelio
de Lucas es, como muchos de los textos que escribe, corto en su extensión, pero
rico en su contenido. Ante todo, nos presenta el hagiógrafo una escena que nos
debe hacer pensar, a todos los que como discípulos tomamos ejemplo del Maestro,
qué es lo que movió a aquellos hombres –que contemplaban en profundo silencio
la oración de Jesús- a pedirle que les enseñara a participar de ese diálogo
divino, tan íntimo y personal.
No penséis que
los apóstoles no estaban acostumbrados a dirigir sus plegarias a Dios, sino
que, muy al contrario, ellos –como buenos judíos- frecuentaban la sinagoga, y
en ella, abrían su alma encauzando al Señor sus sentimientos, con bellas y
poéticas composiciones religiosas. Sirvan de ejemplo los fantásticos Salmos,
que tantas veces utilizó el propio Salvador. Pero esos hombres que observan al
Hijo de Dios, perciben que se encuentran ante una realidad que los trasciende;
ante un hecho que tiene poco de costumbrismo y mucho de sobrenatural. Cristo no
se dirige a un Dios todopoderoso, al que alaba; ni al que teme; ni al que le
reclama una promesa divina, utilizándolo para sus propios intereses. No; el
Maestro sólo se dirige a un Padre, al que ama sobre todas las cosas y al que
está dispuesto a entregarle todas las cosas, una vez hayan sido redimidas con
su Sangre. Habla de Tú a Tú, con el Señor de la Vida y con el dueño de todo
sentido. Trata con el Amor, de los que son fruto del amor divino: los hombres.
Y descansa su Humanidad en su Voluntad salvífica, que le dará la fuerza y el
consuelo, para ser fiel a la misión encomendada y libremente aceptada.
Aquellos
pescadores que nunca antes habían contemplado una intimidad así, entre el
Hombre y su Dios, son conscientes de que, partícipes por el Bautismo de la
Gracia y de la misión del Hijo, necesitan imperiosamente hacerse uno con la
oración de Jesús, para poder alcanzar la salvación. Y es por eso que aquel
discípulo, asombrado por las preces y la actitud de su Señor, le pide –audazmente-
que satisfaga sus deseos y les enseñe a orar. Y Jesús, como siempre, es incapaz
de negar una petición que sirva para facilitar y alcanzar el camino que se nos
ha trazado; y, por ello, les regala –y nos regala- el Padrenuestro.
Esa es la
plegaria por antonomasia, que surge del Verbo divino encarnado. Solamente el
Mesías, perfecto Dios y perfecto Hombre, puede conocer las necesidades que de
verdad precisan los seres humanos, y así ayudarnos en nuestras peticiones. Y
les descubre que el Todopoderoso es, por encima de todo, un Padre amoroso que
no quiere perder a ninguno de sus pequeños. Y que esa paternidad proviene de la
realidad entrañable, de que nos convertimos, por la redención de Cristo, en
hijos adoptivos de Dios. Que nos ha amado tanto, que nos lo ha perdonado todo,
si estamos dispuestos a ser imagen para los demás, de su amor. Que quiere que
nuestra voluntad solamente respire el aire que nos infunde la Suya; y que
juntos estemos dispuestos a navegar mar adentro, para convertir y reconvertir esas
mil orillas que encontraremos, a través de la expansión de su Palabra.
También, porque
El Señor sabe que somos materia, nos solicita el alimento diario de cada
jornada: esa posesión austera de lo necesario, donde el término medio nos libra
de la opulencia y nos previene de la miseria. Pero, si interiorizamos en esta
petición, comprenderemos que ese pan no es sólo, ni mucho menos, el alimento
que nos sacia el cuerpo; sino la Eucaristía Santa, sin la que no puede vivir
nuestro espíritu. El propio Dios nos insta a buscarla con anhelo y, a la
Iglesia, a ofrecérnosla en la Santa Misa. Porque la Gracia recibida con su
recepción será lo que nos dará la fuerza para salir airosos de la tentación. Ya
que siempre habrán tentaciones, ya que es el medio que tiene el Maligno para
hacernos pecar; pero también siempre recibiremos el auxilio divino, si estamos
dispuestos a no ceder ante ellas, y luchar por adquirir la fortaleza que
proviene de una intensa vida espiritual y una constante oración confiada. Párate, medita y piensa...¿Cómo rezaba Jesús?