3 de abril de 2015

¡Dios, por fin, ha querido quedarse!

Evangelio según San Juan 18,1-40.19,1-42. 


Jesús fue con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón. Había en ese lugar una huerta y allí entró con ellos.
Judas, el traidor, también conocía el lugar porque Jesús y sus discípulos se reunían allí con frecuencia.
Entonces Judas, al frente de un destacamento de soldados y de los guardias designados por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles, antorchas y armas.
Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les preguntó: "¿A quién buscan?".
Le respondieron: "A Jesús, el Nazareno". El les dijo: "Soy yo". Judas, el que lo entregaba, estaba con ellos.
Cuando Jesús les dijo: "Soy yo", ellos retrocedieron y cayeron en tierra.
Les preguntó nuevamente: "¿A quién buscan?". Le dijeron: "A Jesús, el Nazareno".
Jesús repitió: "Ya les dije que soy yo. Si es a mí a quien buscan, dejen que estos se vayan".
Así debía cumplirse la palabra que él había dicho: "No he perdido a ninguno de los que me confiaste".
Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El servidor se llamaba Malco.
Jesús dijo a Simón Pedro: "Envaina tu espada. ¿ Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre?".
El destacamento de soldados, con el tribuno y los guardias judíos, se apoderaron de Jesús y lo ataron.
Lo llevaron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, Sumo Sacerdote aquel año.
Caifás era el que había aconsejado a los judíos: "Es preferible que un solo hombre muera por el pueblo".
Entre tanto, Simón Pedro, acompañado de otro discípulo, seguía a Jesús. Este discípulo, que era conocido del Sumo Sacerdote, entró con Jesús en el patio del Pontífice,
mientras Pedro permanecía afuera, en la puerta. El otro discípulo, el que era conocido del Sumo Sacerdote, salió, habló a la portera e hizo entrar a Pedro.
La portera dijo entonces a Pedro: "¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?". Él le respondió: "No lo soy".
Los servidores y los guardias se calentaban junto al fuego, que habían encendido porque hacía frío. Pedro también estaba con ellos, junto al fuego.
El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su enseñanza.
Jesús le respondió: "He hablado abiertamente al mundo; siempre enseñé en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada en secreto.
¿Por qué me interrogas a mí? Pregunta a los que me han oído qué les enseñé. Ellos saben bien lo que he dicho".
Apenas Jesús dijo esto, uno de los guardias allí presentes le dio una bofetada, diciéndole: "¿Así respondes al Sumo Sacerdote?".
Jesús le respondió: "Si he hablado mal, muestra en qué ha sido; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?".
Entonces Anás lo envió atado ante el Sumo Sacerdote Caifás.
Simón Pedro permanecía junto al fuego. Los que estaban con él le dijeron: "¿No eres tú también uno de sus discípulos?". Él lo negó y dijo: "No lo soy".
Uno de los servidores del Sumo Sacerdote, pariente de aquel al que Pedro había cortado la oreja, insistió: "¿Acaso no te vi con él en la huerta?".
Pedro volvió a negarlo, y en seguida cantó el gallo.
Desde la casa de Caifás llevaron a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Pero ellos no entraron en el pretorio, para no contaminarse y poder así participar en la comida de Pascua.
Pilatos salió a donde estaban ellos y les preguntó: "¿Qué acusación traen contra este hombre?". Ellos respondieron:
"Si no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos entregado".
Pilatos les dijo: "Tómenlo y júzguenlo ustedes mismos, según la Ley que tienen". Los judíos le dijeron: "A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie".
Así debía cumplirse lo que había dicho Jesús cuando indicó cómo iba a morir.
Pilatos volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: "¿Eres tú el rey de los judíos?".
Jesús le respondió: "¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?".
Pilatos replicó: "¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?".
Jesús respondió: "Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí".
Pilatos le dijo: "¿Entonces tú eres rey?". Jesús respondió: "Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz".
Pilatos le preguntó: "¿Qué es la verdad?". Al decir esto, salió nuevamente a donde estaban los judíos y les dijo: "Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo.
Y ya que ustedes tienen la costumbre de que ponga en libertad a alguien, en ocasión de la Pascua, ¿quieren que suelte al rey de los judíos?".
Ellos comenzaron a gritar, diciendo: "¡A él no, a Barrabás!". Barrabás era un bandido.
Pilatos mandó entonces azotar a Jesús.
Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto rojo,
y acercándose, le decían: "¡Salud, rey de los judíos!", y lo abofeteaban.
Pilato volvió a salir y les dijo: "Miren, lo traigo afuera para que sepan que no encuentro en él ningún motivo de condena".
Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: "¡Aquí tienen al hombre!".
Cuando los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron: "¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!". Pilatos les dijo: "Tómenlo ustedes y crucifíquenlo. Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo".
Los judíos respondieron: "Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir porque él pretende ser Hijo de Dios".
