10 de febrero de 2015

¡Esto es un orgullo!

Evangelio según San Marcos 7,1-13. 


Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús,
y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar.
Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados;
y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras y de la vajilla de bronce.
Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: "¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?".
El les respondió: "¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.
En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos.
Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres".
Y les decía: "Por mantenerse fieles a su tradición, ustedes descartan tranquilamente el mandamiento de Dios.
Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y además: El que maldice a su padre y a su madre será condenado a muerte.
En cambio, ustedes afirman: 'Si alguien dice a su padre o a su madre: Declaro corbán -es decir, ofrenda sagrada- todo aquello con lo que podría ayudarte...'
En ese caso, le permiten no hacer más nada por su padre o por su madre.
Así anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido. ¡Y como estas, hacen muchas otras cosas!".

COMENTARIO:

  Este largo Evangelio de san Marcos, en realidad se podría resumir en dos puntos importantes: el primero es la enseñanza de Jesús sobre la verdadera conducta moral que deben tener los hombres, y la verdad de la Palabra revelada, que no puede ser interpretada al gusto de las personas, sino a la realidad anunciada por Cristo e iluminada por el Espíritu Santo.

  Vemos como aquellos fariseos y escribas, que habían llegado a Jerusalén, se acercan al Maestro, no con la intención de conocer, sino con un montón de ideas preconcebidas que no les permiten atender, porque cierran sus oídos, ciegan sus ojos y ofuscan su corazón. Su animadversión hacia Jesús y sus discípulos, no les posibilita observar todas las cosas buenas que realizan; a todos los que ayudan, a los que sanan, a los que predican… Parece como si hubieran olvidado que aquellos hombres que siguen al Señor, siguen pescando y trabando entre los suyos; rezando en la sinagoga y formando parte, con total normalidad, del pueblo judío.

  Esos doctores de la Ley, en la dureza de su corazón, sólo han sido capaces de apreciar, no lo que hacen los apóstoles, sino lo que dejan de hacer; eso que para ellos es tan importante, y que consiste en cumplir todos esos preceptos que han añadido -en su libre interpretación- a la legislación dada por Dios a Moisés. San Marcos, al escribir su Evangelio, aclarará para todos aquellos cristianos que no provenían del judaísmo, esas preguntas insidiosas que, desde el Antiguo Testamento, prescribían unos ritos específicos. Ritos que se habían ampliado de tal manera, que habían terminado dando un significado religioso a todas las acciones; hasta las más nimias que no tenían ningún sentido. Concluyendo el Señor que, para todos ellos, esa relativa pureza exterior, que se podía medir y sospesar objetivamente, respondía a una pureza interior con la que, tristemente, no guardaba ninguna relación.

  Justo frente a estas actitudes, el Maestro repetirá en innumerables ocasiones que el legalismo de las normas establecidas por la tradición humana –mediante las sentencias de los rabinos- había ahogado el verdadero culto a Dios. Entre todos habían olvidado que Dios, que es Amor y es Padre, había dado sus Mandamientos como camino certero para llegar a alcanzar la verdadera felicidad; no para que siguiéndolos, la perdieran. Y que, por tanto, el amor debía ser la base donde se edificara todo el ser y el actuar de las personas. Que lo que hacía un acto bueno, era la intención con que se realizaba; no que al realizarlo, se cumplieran una serie de requisitos específicos. Que solamente si se abría el alma a la inhabitación de la Trinidad, los seres humanos serían capaces de vencer sus debilidades y, por la fuerza de la Gracia, alcanzar la santidad.

  Que si empujamos a una persona, y al hacerlo le causamos un daño, nada tiene que ver que ese hecho sea el fruto de un torpe tropezón, o el deseo escondido de causarle un perjuicio. Ambos actos podrían terminar de la misma manera, pero desde luego no habrían comenzado con el mismo propósito. Lo mismo ocurre con todos aquellos que realizan obras buenas, para ser contemplados y tenidos  como generosos por los demás, mientras que en su interior son cizañeros y avaros con las cosas de Dios. Cada uno de nosotros tendrá que rendir cuentas ante el Altísimo, de lo que surge de su corazón: del amor que ponemos en todo aquello que realizamos. Y de nada nos servirá justificarnos con las opiniones que tengan de nosotros los demás, ya que Cristo será nuestro juez misericordioso, pero implacable; y a Él nunca le podremos engañar ¡no lo olvides!


  Todo esto, nos dirá Jesús, surge de una falsa interpretación de la Palabra divina; de una manipulación, para nuestro interés, del verdadero sentido de la Escritura. Y para que eso no ocurra, anunciará a los suyos que al fundar su Iglesia, dejará en ella el Espíritu Santo, para que La ilumine y permanezca fiel a su mensaje. Ese es el Magisterio; ese tesoro que nos asegura el depósito de la fe, que es inmutable en el tiempo y que está resguardado del criterio voluble de los hombres, porque descansa en la doctrina apostólica, inalterable en el deambular de los siglos. Muchos esfuerzos ha costado al Cuerpo de Cristo, permanecer fiel a la Verdad transmitida; muchos nos han abandonado, por no querer ceder y mantener la realidad de su interpretación. Pero ese es el tesoro que nos asegura que, cada palabra que recibimos, es en realidad Palabra de Dios. Y eso, a parte de una tranquilidad, es un orgullo.