3 de mayo de 2013

¡Una vida en Dios!

Evangelio según San Juan 14,6-14.

Jesús contestó: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí.
Si me conocen a mí, también conocerán al Padre. Pero ya lo conocen y lo han visto.»
Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre, y eso nos basta.»
Jesús le respondió: «Hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conoces, Felipe? El que me ve a mí ve al Padre. ¿Cómo es que dices: Muéstranos al Padre?
¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Cuando les enseño, esto no viene de mí, sino que el Padre, que permanece en mí, hace sus propias obras.
Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanme en esto; o si no, créanlo por las obras mismas.
En verdad les digo: El que crea en mí hará las mismas obras que yo hago y, como ahora voy al Padre, las hará aún mayores.
Todo lo que pidan en mi Nombre lo haré, de manera que el Padre sea glorificado en su Hijo.
Y también haré lo que me pidan invocando mi Nombre.




COMENTARIO:


  San Juan sigue manifestando, en su Evangelio,  la realidad que el Señor vivía en su día a día: la incomprensión de aquellos que escuchaban sus palabras y compartían su compañía. Los Apóstoles no conseguían entender con profundidad lo que Jesús les estaba enseñando, y ese es el motivo de que Felipe le reclame que le deje ver al Padre. Es esta petición la que le sirve al Maestro para volver a remarcar su verdadera identidad: el Señor explica que Él es el Camino por el que se llega al Padre y que todo aquel que le ha visto y oído, ha conocido la Verdad de Dios.


  Las palabras de Jesús al responder: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” encierran la esencia de nuestra fe. Dios es el Ser, la Vida; el que la da y de la que todos participamos por su Gracia. Si fuera nuestra, si fuéramos la vida, la podríamos dar a los demás porque uno sólo da lo que de verdad posee; pero desgraciadamente no es así. Cada uno de nosotros es un proyecto divino que, a golpe de libertad, puede decidir responder con responsabilidad a la llamada del amor de Dios, gozando de ese don y haciendo que los demás la disfruten.


  Jesús demostró, en innumerables ocasiones,  que era dueño de dar la vida, porque desde toda la eternidad ha compartido esa existencia divina con el Padre. Seguir a Cristo es, por ello, vencer a la muerte eterna; es recuperar a través de la Gracia que el Señor ganó para nosotros en la cruz, la participación de esa vida trinitaria que nos hace uno con Jesucristo a través del Sacramento del Bautismo. Por eso nos dice el Evangelio: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado”. Efectivamente, el Señor es el Verbo de Dios hecho carne; el conocimiento, la Palabra que habla con palabras humanas. Por eso es imposible buscar el conocimiento de Dios fuera de Jesucristo, que es su manifestación.


  Siento una pena profunda cuando observo a todos aquellos que se dedican a investigar -para encontrar a Dios- filosofías panteístas, mitos antiguos y textos oscuros. Es bien cierto que la cultura es el signo más distintivo del ser humano, pero cuando esta cultura sirve sólo para gozar del propio conocimiento de la búsqueda, olvidando que la fe es la manifestación de Cristo que, como Él mismo se define, es el Camino seguro para llegar a Dios, hemos extraviado el sendero. Decía santo Tomás que es mejor andar por el camino cojeando, que caminar rápidamente fuera de él. Porque el que va cojeando por el camino, aunque adelante poco, se va acercando al término, al lugar de llegada. Pero el que anda fuera del camino, cuanto más corre más se aleja de su término. Jesús es el rostro de Dios, porque toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras, sus acciones, sus silencios, su dolor…El Señor nos habla de la Verdad de Dios, porque Él es el Hijo de Dios. Y así lo ratifica el Padre, como nos transmite san Lucas en su Evangelio: “Este es mi Hijo amado; escuchadle” (Lc.9,35)


  Y que tranquilidad tan grande da el oír que Dios es la Verdad, cuando vivimos en un mundo de mentiras donde el Príncipe de las Tinieblas nos quiere hacer creer que la verdad no existe. Me parece un chiste escuchar esa frase, que muchas personas esgrimen mutuamente cuando discuten, sobre “su verdad”, cuando la verdad es una. Y lo peor es que, como estamos hechos a imagen de Dios, tenemos capacidad para encontrarla, aunque muchas veces alcanzarla, nos asuste. Si yo vengo y te doy un bofetón, tú te quedas con el tortazo y eso no admite interpretaciones. Otra historia es que busquemos causas para justificarlo, pero el hecho es el que es. Nuestra vida está forjada de verdades a las que no debemos renunciar, y Dios es la principal y absoluta. En Él no hay mentira ni engaño, porque siempre ha sido fiel a sus promesas, y siempre lo será. Por eso, leer en este capítulo que Jesús es nuestro intercesor en el Cielo, prometiéndonos que todo lo que pidamos en su nombre nos lo concederá, es tener la posibilidad inmensa de apelar al poder de Cristo resucitado que, como verdadero Dios, es omnipotente y misericordioso. Si Él, que ha muerto por nosotros, nos anima a descansar en la esperanza de su amor, no podemos ni debemos renunciar a este regalo maravilloso que nos devuelve la alegría, de una vida en Dios.