Evangelio según San
Juan 6,35-40.
Jesús dijo a la gente: "Yo soy el pan de Vida. El
que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed.
Pero ya les he dicho: ustedes me han visto y sin embargo no creen.
Todo lo que me da el Padre viene a mí, y al que venga a mí yo no lo rechazaré,
porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió.
La voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me dio, sino que lo resucite en el último día.
Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el último día".
Pero ya les he dicho: ustedes me han visto y sin embargo no creen.
Todo lo que me da el Padre viene a mí, y al que venga a mí yo no lo rechazaré,
porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió.
La voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me dio, sino que lo resucite en el último día.
Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el último día".
COMENTARIO:
Este Evangelio
de san Juan, aunque un tanto enigmático en su forma, es un canto de esperanza
para los hombres, por su contenido. Ya que Dios ha predestinado a todos sus
hijos para que puedan salvarse, en el uso maravilloso de su libertad. Lo que
ocurre es que para hacerlo, hemos de confesar a Jesucristo como nuestro redentor.
Y eso significa que, por medio de la fe, aceptamos sus milagros y asumimos sus
palabras como nuestras, haciéndonos uno con Él, a través de los Sacramentos de
la Iglesia. Significa caminar hacia el Maestro y, al hacerlo, seguir sus pasos
tomándolo como ejemplo.
Por eso ser
cristiano, no puede ser solamente vivir según las normas que Dios nos ha
impuesto; sino entender que esas normas divinas, que el Señor nos ha propuesto,
se basan en el principio existencial del amor. Que si respetáramos a nuestro
prójimo y cuidáramos lo que es suyo, como si fuera nuestro, todo iría mejor.
Que si fuéramos capaces de no hacer nada, que no nos gustara que nos hicieran a
nosotros, evitaríamos muchos males. Que si compartiéramos lo que tenemos, como
si de verdad fuéramos familia, este mundo sería un paraíso terrenal. Por eso
Jesús nos pide que luchemos para vencer nuestros más bajos instintos; esos que
surgen cuando el orgullo nos tienta a contestar y herir. A no dejar pasar, y
humillar al que nos ha ofendido. A ser más, aunque serlo no implique ser mejor
persona.
Nos pide
nuestro esfuerzo; aunque sabe –porque ha asumido la naturaleza humana para salvarnos-
que esa naturaleza está debilitada por el pecado y es incapaz de luchar sola,
contra nuestra propensión al mal. Por eso ha dejado ese tesoro, que es la
Eucaristía Santa; para que todo aquel que crea, tenga Vida eterna. Ese Pan sagrado
es el Cuerpo de Cristo, que nos espera en la celebración eucarística de la
Iglesia para recibirnos y, penetrando en nuestro interior, elevarnos a la
Gracia. Nadie, absolutamente nadie, puede vencer las tentaciones del diablo en
la soledad de su existencia; porque todos, absolutamente todos, necesitamos de
la fuerza divina, que se encuentra en el Alimento Sacramental.
Dios estipuló
que su Hijo se quedara con nosotros, hasta el fin de los tiempos; porque los
efectos del pecado –que libremente aceptamos, con nuestra mala decisión-
formarán parte de nosotros, hasta el último momento de nuestro estar. Y por eso
–por amor- decidió entregarnos su Verbo divino para que, asumiendo por nosotros
la culpa, nos redimiera en la cruz y nos consiguiera los medios necesarios para
alcanzar la salvación. Pero como todo ello depende –como en todas las cosas
divinas- de la decisión y la elección de los hombres, el Señor dejó todos sus
bienes a buen recaudo de su Iglesia. Para que así, todo el que quiera
recibirlos, se acerque –poniéndose en camino- a las fuentes de la Redención:
los Sacramentos.
Sin embargo, el
Señor nos insiste en el texto -con sus propias palabras- que es imprescindible para la salvación del
hombre, la recepción del Pan de Vida. Porque, como nos dice el mismo vocablo,
es el alimento que nos salva de la muerte eterna y nos concede una existencia
en Dios, que no tiene fecha de caducidad. No ha sufrido tanto el Hijo, al
obedecer al Padre, para que ahora olvidemos “el porqué” y sólo percibamos el “cómo”.
Cristo se ha entregado y ha muerto por nosotros, para resucitar con nosotros.
Pero para hacerlo, hemos de hacernos uno con Él; recibiéndolo y permitiendo que
cada miga de ese Pan bendito, tome posesión de nuestra alma. Tal vez te
convenga recordar, cuando vayas a comulgar, que esa Sagrada Forma que el sacerdote
te presenta, no es un símil; ni una metáfora; sino el propio Jesucristo que sale
a nuestro encuentro. Que cómo hizo con los apóstolos, por los caminos de
Galilea; con María Magdalena y con el centurión… ahora lo hace contigo. Ahí, delante
de ti, en un acto de amor sublime, el Hijo de Dios se ha humillado, para que tú
te deifiques. Es imposible ante esto, seguir igual. Es imposible no doblar la
rodilla, ante semejante Presencia. Es imposible, no romper a llorar. ¡Es
imposible!