29 de junio de 2015

¡Somos sus "soldados"!

Evangelio según San Mateo 16,13-19. 


Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?".
Ellos le respondieron: "Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas".
"Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?".
Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Y Jesús le dijo: "Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo.
Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella.
Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo". 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, vemos como Jesús pregunta a los que le siguen –y en ellos nos incluye a ti y a mí- cuál es el verdadero motivo de que lo hagan. Quiere conocer la auténtica intención, que les mueve a caminar a su lado. Desea saber si es la curiosidad de percibir algún milagro, o de presenciar algún hecho sobrenatural, que les dé –y nos dé- argumentos para creer. O bien, si buscan en alguno de Sus gestos y palabras, la confirmación que les indique con seguridad que se encuentran delante del Mesías anunciado por las Escrituras. El problema es que todos aquellos que observan con expectación los pasos de Jesús por esta tierra, han recibido las enseñanzas de los doctores de la Ley, que les hablan de un Enviado de Dios cuya prioridad es devolver a la Nación de Israel, la libertad del yugo extranjero. Esperan un guerrero; un caudillo que, con violencia y poder, les devuelva el dominio que, como el Pueblo escogido, les corresponde.

  Pero el Señor se manifiesta a los suyos, con una realidad totalmente distinta. Les descubre un Reino eterno, que no pertenece a este mundo; y donde el más poderoso, es el que más ama y el que mejor sirve. Es el que es más libre de sí mismo y el que sabe renunciar a las tentaciones del Diablo, que es el verdadero enemigo. Es el que respeta la vida humana –desde el mismo momento de su concepción- porque es el bien más preciado; ya que manifiesta en sus potencias espirituales: inteligencia, voluntad y libertad, la imagen de Dios en sí misma. Por eso Cristo quiere saber si aquellos que han escuchado sus palabras y han participado de sus milagros, han alcanzado a descubrir parte de la riqueza de su mensaje. Y frente a las variopintas respuestas que surgen de las gargantas de sus discípulos –y donde se puede apreciar la ignorancia humana- Pedro confiesa con autoridad, no sólo que Jesús es el Mesías, sino que es el Hijo de Dios.

  Con eso, no sólo indica cual es la misión salvífica de Jesús, sino su auténtica identidad. Aquella que no se puede descubrir sólo por la experiencia de convivir a su lado; su realidad tanto humana, como divina: la Encarnación del Verbo de Dios. Por eso el Señor le insiste a Pedro, en que alcanzar ese conocimiento de Dios –que forma parte de su intimidad trinitaria y que era totalmente desconocida hasta entonces- sólo se ha podido proferir por la luz del Espíritu Santo, que ha puesto su Gracia en el alma del apóstol. Y que es el Padre el que ha permitido que él, y solamente él, de testimonio de Cristo: que no es un profeta más, que habla en nombre del Altísimo; ni un gran hombre, que goza de gran respeto por su rectitud moral. Sino el Salvador del mundo; la Segunda Persona de la Trinidad –Dios de Dios- que ha asumido la naturaleza humana de María Santísima, para redimir a los hombres.

  Y por ello, porque Pedro ha sido escogido por el Padre y el Espíritu Santo, para percibir lo que a otros se les ha mantenido oculto, se le promete ahora que se le conferirá el poder de atar y desatar, en la Iglesia que Jesucristo va a fundar. Así este Jesús, que es la piedra angular donde se edifica el Nuevo Pueblo de Dios, fortalece con su poder a Simón, para que participe y sujete como Pedro –piedra-, ese Templo eterno y sublime que une el Cielo con la Tierra: su Cuerpo Místico. El Apóstol será el signo de unidad, donde todos los discípulos gozaremos de la luz del Paráclito. Ya que, como acabamos de ver perfectamente en este capítulo, sólo se alcanza el conocimiento divino y la fe, por el expreso deseo de Dios, que nos envía su Espíritu. Si Cristo envió su Espíritu a la Iglesia, para que comunicara a través de los Sacramentos la Gracia de su salvación y la luz de la Revelación, está claro que sólo en la Iglesia de Cristo se encuentra la Verdad de Dios y el único modo de alcanzarla en plenitud. Pero aparte, cómo la Barca de Pedro está destinada a navegar por las aguas de esta vida hasta el fin de los tiempos, protegida por el Señor que descansa en Ella, es de sentido común que el poder conferido al Pontífice, se comunica en el tiempo a sus sucesores.

   Y eso que estamos leyendo, es Palabra de Dios. Palabra que no podemos obviar o descartar, cuando no se aviene a nuestros deseos; o, peor aún, cuando no se acomoda a nuestros intereses. No podemos aceptar lo que nos gusta, y descartar lo que nos estorba; porque Dios, que es perfecto, ha hecho muy bien las cosas. Y a pesar de que ha tenido en cuenta la fragilidad humana, la Iglesia –con el Papa a la cabeza- ha permanecido inquebrantable, desde los tiempos apostólicos de los que ha recibido la Tradición y el Magisterio.


  Ya no existen esos grandes imperios que dieron color a la historia: los romanos, los griegos, los persas, los egipcios, los asirios, los selúcidas…tantas y tantas potencias que varían el poder y cambian de nombre. Pero la Iglesia, con Cristo al frente, permanece. Y no olvidéis que desde sus primeros momentos, han intentado terminar con Ella: persecuciones, herejías, disgregaciones, calumnias…Pero el Señor camina a nuestro lado, y enarbola la bandera de la Gloria, que debemos sostener con orgullo en la batalla que libramos contra Satanás y sus secuaces. Somos sus “soldados”, somos Iglesia. ¡No podemos desfallecer!