4 de febrero de 2015

¡Y no hay más!



Evangelio según San Marcos 6,1-6.


Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: "¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos?
¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?". Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo.
Por eso les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa".
Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos.
Y él se asombraba de su falta de fe. Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Marcos, podemos observar un pasaje que contrasta totalmente con el que contemplamos ayer; y en el que Jairo, tanto como la enferma de hemorrosía, demostraron el poder que tiene la fe, cuando la persona se rinde y se entrega  a Jesús. Hoy es precisamente en Nazaret, en ese lugar donde nació el Maestro, donde podemos contrastar las actitudes opuestas de sus paisanos.

  El Señor, como hacía habitualmente los sábados, se dirigió a la sinagoga del pueblo para predicar su mensaje. Pero esta vez, todo fue distinto; ya que aquellos que le contemplaban, habían decidido de antemano que lo que conocían de Él, su pasado, iba a condicionar su futuro. Prejuzgaron antes de oír y lo que habían visto, de forma aparente, no les permitió advertir la realidad que permanecía oculta en su interior, para ser descubierta. En esos momentos, se hizo realidad una frase que hemos escuchado muchas veces cuando cerrando nuestro corazón a la verdad, nos dejamos llevar solamente por las apariencias: que “las hojas, no nos dejan contemplar el bosque”.

  Aquellos hombres habían perdido la perspectiva, y eran incapaces de intuir que pudiera haber algo de santo y sobrenatural, en la vida ordinaria de Cristo. Él, un artesano que compartía con su familia el día a día, aceptando los planes divinos y que, con su actitud, enseñaba a los hombres el valor de la vida cotidiana, como camino de santidad. En esos treinta años, el Maestro nos ha dado a todos una lección magistral de humildad y respeto a la voluntad de Dios. Porque Dios quiere que le sirvamos, en el lugar donde nos ha situado; quiere que le entreguemos lo poco que somos y tenemos, con la sinceridad de una fe arraigada que ha aprendido a ofrecer y trascender, por amor, la cotidianidad de su trabajo, su descanso, y su vida familiar.

  Jesús enseña que cada uno de nosotros, está llamado a ofrecer al Padre la manera de estar en el mundo -y que Dios ha permitido- para cambiar este mundo a mejor. Eso hizo el Señor, mientras era uno más de sus paisanos en Nazaret, y así lo reconocieron ellos mismos cuando, opinando sobre Él, decían: “Todo lo hizo bien”. Cada minuto fue una preparación para ese testimonio, que había de llegar, sobre su realidad mesiánica y divina. Ese momento en el que nos pedirá, es más, nos exigirá, la entrega de los corazones a su Persona; para poder contemplar los hechos que denotan y demuestran que, sin dejar de ser “el hijo de María” es el Hijo de Dios, encarnado.

  Creo que en ningún otro lugar se puede contemplar mejor, que el Señor no quiere los milagros como medio para generar la fe de aquellos que le escuchan. Sino que sólo a los que tienen fe y están dispuestos a poner en Él su confianza, abriendo su alma voluntariamente a la luz del Espíritu, les concede participar de sus milagros. Cristo no es un mago que mueve a la gente a seguirle, por su brillante actuación; sino un Hombre que llama a la conversión a Dios de los corazones y que, cuando eso se realiza, manifiesta a los suyos el acierto de su elección, con los hechos que testifican sus palabras: que se encuentran ante el Verbo divino, que ha asumido la naturaleza humana, para redimir a los hombres.

  Aunque lo hemos repetido en innumerables ocasiones, no quiero dejar de hacer hincapié  en la frase que menciona a los “hermanos de Jesús”; ya que como bien sabéis, siempre hay algún despistado que se acoge a ello, para poner en duda la virginidad perpetua de María. En los  idiomas antiguos, como era el hebreo, arameo e incluso el árabe, era normal que se utilizara ese término para designar la pertenencia a una misma familia, tribu o clan; ya que no había una terminología específica para ello. Y eso podemos contemplarlo cuando en Mt 28, 1 Santiago y José, que aquí se denominan como “hermanos de Jesús”, son designados como hijos de la “otra María”, que era discípula de Cristo. Más claro queda en Gálatas, cuando san Pablo, hablando de Santiago como hermano de Jesús, nos dice que era hijo de Alfeo.

  También el mismo apóstol aboga en la primera Carta a los Corintios por llevar una mujer para que le cuide, y a la que denomina hermana. Y para terminar, y no hacer muy pesada la explicación, quiero que repaséis que en el Génesis, Abrán dice a su sobrino Lot, al separar sus caminos: “Por favor, no haya discordia entre tú y yo, entre mis pastores y los tuyos, ya que somos hermanos” (Gn 13,8). Por eso negar ese dogma católico sin fundamento y con desacierto, no sólo es una maledicencia que denota un pobre conocimiento de la Palabra de Dios, sino un menosprecio a la majestad de María Santísima, que fue elegida por Dios para ser su Madre y, en Él, la Madre de toda la humanidad. ¡Y no hay más! Nos hemos de poner las pilas; estudiar, conocer y no transigir jamás con el error que, muchas veces, parte de la ignorancia. El Señor nos pide que tengamos argumentos, para ser buenos defensores de la fe; porque la fe debe ser razonada, para hacerla razonable a los demás.