22 de junio de 2015

¡Eso tiene que cambiar!

Evangelio según San Mateo 7,1-5. 


Jesús dijo a sus discípulos:
No juzguen, para no ser juzgados.
Porque con el criterio con que ustedes juzguen se los juzgará, y la medida con que midan se usará para ustedes.
¿Por qué te fijas en la paja que está en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que está en el tuyo?
¿Cómo puedes decirle a tu hermano: 'Deja que te saque la paja de tu ojo', si hay una viga en el tuyo?
Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano. 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, Jesús nos reitera aquellos valores que deben ser característicos de un cristiano; y aquellas faltas que todos debemos evitar. Valores, que son la consecuencia de una rectitud de intención; y que son el fruto de la comprensión e interiorización de la doctrina del Maestro. En realidad, el Señor nos insiste en que si de verdad amamos a nuestros hermanos, intentaremos protegerlos, cuidarlos y respetarlos. No disfrutaremos destrozando su honra, ni desvelando sus miserias; entre otras cosas, porque nosotros tenemos muchísimas más que ellos.

  Aquí Jesús no nos habla de comentarios desagradables –que tampoco debemos hacer- sino de esa actitud interior que no nos corresponde tener a nosotros; y por la que, no sólo acusamos, sino que sentenciamos a nuestro prójimo. No hay que olvidar, que desconocemos los motivos y las circunstancias que han llevado a una persona a su actual comportamiento. Por eso, nadie puede decidir si aquel o el otro, es reo de castigo a los ojos de Dios.

  Y eso nada tiene que ver con esa obligación, que es fruto del amor,  que es la corrección fraterna. Entre otras cosas, porque surge de un sano deseo de que el otro mejore; ya que creemos que es capaz de hacer grandes cosas. Y porque se le hace a la propia persona en cuestión, como advertencia para que modifique y mejore sus actos, que no son los propios de un cristiano coherente. Sin juicios, sino con la auténtica intención de que rectifique y luche, cómo y con nosotros, por alcanzar la salvación.

  En el fondo es lo mismo que hacemos con nuestros hijos, a los que educamos para que modifiquen sus errores y eviten los problemas que, por experiencia, sabemos que pueden suceder. Y es ahí donde radica la auténtica diferencia: que nos mueve la caridad, y no la envidia, y el espíritu crítico. Por eso Jesús nos avisa de que debemos construir, no destruir; insistiendo en que la medida que usemos para valorar a los demás, será la que se utilice con nosotros. Atando sus palabras, con esa parte del Padrenuestro, que tan bien conocemos: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…”

  El Señor nos insiste en que seremos nosotros los que pondremos las premisas de nuestro juicio. Si hemos sabido observar a los demás con los ojos de la comprensión y la misericordia, así seremos contemplados nosotros por Dios. Sin embargo, si hemos dictado sentencias que no nos correspondían, movidos por nuestro estrecho y pobre corazón, así seremos recibidos por el Juez Supremo. Por eso Jesús nos avisa, ahora que todavía estamos a tiempo, para que cambiemos esa disposición interior y transformemos nuestros sentimientos. Que abandonemos la mezquindad que nos permite observar los defectos de los demás, cegándonos ante los nuestros. Nos insiste en la obligación de acoger, disculpar y entender que el ser humano, por serlo, está condicionado por una naturaleza caída que precisa del esfuerzo de la voluntad y de la fuerza de la Gracia, para superarse. Pero es que tú y yo, somos personas que compartimos esa misma condición y, por eso, no tendremos esas miserias; pero créeme, seguro que tendremos otras.

  Hemos de aprender a buscar lo bueno en los demás, y si no lo encontramos, rezar por ellos y evitar juzgarlos. Porque eso, sólo le corresponde a Dios, que es la Perfección y la Bondad infinitas. Otra cosa muy distinta, y que nada tiene que ver con lo que el Señor nos refiere, es que si observamos actitudes que pueden arrastrarnos a tentaciones o situaciones de pecado, las evitemos, evitando a las personas. Pero sin comentarios gratuitos; sin sentencias que surjan del fondo del alma; sino con la precaución que corresponde al conocimiento de nuestra propia debilidad, y que nos aconseja evitar compañías, momentos y lugares. Porque no juzgamos a nuestro prójimo, sino que conociéndonos a nosotros mismos, sabemos que somos capaces de fracasar en el intento de vencer.


  El que tiene vértigo, no se asoma al abismo; por eso hemos de ser conscientes que lo que nos separa de los que han caído, no es que seamos mejores, sino que hemos sido prudentes y hemos sabido recurrir a la Gracia de Dios. Bastante pena tienen aquellos que lo han olvidado, o que viven una mentira. Sólo nos resta pedir por ellos para que, como nos ha ocurrido a nosotros, el Señor les dé su luz para contemplar el error; y la fuerza para regresar al Redil. Sé que todos hemos juzgados alguna vez - yo la primera- y que todos hemos comentado algo sobre nuestros hermanos. Porque, desgraciadamente, ver las miserias ajenas nos hace sentirnos mejores. Pero eso tiene que cambiar, y tal vez hoy sea ese momento preciso por el que nos comprometemos, ante El Señor, ha modificar esa intención íntima y personal, que no nos permite ver a los demás con los cristales del amor y la comprensión, propios de un hijo de Dios.