Evangelio según San Marcos 6,7-13.
Entonces
llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus
impuros.
Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero;
que fueran calzados con sandalias, y que no tuvieran dos túnicas.
Les dijo: "Permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir.
Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos".
Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión;
expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo.
Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero;
que fueran calzados con sandalias, y que no tuvieran dos túnicas.
Les dijo: "Permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir.
Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos".
Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión;
expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo.
COMENTARIO:
En la primera frase
de este Evangelio de san Marcos, se pueden deducir varios puntos que iluminan
el fundamento de la constitución de la Iglesia. El Señor nos habla de que llamó
a los Doce, porque los escogió personalmente, a cada uno de ellos. Y lo hizo,
porque tanto Pedro, como Juan o Santiago, presentaban una particularidad
esencial para configurar ese proyecto divino. Cada uno fue elegido, desde antes
de la Creación, para formar en y con Cristo, su Cuerpo Místico. Los llamó y
esperó a que le contestaran, porque –como no me cansaré de recordaros- el Señor
no fuerza voluntades. Simplemente desea que respondamos y nos ilusionemos con esa
realidad, tan divina como humana, que transmite la salvación en el tiempo.
Quiere que sintamos el sano orgullo de haber sido escogidos por Dios, para
formar parte –como miembros de la Iglesia- de los planes de la Redención.
Y nos dice que
los envió de dos en dos. Bien hubiera podido decidir el Maestro, que cada uno
partiera solo; ya que parece que así, se hubieran podido cubrir en el mismo
tiempo, más lugares para ser evangelizados. Pero Dios que nos ha creado y nos
conoce a la perfección, sabe que necesitamos de los demás; porque estamos
hechos para vivir, por y con los demás. Pero si hay un momento importante y
vital en el que se puede comprobar que el hombre, para ser fiel a sí mismo,
precisa de sus hermanos, ese es el de la fe. Requerimos de sus buenos consejos,
del apoyo y de la corrección de todos los que luchan a nuestro lado, para
vencer las insidias del enemigo. No somos como los animales, que están
determinados por su código genético, y sólo pueden llegar a ser, lo que en él
está impreso. Sino que tú y yo, nos
hacemos a nosotros mismos a golpes de decisiones –buenas y malas- ejerciendo la
libertad. Pero siempre, si te fijas, con la ayuda o el estorbo, de los demás.
No buscamos al
nacer, el pecho de nuestra madre, como hacen el resto de las especies; sino que
es nuestra madre, la que nos acerca a su pecho. Andamos y hablamos, porque nos
enseñan a hacerlo; y nos enriquecemos como personas, en base a la buena
educación recibida. Una educación que debe tener en consideración a la persona
en su totalidad: como una unidad de cuerpo y espíritu. Así nos va, al haber
olvidado este principio y cultivar sólo la intelectualidad, sin fomentar los
valores que, verdaderamente, nos identifican como lo que somos: seres humanos,
creados a imagen divina. Pero recibir, indica que hay alguien dispuesto a dar;
y por eso Jesús nos insiste en que a todos aquellos a los que amemos, les
entreguemos el incalculable tesoro de la fe, que dará sentido a su vida. Pero
esa fe, que es una semilla puesta en nuestro corazón por Dios, necesita del
cuidado de su amor y del riego de su Palabra; por eso es tan importante que el
hombre forme parte de esa unidad en la diversidad, que es la Iglesia de Cristo.
Sigue Jesús
recomendando a los suyos, que para el camino de la vida, descansen en su
Providencia. Que no se preocupen de lo que vendrá, porque todo está en sus “manos”.
Ahora bien, no preocuparse no quiere decir no ocuparse; ya que el precepto no
indica que no se pueda vivir de otro modo, que de lo que nos den aquellos a los
que anunciamos el Evangelio. Sino que, si deciden hacerlo, están en su derecho.
Posteriormente veremos, cómo san Pablo quiso vivir del trabajo de sus manos, y
eso fue aceptado por toda la comunidad. Pero parece como si Jesús nos hablara a
todos los fieles, para que seamos conscientes de que hemos de mantener y cuidar
a la Iglesia, y a sus pastores; ya que no podemos entenderla como algo externo
a nosotros. Hemos sido constituidos en Cristo, Iglesia; y por tanto, es nuestra
responsabilidad directa. Jesús pide, y nos pide, ese voto de confianza, cuando
los planes para expandir su Palabra, no sean fáciles. Quiere que depositemos
nuestra seguridad en Él, ante los problemas terrenos; y así nos ocupemos, con
más tranquilidad, de los proyectos divinos.
El texto indica
que los apóstoles predicaban, exhortando a la conversión. Es decir, anunciando
a las gentes la necesidad de arrepentirse y, aceptando a Cristo en su corazón, confesar
sus pecados y participar con Él, en la propagación de su Reino. Es importante
que os fijéis, que el Señor dio a los suyos el poder sobre los espíritus
impuros; es decir, que en su Nombre, podían vencer el poder del diablo, que es
el pecado. De ahí que, tras un confesionario, el sacerdote sea el medio que
comunica y transmite la salvación de Cristo a los penitentes. Y el Señor lo ha
querido así, porque en innumerables lugares nos hablará de la necesidad de
humillar nuestra alma; y ésta sólo se humilla si tiene que manifestar en voz
alta, sus miserias.
En la Santa
Misa es el que, poniéndose en la Persona de Cristo, transforma la sustancia del
pan y del vino, en la del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor. Porque el propio
Jesús, les ha dado su poder, a través del Espíritu, para que puedan hacerlo. Y
observamos que son también, los que curan la enfermedad del alma, y la del
cuerpo si es voluntad divina, a través de los óleos sagrados. Ellos han sido
escogidos directamente por el Señor, para transmitir la salvación a todos los
hombres, a través de sus Sacramentos. Ya que la Redención, ganada por Cristo en
la Cruz, debe ser aceptada y asumida en libertad por cada uno de nosotros, en
el momento preciso de nuestro existir. Así la Iglesia, guarda y aguarda, a la espera de
nuestro momento, el don precioso y preciso de la Fe.
Qué pena, que
no nos hayamos dado cuenta de cómo el diablo ha sabido relativizar la
importancia de la vida sacramental, para alcanzar nuestra verdadera finalidad:
qué pocos enfermos reclaman cómo un derecho esa recomendación que Santiago
Apóstol nos hizo, como regalo divino en el sufrimiento: la unción de los
enfermos. Y que pocos cristianos la ofrecemos, escudándonos en una prudencia
absurda, que esconde vergüenzas sociales ¡Ya es hora de despertar! Ya es
momento de comportarnos como lo que somos, y defender aquello de lo que
formamos parte:¡Somos Iglesia!¡Tenemos el tesoro de la Redención!¡Tenemos a
Cristo!