24 de abril de 2015

¡Ahí radica, nuestra responsabilidad!

Evangelio según San Juan 6,52-59. 


Los judíos discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?".
Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente".
Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaún. 

COMENTARIO:

  Por las palabras pronunciadas por Jesús –y que no admiten ninguna duda- nace la fe de la Iglesia en que en la Eucaristía Santa se encuentra, real y verdaderamente, el Cuerpo de Nuestro Señor. Cómo vimos en el texto de ayer, y que hoy amplía el Maestro, se especifica ese misterio sobre el milagro enorme que no sólo va a realizar, sino que hará que permanezca en el tiempo y sobrepase la limitación del espacio. Porque en cualquier lugar del mundo, en el mismo instante y a través de los siglos, el Hijo de Dios se hará presente –por la fuerza de las palabras consagratorias- para servir de Alimento a los cristianos y formar –en su alma en Gracia- una unión que permanecerá eternamente.

  Cristo nos da -y se nos da- esa vida originaria que el pecado nos arrebató. Él se irá; pero tal y como nos prometió, se quedará con nosotros -y en nosotros- hasta el fin del mundo. Por eso nos insiste en la necesidad de recibirlo; de comer asiduamente el Pan del Cielo, para recibir esa Gracia que nos conforma y nos eleva, permitiéndonos responder afirmativamente a los planes de Dios. Sabe el Padre, porque nos conoce, las debilidades que forman parte de nuestra naturaleza herida. Sabe que, sin su ayuda, no nos será fácil vencer y vencernos a nosotros mismos, para conquistar la Gloria. Porque la vida del cristiano es una batalla personal que libramos contra nuestro propio “yo”, intentando vencer el egoísmo, la soberbia, la lujuria, la ira…y toda nuestra tendencia al mal. Pero para ello, hemos de generar las virtudes que nacen del esfuerzo voluntario, del que ha decidido luchar en las filas del Señor. Sin embargo, para lograrlo, Jesús debe darnos los medios que nos protegen y nos permiten terminar con las insidias del enemigo. Y esos medios son los Sacramentos, que con tanto amor nos ha dejado en su Iglesia, para que los alcancemos en libertad.

  Pero de todos ellos, la Eucaristía es el regalo más especial; porque es la entrega del propio Hijo de Dios al hombre, para luchar por y con nosotros, en nuestro interior. Ahí, en tu alma, en ese lugar donde no entra nadie a quien tú no abras la puerta de tu intimidad, penetra Cristo para morar y comenzar una andadura que concluye, en la unión definitiva de la contienda final.

  El amor de Dios es tan inmenso, que quiere compartir con nosotros cada minuto de nuestro existir. Él es un amante celoso, que anhela nuestro sentir. Por eso, envió a su Hijo para salvarnos y no perdernos. Para ayudarnos a fortalecer nuestra voluntad; para iluminarnos, a través del Paráclito, y permitirnos contemplar la Verdad que, como sucedió con Jesús de Nazaret, se esconde en la propia cotidianidad. Sólo algunos fueron capaces de ver, por la luz del Espíritu Santo, la divinidad que se escondía en la humanidad del Señor. Ahora ocurre lo mismo; y gracias a la fe –que limpia de nuestro corazón la suciedad que dejó el pecado- somos capaces de percibir en la sencillez de un trozo de pan, la majestad del Hijo de Dios.


  Creemos, no por lo que vemos, sino porque confiamos en Aquel que nos lo dice; y El que nos lo dice, resucitó a la vista de muchos, que dieron su vida por defender esta verdad. Pues bien, ese Jesucristo que habló a los apóstoles y dio las directrices a su Iglesia –cuando glorioso se presentó ante ellos, después de vencer a la muerte- nos asegura que convierte, por las palabras consagratorias que hacen presente esa realidad, el pan en su Cuerpo, y el vino en su Sangre. Pero todavía va más allá el Maestro en su mensaje y nos recuerda que aceptar su Palabra, no es una opción; sino la condición “sine qua non” para obtener la salvación. Si no comemos el alimento divino, que vivifica y fortalece el alma, nuestra vida espiritual morirá de inanición. Cristo nos ha dejado, en su amor, los medios para alcanzar la Redención, que nos consiguió al alto precio de su sacrificio. Y nos espera, para entregárnoslo, en los Sacramentos de su Iglesia; ir a buscarlos, es cosa nuestra. ¡Ahí radica, nuestra responsabilidad!