Al oír estas palabras, Pilatos se alarmó más todavía.
Volvió a entrar en el pretorio y preguntó a Jesús: "¿De dónde eres tú?". Pero Jesús no le respondió nada.
Pilatos le dijo: "¿No quieres hablarme? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y también para crucificarte?".
Jesús le respondió: " Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto. Por eso, el que me ha entregado a ti ha cometido un pecado más grave".
Desde ese momento, Pilatos trataba de ponerlo en libertad. Pero los judíos gritaban: "Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey se opone al César".
Al oír esto, Pilatos sacó afuera a Jesús y lo hizo sentar sobre un estrado, en el lugar llamado "el Empedrado", en hebreo, "Gábata".
Era el día de la Preparación de la Pascua, alrededor del mediodía. Pilatos dijo a los judíos: "Aquí tienen a su rey".
Ellos vociferaban: "¡Que muera! ¡Que muera! ¡Crucifícalo!". Pilato les dijo: "¿Voy a crucificar a su rey?". Los sumos sacerdotes respondieron: "No tenemos otro rey que el César".
Entonces Pilatos se lo entregó para que lo crucificaran, y ellos se lo llevaron.
Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al lugar llamado "del Cráneo", en hebreo "Gólgota".
Allí lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado y Jesús en el medio.
Pilatos redactó una inscripción que decía: "Jesús el Nazareno, rey de los judíos", y la hizo poner sobre la cruz.
Muchos judíos leyeron esta inscripción, porque el lugar donde Jesús fue crucificado quedaba cerca de la ciudad y la inscripción estaba en hebreo, latín y griego.
Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilatos: "No escribas: 'El rey de los judíos', sino: 'Este ha dicho: Yo soy el rey de los judíos'.
Pilatos respondió: "Lo escrito, escrito está".
Después que los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía costura, porque estaba hecha de una sola pieza de arriba abajo,
se dijeron entre sí: "No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca". Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mis vestiduras y sortearon mi túnica. Esto fue lo que hicieron los soldados.
Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: "Mujer, aquí tienes a tu hijo".
Luego dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre". Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.
Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo: Tengo sed.
Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una esponja, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca.
Después de beber el vinagre, dijo Jesús: "Todo se ha cumplido". E inclinando la cabeza, entregó su espíritu.
Era el día de la Preparación de la Pascua. Los judíos pidieron a Pilato que hiciera quebrar las piernas de los crucificados y mandara retirar sus cuerpos, para que no quedaran en la cruz durante el sábado, porque ese sábado era muy solemne.
Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús.
Cuando llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas,
sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua.
El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean.
Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice: No le quebrarán ninguno de sus huesos.
Y otro pasaje de la Escritura, dice: Verán al que ellos mismos traspasaron.
Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús -pero secretamente, por temor a los judíos- pidió autorización a Pilatos para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo.
Fue también Nicodemo, el mismo que anteriormente había ido a verlo de noche, y trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos.
Tomaron entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas, agregándole la mezcla de perfumes, según la costumbre de sepultar que tienen los judíos.
En el lugar donde lo crucificaron había una huerta y en ella, una tumba nueva, en la que todavía nadie había sido sepultado.
Como era para los judíos el día de la Preparación y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús. 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan nos presenta, con todo lujo de detalles, la Pasión y Muerte de Jesús. Me gustaría hacer una escueta explicación, porque cada frase y cada palabra son de una riqueza enorme; y ante ello, sólo queda cerrar los ojos y dejar volar la imaginación, para compartir cada momento con el Señor. Pero no puedo resistirme a resaltar algunos puntos que, tal vez, os ayuden a centrar vuestra meditación. Creo que es importantísimo resaltar que aquel que escribe el texto, el apóstol Juan, nos dice que da testimonio de lo que vio. No se lo han contando, no lo ha oído y ni siquiera lo ha escuchado; sino que lo ha contemplado. Y por eso, lo ha dejado para las generaciones venideras. Es tanta la inmensidad de lo que está sucediendo, y que pasa inadvertido para los ojos de los que están ciegos a la Verdad divina, que necesita plasmarlo para que no queden dudas de los hechos acaecidos. Y no olvidéis nunca que el hacerlo, le acarreó martirio y el destierro a la isla de Patmos, de la que no pudo volver jamás, muriendo en la distancia de su amada ciudad, Jerusalén. Por eso esas letras que conforman el Nuevo Testamento, han sido regadas con la sangre de los que defendieron el derecho y el deber de comunicar a Cristo.

