4 de abril de 2015

¡Somos unos privilegiados!

Evangelio según San Marcos 16,1-8. 


Pasado el sábado, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé compraron perfumes para ungir el cuerpo de Jesús.
A la madrugada del primer día de la semana, cuando salía el sol, fueron al sepulcro.
Y decían entre ellas: "¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?".
Pero al mirar, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande.
Al entrar al sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca. Ellas quedaron sorprendidas,
pero él les dijo: "No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí. Miren el lugar donde lo habían puesto.
Vayan ahora a decir a sus discípulos y a Pedro que él irá antes que ustedes a Galilea; allí lo verán, como él se lo había dicho".
Ellas salieron corriendo del sepulcro, porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo. 

COMENTARIO:

  En este sencillo Evangelio de Marcos, se abren las puertas que han dado paso al encuentro con el profundo sentido de la verdad de la Revelación. Ya que la Resurrección gloriosa de Jesucristo, es el mismo centro de nuestra fe. Sin eso, nada tendría lógica, interés ni valor. Cada palabra, cada  gesto del Maestro, se ha abierto a la Redención del hombre; a ese revivir en Cristo, que vence a la muerte eterna y nos devuelve a la Gloria.

  En este día, nuestra esperanza da paso a la realidad divina, y perdemos el miedo que nos ataba a la aflicción de un final sin sentido. Porque en esta tumba vacía, todo –absolutamente todo- ha cobrado su significación. La Resurrección ha supuesto el triunfo de Nuestro Señor –como ya lo predijo- sobre la muerte y el pecado y, consecuentemente, sobre el poder del demonio que fue el causante de toda esta aflicción. Con ese Cuerpo taladrado por nuestras miserias, el Señor ha vuelto a la Vida; y lo ha dignificado de tal modo, para que seamos capaces de valorarlo como lo que es: Templo del Espíritu Santo. Es ese lugar donde cobijamos en nuestro interior, con amor, a nuestro Dios.

  Vemos en el texto, como Jesús premia la fidelidad de aquellas mujeres que han permanecido fieles en los momentos de dolor, aflicción y contradicción. Ha querido que, en su amor, ellas fueran las primeras en percibir el cumplimiento de las promesas. En recibir las palabras angélicas, de Aquel que les revela el conocimiento de lo sucedido: Cristo ha resucitado. Y, a continuación, las hace partícipes de unas indicaciones que serán habituales en la Iglesia naciente: los discípulos, y en especial Pedro, deben ser testigos de la Resurrección y de su significado. Porque ellos deberán transmitirlo a un mundo, que ni tan siquiera conoce la historia de la salvación. Cada uno a su manera, tendrá –como tendremos nosotros- la responsabilidad de guardar y comunicar la predicación y la fe recibida.

  Pero ahora, cuando la Luz ha iluminado la oscuridad de estos momentos transcurridos, la Humanidad puede –y debe- percibir que las Escrituras se han cumplido. Que la muerte real de Cristo, donde la Humanidad estaba representada en la naturaleza humana asumida por el Verbo divino, ha sido regenerada y vivificada para tener –en una elección libre, fruto del amor comprometido- una vida junto a Dios, que no termina jamás.

  María Magdalena, la madre de Santiago y Salomé, salieron corriendo y temblando del sepulcro ¡es tan grande, y a la vez tan incomprensible lo que acaba de suceder! Cierto es que el Señor lo había predicho; que el Antiguo Testamento lo había anunciado, pero contemplar que el Cuerpo de Cristo no está y que en su lugar un enviado celestial da testimonio del hecho sobrenatural, es superior a lo que la razón puede asimilar en esos momentos. También a nosotros nos ocurre algo parecido, cuando releemos esa realidad que nos han manifestado los escritores sagrados. A pesar de conocer que por defender la Verdad de la Resurrección, entregaron su vida; y que no cedieron ni un ápice, ante el deber de transmitir los hechos acaecidos, seguimos vagando en un mar de dudas. En un “quizá” que no termina de descansar en la confianza que nos pide el Espíritu Santo. En cambio, después, somos capaces de mantener una actitud de fe ante todos aquellos que nos mantienen con diversas patrañas; y donde lo que hoy se considera auténtico, mañana es cuestionable.


  Nadie, absolutamente nadie, puede negar la existencia de Jesús de Nazaret. Nadie puede cuestionar, de forma razonable, el testimonio que nos han dado sus discípulos sobre su Resurrección, porque ellos la vieron. Hablaron posteriormente con Jesús e incluso, aquel que dudó, puso el dedo en sus llagas. Y eso les dio la fuerza de la entrega, de la predicación, y de la fidelidad. Ahora, las cosas han cambiado su forma, pero no su substancia. En la Iglesia, Jesús sigue esperándonos –bajo la especie sacramental- para darnos la Luz de su Glorificación. Y el Paráclito nos ilumina, para que no volvamos a caminar jamás entre tinieblas. Sólo así se consigue contemplar, lo que estaba escondido. Sólo así podremos percibir, lo que para otros permanece oscuro. ¡Da Gloria a Dios por este día! Y disfrútalo  ¡Somos unos privilegiados!