20 de febrero de 2013

No hay Vida, sin oración

Evangelio según San Mateo 6,7-15.
Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados.
No hagan como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de que se lo pidan.
Ustedes oren de esta manera: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre,
que venga tu Reino, que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día.
Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido.
No nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal.
Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes.
Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes.
Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.

COMENTARIO:


  Nos muestra san Mateo en su Evangelio de hoy, como el Señor culmina su enseñanza sobre la rectitud de intención en el camino que nos lleva a la salvación; haciendo referencia a la importancia de la oración.
Ante todo, Jesús destaca la sencillez y la veracidad con que debemos dirigirnos a Dios y que siempre es fruto de un corazón enamorado que, a través de un diálogo esperanzado, desea comunicarse con la causa de su amor.


  El Maestro nos previene sobre la forma de orar de los paganos: una actitud teatral y servil, donde enumeraban las cualidades del dios al que se dirigían para contentarlo y que no volviera su ira contra ellos. Ante esto, nos recuerda el Señor que la actitud del cristiano no parte del temor sino del amor, y por ello su oración debe manifestar el sentimiento filial que gobierna la vida del bautizado; sólo de esa manera nuestro corazón estará conforme con lo que digan nuestros labios.
Por eso Jesús enseñó a sus Apóstoles el Padrenuestro, que es un resumen de todo el Evangelio.


  La oración comienza con una invocación al Padre que nos une directamente a nuestros hermanos, ya que no recitamos Padre mío, sino Padre nuestro, a fin de que nuestra plegaria sea la de un solo corazón que se orienta a la edificación de la comunidad cristiana: la Iglesia.
Después de ponernos espiritualmente en la presencia de Dios, le adoramos con ese espíritu filial que hace surgir de nuestra alma la alegría de bendecirle y la confianza de pedirle. Deseando ardientemente que su santidad sea reconocida y honrada por todas las criaturas, y que con  el advenimiento del Reino se realice el designio salvador de Dios en el mundo, cumpliéndose su amorosa voluntad. Porque sólo así este mundo será capaz de recuperar la paz y la justicia que nos permita a todos vivir con la dignidad propia de los hijos de Dios.


  Las últimas peticiones: el pan de cada día, el perdón de las ofensas, el que no nos abandone en la tentación y el que nos libre de todo mal, son un compendio de las necesidades personales que cada uno de nosotros precisa para llegar a ser feliz.
Requerimos el trabajo diario; aquel que nos permite vivir con sobriedad pero sin necesidad. Pedimos la paz interior que nace de no guardar rencor ni odio hacia ninguno de nuestros semejantes; posiblemente porque hemos sido capaces de mirar en nuestro interior y comprobar las miserias que nos conforman como seres humanos.
Rogamos al Señor que sea nuestro valuarte en la lucha contra la tentación; porque nuestra naturaleza herida requiere de su fuerza para conseguir vencer las pasiones, fortaleciendo nuestra voluntad, que nos hace dueños de nosotros mismos.
Y finalizamos la oración con una petición que surge del fondo de las entrañas: que el Señor nos libre del diablo, del maligno, del mal. Porque él es el origen de nuestros pecados y nuestras desgracias.