16 de junio de 2015

¡Sé que cuesta!

Evangelio según San Mateo 5,43-48. 


Jesús dijo a sus discípulos:
Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.
Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores;
así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos.
Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos?
Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?
Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo. 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, podemos apreciar que el resumen de todo el texto que contemplamos, se encuentra en la frase final que nos transmite el Maestro. Ya que Jesús no sugiere, sino que nos exige,  que luchemos sin descanso para ser perfectos como lo es el Padre celestial; si queremos alcanzar la vida eterna. El Señor no quiere “medias tintas”; porque necesita en su “equipo” a todos aquellos atletas espirituales, que no están dispuestos a rendirse ante las dificultades. Les insta –y nos insta- a escucharle, a aprender, a seguirle y a entrenar en el “gimnasio” de las virtudes, fortaleciendo nuestra voluntad. Llama a todos aquellos que están preparados para no perder ante esa camarilla guiada por Satanás, que sólo va a ponernos impedimentos para que no podamos alcanzar la línea de meta.

  Pero ser perfectos en realidad ¿qué significa? El propio Jesús, en todos esos capítulos pasados nos lo ha estado detallando y hablándonos de la necesidad –para lograrlo- de cumplir la Ley. Porque todos los Mandamientos, que deben regir nuestros pasos, se cierran en el amor a Dios y, consecuentemente, a la criatura que guarda su imagen: el hombre. El Evangelio nos ha hablado con palabras, de quién y cómo es el Padre, por la revelación en el Hijo; pero también nos ha mostrado con los hechos, que el querer divino sobrepasa la justicia y descansa en la caridad. En esa disposición de Dios para salvar al hombre, sin importar si el hombre merece esa salvación. Nos describe un amor sin límites que, a pesar de tener en cuenta la decisión libre del ser humano, no cesa en su intento de ayudar, proteger, cuidar y sostener a la Humanidad; para que no pierda pie, y caiga en un abismo desde donde es imposible recuperarla. Trata del mensaje de Cristo, sobre la historia de la Redención: y se pone de manifiesto hasta donde es capaz de llegar el Señor, para salvar a sus “pequeñuelos”.

  Por eso el Maestro nos llama a contemplar y tomar ejemplo de esa actitud que el Padre tiene con cada uno de nosotros. Porque cada uno de nosotros, creados a su imagen, estamos llamados a ser –con nuestra forma de actuar- testigos de la fe: de la realidad de Dios. Y no hay realidad que defina mejor al Altísimo, que el Amor: la bondad, la paciencia, la comprensión, la misericordia…porque todo lo abarca, aquel que se pone en el lugar del otro. Sólo así podremos entender que, a pesar de que nos hacemos a nosotros mismos a golpes de decisiones libres, las circunstancias también influyen en nuestra toma de decisiones. Y que, aunque las dificultades no nos determinan, si nos afectan y nos repercuten.


  Por eso todos los que hemos tenido la suerte de compartir una fe, un lugar, un momento histórico, un país en paz y democracia, y una familia que -a pesar de los problemas propios de una convivencia- ha sido el sostén y la seguridad de nuestra maduración personal, hemos de dar gracias a Dios cada minuto de nuestro día. Y debemos sentirnos deudores por ello, de esa gracia inmerecida que hemos recibido. Pero no os olvidéis que, como nos dice la Escritura: “se le pedirá más, al que más se le dio”; y, por eso, tú y yo debemos abrir nuestro corazón a todos aquellos que no han tenido tanta suerte. Hemos de estar dispuestos a acoger en él, a todos nuestros hermanos: a los que nos gustan, y a los que no.

 No sabemos que hubiéramos hecho nosotros, si hubiéramos tenido su coyuntura. Por eso no debemos juzgarlos, sino ampararlos. Transmitirles la Verdad divina, que es la causa de que estemos prestos a olvidar sus actos, y dispuestos a perdonarlos. Porque hacerlo, no es el fruto de nuestra bondad natural, sino de la presencia de Dios en nuestro interior, que trasciende y supera nuestra debilidad y nuestras miserias. Sólo haciéndonos otros Cristos, a través de los Sacramentos dados para ello por el Señor a su Iglesia, conseguiremos ser capaces de responder a nuestros hermanos, como nuestro Padre nos exige que lo hagamos: con amor y sin memoria. ¡Sé que cuesta! Pero debemos intentarlo, porque no sólo nos jugamos la vida eterna, sino dejar a nuestros hijos, un mundo muchísimo mejor.