11 de abril de 2015

¡No hay otro camino!

Evangelio según San Marcos 16,9-15. 


Jesús, que había resucitado a la mañana del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, aquella de quien había echado siete demonios.
Ella fue a contarlo a los que siempre lo habían acompañado, que estaban afligidos y lloraban.
Cuando la oyeron decir que Jesús estaba vivo y que lo había visto, no le creyeron.
Después, se mostró con otro aspecto a dos de ellos, que iban caminando hacia un poblado.
Y ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero tampoco les creyeron.
En seguida, se apareció a los Once, mientras estaban comiendo, y les reprochó su incredulidad y su obstinación porque no habían creído a quienes lo habían visto resucitado.
Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación." 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Marcos nos presenta unas actitudes de los apóstoles que hoy, desgraciadamente, siguen siendo muy comunes entre los hombres. Puede entenderse que aquellos que estaban tristes y abatidos por la pérdida de Cristo, no quisieran escuchar el anuncio que les hacía María Magdalena, de la Resurrección del Señor. Es bien sabido que en aquel tiempo, la consideración a la mujer era más bien poca; y, por ello, supongo que muchos creyeron que lo que les contaba, era fruto de sus deseos y de su imaginación desbordada.

  Parece mentira que ninguno de ellos, que habían escuchado tantas veces a Jesús, pensara que, tal vez, era cierto que el Maestro hubiera vencido a la muerte. Pero es que, cuando cedemos a la tentación y la duda nos invade el alma, la esperanza nos abandona y la tristeza nos paraliza; impidiendo que nos pongamos en camino, para descubrir esa tenue luz que brilla en la lejanía del túnel. No estamos dispuestos, por nuestra desgana, a comenzar a andar para alcanzar la Verdad de lo que nos rodea. Y no hay nada peor, que todos esos prejuicios que el mundo ha construido sobre “éstos” o “aquellos”, que pueden transmitirnos la fe. Porque no importa si son hombres o mujeres; ancianos o jóvenes; sacerdotes o laicos…sino si sus palabras se adecúan a la Palabra, y si son fieles al mensaje divino que, como un tesoro, custodia la Iglesia.

  Cuando llegan los discípulos de Emaús, y les cuentan que han visto y han comido con el propio Jesús, aquellos hombres que han permitido que la tristeza y el desánimo hicieran mella en su corazón, siguen sin dar crédito al anuncio. Ahora no están dispuestos a admitir algo que, por naturaleza, es imposible. ¡Que pronto han olvidado cada sílaba que el Maestro desgranó en su presencia! Ya no recuerdan sus milagros, ni la identificación que Cristo hizo de Sí mismo, como Hijo de Dios. No pueden entender que si se ha aparecido a aquellos, no venga a visitarlos a ellos. Son incapaces de asumir que el Señor, en esos momentos, les pide un acto de fe a través de las vivencias de otros. Y no entienden que eso que les exige, es lo que a partir de ahora, nos pedirá a todos los cristianos. Creer, confiando en la experiencia de aquellos primeros que constituirán la Iglesia primitiva.


  Y es entonces cuando Jesús se hace presente, por fin, ante el Colegio Apostólico. Ha probado su incredulidad, y les riñe; porque su actitud ha sido el fruto de ceder a la aflicción del dolor y de la pérdida. Ellos, más que nadie, debían conocer la realidad divina; porque, por el Bautismo, han sido llamados –como todos nosotros- ha transmitirla. Esa es la finalidad de cualquier discípulo, que quiera ser fiel a la misión que se  le ha encomendado. Lo que sucede es que Jesús, aprovechando los hechos acaecidos, quiere hacernos comprender que no debemos desanimarnos ante nuestras debilidades; ante nuestras traiciones. Ya que, como les sucedió a aquellos primeros, si no descansamos en el Espíritu Santo, seremos incapaces con nuestras únicas fuerzas, de responder afirmativamente a Dios y a alcanzar el verdadero sentido de la Revelación. Para eso dejará al Paráclito, hasta el fin de los tiempos, en su Iglesia. Para que ilumine la oscuridad que sembró el diablo en nuestro interior. Sólo en, y como el Cuerpo de Cristo, lograremos recibir la Gracia y, fortalecidos con ella, reafirmar nuestra fe y nuestra esperanza ¡No hay otro camino!