23 de abril de 2015

¿Porqué no lo recibes cada día?

Evangelio según San Juan 6,44-51. 


Jesús dijo a la gente: "Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día.
Está escrito en el libro de los Profetas: Todos serán instruidos por Dios. Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí.
Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo él ha visto al Padre.
Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna.
Yo soy el pan de Vida.
Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron.
Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera.
Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo
". 

COMENTARIO:

 Este Evangelio de san Juan, bien podría dividirse en dos partes que, aunque son consecuentes la una con la otra, tratan de dos temas que son algo distinto. En la primera parte, Jesús nos recuerda que la fe es un regalo del Cielo, que siempre debemos pedir; ya que nadie llega a Dios, si Dios no nos infunde la luz del Espíritu, para ver el camino. Necesitamos la fuerza de la Gracia, para poder vencer el pecado de origen que dificulta en nosotros, la búsqueda del Padre. Y esa Gracia divina, no lo olvidemos nunca, se encuentra en los Sacramentos de la Iglesia, en la Palabra y en la Oración.

  Debemos pedir, sin desfallecer, aunque el Señor permita un tiempo de sequía en nuestro interior. Muchas veces el Altísimo nos prueba, para ver cuál es nuestra actitud, ante la dificultad; ya que es en la tribulación, donde se descubren los verdaderos amigos. Aquellos que se quedan a nuestro lado y comparten con nosotros el dolor; aliviándolo con su cariño y comprensión, mientras ponen todo lo suyo, a nuestra disposición. Así nos quiere Dios: fieles en la búsqueda y dispuestos a no desfallecer, hasta llegar a su encuentro. Ese es el momento en el que percibimos, a luz del Paráclito que permanece en la Iglesia, la realidad divina de Jesucristo en la historia. Y al desmenuzar cada palabra de la Revelación, nos encontramos con el Verbo que, encarnado de María Santísima, nos demuestra lo que es el verdadero amor. Es entonces, y sólo entonces, cuando en Cristo el hombre se descubre a sí mismo; entendiendo que la altísima dignidad de la que gozamos, no nos la da un cargo importante, sino la imagen de Dios, con la que hemos sido creados. Que solamente en el Maestro, podemos aprender el significado de la vida; y que cada minuto de nuestra existencia cobra sentido, cuando estamos cerca de Él.

  Pero para ello, hay que recordar que Jesús nos insiste en que debemos  tener deseos de hallar, de escuchar, de aprender. Hay que mantener encendida esa llama que, aunque tenue, brilla en nuestro interior para ayudarnos a buscar a Aquel, del que provenimos. No podemos permitir que reine en nuestra alma, la oscuridad del pecado; ahogada en deseos materiales y carnales, que apagan el destello divino de nuestro Creador. Y para conseguirlo, el Maestro nos descubre el regalo más grande que el Padre ha hecho a la Humanidad; y del que nos habla esta segunda parte del texto: la Eucaristía.

  Jesús no quiere, de ninguna manera, que sus palabras se tomen en sentido figurado; y, por eso, les imprime un sentido tan fuerte, que excluye cualquier interpretación. El Hijo de Dios se identifica –escúchalo bien- ¡se identifica! con ese Pan que entrega a los hombres, para que tengan Vida eterna. Por eso, el que come la Carne de Cristo y bebe su Sangre, se identifica con Él y se hace uno en su Persona; y eso es, ni más ni menos, ser cristiano. Cómo nos dijo san Pablo, nos hacemos en, con y por Cristo, otros Cristos.

  Todos sabéis, a través de una frase horrorosa fruto del marketing, como nos quieren rebajar a “ser” lo que comemos. Olvidando que “somos”, por el aliento divino que el Padre nos ha infundido en el alma; y que estamos estructurados como una unidad inseparable de materia y espíritu. Pero es cierto que, al asimilar los alimentos, sus componentes pasan a formar parte de nuestro cuerpo, dividiéndose en vitaminas, grasas, proteínas… Y lo mismo ocurre cuando el propio Cristo inunda nuestro interior; y nos enriquece en la totalidad del ser. Él, el Rey de Reyes, el Todopoderoso, el Hijo de Dios vivo, entra en nosotros y nos invade con su Gracia. Él nos deifica y nos eleva; nos libera del pecado e ilumina nuestra razón, para que sepamos encontrar en nuestro día a día, la mano del Señor. Nos recuerda que a ese cuerpo perecedero, al que tanto cuidamos, lo anima un alma inmortal, que descuidamos. Alma que precisa, imperiosamente, del alimento eucarístico para gozar de la plenitud y de la Felicidad de Dios.


  Ya es hora de que, como aquellos que escuchaban al Maestro y se escandalizaban ante la realidad de lo que les decía, aceptemos la Verdad más grande de nuestra fe: que por la consagración del pan y del vino, se opera el cambio de toda la substancia del pan, en la substancia del Cuerpo de Cristo; y de toda la substancia del vino, en la substancia de su Sangre. Por eso, al igual que Dios alimentó a su pueblo con el maná, mientras iban por el desierto al encuentro de la tierra prometida, ahora nos alimenta –mientras vamos caminando hacia la Gloria definitiva- con el manjar divino de Sí mismo: el Pan del Cielo. Somos, no lo olvidéis nunca, ese Nuevo Pueblo de Dios, que el Padre cuida con amor y primor, librándonos de nuestros propios errores y horrores. Y lo hace, ofreciéndonos el Pan de cada día que pedimos en la oración dominical; el auténtico alimento, que nos mantiene en su amor. Ahora, en el silencio de tu corazón, piensa si valoras ese regalo, como lo que es. Y dime, si te has dado cuenta de su valor ¿porqué no lo recibes cada día?