  Podemos apreciar, desde el principio, como Jesús se desplaza con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón. Sabe lo que le espera; y va a su encuentro. Conoce que Judas irá a buscarlo a Getsemaní, y se prepara para ello con una oración profunda. Porque la Humanidad de Cristo precisa de la ayuda del Padre; y nos indica el comportamiento que hemos de seguir, cuando la aflicción nos oprima el alma. Jesús no se deja prender; sino que se entrega libremente en el momento que Él considera oportuno. Ni antes, ni después. Ni cuando han querido las autoridades, ni ahora que parece que no tiene más opción. Ante su palabra, todos retroceden y caen; pero el Maestro ha venido a este mundo para cumplir el plan de la Redención y, por ello, está dispuesto a dar su vida. Es decir, darla; no que se la quiten. Quiere el Señor que seamos conscientes de la inmensidad de su amor; un amor que está dispuesto a dejarse conducir como Cordero llevado al matadero, para recuperarnos la Vida eterna.

  Pedro, que ha tenido en un principio el valor de luchar, cede posteriormente,  ante la tentación satánica del miedo, el pavor y el desengaño. Esto que está sucediendo, no se contaba entre sus proyectos; y no entiende todavía cómo es posible que, Aquel que es el Mesías, marche preso de la soldadesca. Cuantas veces nosotros, cuando las cosas nos salen mal y nos parece que Dios no nos escucha, hacemos como aquellos discípulos y huimos despavoridos de su lado. Dejamos de creer en su Persona y nos olvidamos de que, después de la Pasión y la Muerte de Cristo, sobreviene la Resurrección. Que el sufrimiento, libremente aceptado y asumido, es camino de corredención que termina en la Gloria. Y que si el Hijo de Dios fue capaz de padecer lo indecible por cada uno de nosotros, no permitirá que ocurra nada, que no nos convenga. Hoy es el momento en el que, releyendo el Evangelio, debes convencerte de esa realidad.

  Es una maravilla ese párrafo donde Pedro, que quiere profundamente al Maestro, es presa del miedo; porque en él nos vemos todos reflejados, en nuestra pequeñez y debilidad. Vemos cómo aquel que había elaborado tantos planes junto al Señor, reniega de su Nombre y de su pertenencia  a la Iglesia. Él también ha traicionado a su Maestro, que se debate solo ante Anás y Caifás. Abandonado, no tiene a nadie que le defienda…y yo te pregunto, veintiún siglos después ¿sigues permitiendo que esto ocurra?. La diferencia, sin embrago, entre la actitud de Judas y la del apóstol petrino, es que éste reconoce su pecado, se arrepiente y en su aflicción, no duda en recurrir al amor y la misericordia de su Maestro. Pedro nos enseña, con una lección maravillosa, que todos somos capaces de todo, cuando el orgullo se apodera de nuestro corazón; porque es una cuestión de soberbia, pensar que podremos superar nuestros más bajos instintos, con nuestras únicas fuerzas. Necesitamos imperiosamente de la Gracia de Dios, para vencer al Enemigo; porque él no va a cesar jamás, en su intención de perdernos para el Señor.

  Esa es la gran diferencia entre Judas y el Pontífice; y es que uno se desesperó en su error, porque no había sido capaz de conocer que Cristo era el Amor encarnado. Y, en cambio, con una actitud totalmente diferente, Pedro reconoció su error y con un corazón arrepentido y apenado, le pidió perdón a su Señor y confió en su misericordia. Él, con su actitud, nos demuestra que la vida del cristiano no consiste en no caer, sino en levantarse siempre, apoyados en el amor de Nuestro Señor.

  Contemplamos en el texto, como el nombre de Pilatos se repite en innumerables ocasiones; y es que en las manos de este hombre estuvo, aparentemente, la salvación de Cristo. En él se dan todas las posiciones y las diversas conductas, que los hombres podemos encontrarnos a lo largo de nuestra vida. El Pretor romano le hace algunas preguntas, que el Señor contesta para mover su corazón; y le revela que es Rey. Pero no un soberano de este mundo, sino el Hacedor de todo lo creado. El Maestro, como veis, se manifiesta a Pilatos y le da una oportunidad; le habla de su realeza y le llama a un cambio de vida. No lo hizo así con el hijo de Herodes, al que sabía que solo le movía la curiosidad. Pero Pilatos, que tiene una vida cómoda y relajada, no está dispuesto a que nada ni nadie se la complique; y obviando tomar partido, cree que se libra de la responsabilidad de su falta de decisiones. El romano ha caído en el pecado de omisión, que es propio de los corazones cobardes y cetrinos y, lavándose las manos, abandona a Jesús a su destino. Como bien sabemos, ya contaba con ello el Maestro; pero no se rinde en un último intento, por salir al encuentro de las almas perdidas.

  No podemos escandalizarnos ante los hechos que estamos contemplando, porque tú y yo hemos hecho lo mismo en innumerables ocasiones. Y como hizo Pilatos, lo hemos justificado de mil maneras posibles. Tal vez en esos momentos, y contemplando la figura humana y desamparada de Jesús, te decidas a comprometer tu corazón para defender al Señor delante de la turbamulta. Cristo ha querido necesitarnos y nos espera en el dolor y en la resurrección; en el claro oscuro del día a día. Porque las sombras que se ciernen en la oscuridad que ha sembrado el diablo, serán iluminadas con la Gracia conseguida por Jesucristo, en la Cruz. No hagamos como Pilatos y cedamos ante la multitud, que intentan imponernos su ley; que increpan a Jesús y lo ridiculizan. Defendamos con nuestras palabras y nuestras acciones, al Amor que da sentido a nuestro existir. Sólo se trata de no ceder un paso ante la Verdad, y no consentir, por cobardía o comodidad, a la mentira.

  Cuando crucifican al Maestro, la inscripción de la tablilla reconoce la mesianidad de Cristo; y lo que para todos ellos es una fatal casualidad y el producto de las prisas y las circunstancias, es, sin embargo, el fruto de la causalidad divina. Así se cumple lo dicho por Caifás, donde un Hombre muere por todo el pueblo: ya que en Cristo se ha realizado la redención de todos los hombres. En esta agua, que brota de su costado, todos seremos limpiados –si queremos- de la mancha del pecado de origen. En el Bautismo, recuperaremos nuestra Vida y, unidos al Señor, podremos gozar de la Gloria eterna.

  Aunque ya sé que me he comprometido a no extenderme en esta meditación, no puedo pasar por alto este instante sublime en el que el Maestro entrega al mundo, a su Madre, en la persona de Juan. Es el testamento del Hijo de Dios que, antes de morir, da a la Humanidad su bien más preciado: a María. ¡Cómo no vamos a quererla! ¡Cómo no vamos a venerarla! Si Ella venció al diablo con su sí, y entregó al mundo el Salvador. Ella es el ejemplo y la imagen, del perfecto discípulo de Cristo que acepta y asume la voluntad de Dios, como propia. Que no huye, que no desfallece, que une en la oración a los demás.  Ella es la Mediadora perfecta de todas las gracias, porque a Ella, su Hijo, nada le puede negar. Y ahora, a su lado, vemos como se cumple la Escritura paso a paso; y una espada atraviesa su corazón. Allí, junto a su Persona, tú y yo esperamos la gloria de la Resurrección.


  No quiero terminar, sin hacer una anotación sobre José de Arimatea que, venciendo sus miedos “prudentes”, dio en el último momento testimonio de su fe. Es ahora, a los pies de la Cruz, donde Cristo nos insta a seguirle con total entrega y disposición. Se han acabado “las medias tintas”; y cerca del sepulcro, donde descansa, tomar partido por el Maestro y esperar el alba del tercer día. Tu Amor y el mío, duerme; pero su sueño despierta nuestra esperanza. ¡Abre los ojos! ¡Dios, por fin, ha decidido quedarse!