28 de mayo de 2013

¡Decir que sí a Jesús!

Evangelio según San Marcos 10,17-27.



Jesús estaba a punto de partir, cuando un hombre corrió a su encuentro, se arrodilló delante de él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?»
Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios.
Ya conoces los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no digas cosas falsas de tu hermano, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre.»
El hombre le contestó: «Maestro, todo eso lo he practicado desde muy joven.»
Jesús fijó su mirada en él, le tomó cariño y le dijo: «Sólo te falta una cosa: vete, vende todo lo que tienes y reparte el dinero entre los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo. Después, ven y sígueme.»
Al oír esto se desanimó totalmente, pues era un hombre muy rico, y se fue triste.
Entonces Jesús paseó su mirada sobre sus discípulos y les dijo: «¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!»
Los discípulos se sorprendieron al oír estas palabras, pero Jesús insistió: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios!
Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de Dios.»
Ellos se asombraron todavía más y comentaban: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?»
Jesús los miró fijamente y les dijo: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible.»



COMENTARIO:



  Ante todo, este precioso Evangelio de Marcos nos habla de la actitud de un hombre que había sentido la llamada de Dios; de cómo ante la presencia de Jesús, se arrodilla, lo adora y le pide que lo inicie en una vida de verdadera intimidad divina. Está dispuesto a seguir al Maestro y por eso ha hecho, con todo su cuerpo, un testimonio público de sumisión; pero ahora el Señor le pide que someta también su alma para ser un fiel discípulo suyo. Es en este momento, cuando el pasaje expone tres ideas que son básicas y que están muy relacionadas entre sí: primero observaremos la llamada frustrada a ese joven que prefiere su fortuna al seguimiento de Jesús. Después, aprovechando el incidente, el Señor nos dará la doctrina sobre el peligro que encierran las riquezas, y finalizará con la recompensa prometida a quienes siguen a Cristo, dejándolo todo.


  Cuando el muchacho habla al Señor desde el sentimiento, está dispuesto a seguirle porque el cumplimiento de los mandamientos ha sido algo habitual en él. Como buen judío ha aprendido a seguir los preceptos con fidelidad; olvidando, tal vez, que en ellos entregamos lo que somos y lo que tenemos en beneficio de los demás. No robar, no matar, respetar la mujer de otro, no mentir, no perjudicar y honrar a la familia son mandamientos que descansan en el amor a nuestros hermanos anteponiendo, muchas veces, nuestro interés personal.


  Y es por ello que Jesús no le pide lo que siente, sino lo que es; le pide todo, le pide su voluntad, la renuncia de sí mismo para seguir al Maestro como pilar de la Iglesia naciente. Pero el joven es incapaz de corresponder a una llamada que le exige desprenderse de todo lo que tiene, porque todo lo que tiene es lo que le proporciona su seguridad. Y es esa conducta del joven rico la que da ocasión al Señor para volver a exponer la doctrina sobre el uso de los bienes materiales. Jamás nos dirá Jesús que tener algo sea malo, sino que lo malo es no ser capaces de desprendernos de ese algo. No hay que olvidar que Cristo y sus Apóstoles vivieron gracias a la generosidad de aquellos que compartían con ellos sus bienes. Aquellos que habían entendido que la pobreza cristiana es esa virtud que hace que el alma viviendo en la tierra, esté ligera para volar al cielo; apreciando y valorando los bienes no como una propiedad, sino como un usufructo recibido por la bondad divina para beneficio de muchos y con la capacidad de entregarlo, con la misma alegría que fue recibido, cuando Dios nos lo reclame.


  El problema es que para muchos, la confianza de que todo va a ir bien estriba en disponer de un bienestar económico; olvidando que es la Providencia divina la que nos dará todo aquello que, en realidad, necesitamos. Jesús nos avisa que cuando más cargadas estén nuestras alas más pesarán y menos dispuestas estarán para volar; hemos de estar ligeros de equipaje, porque el apego a las cosas materiales es una verdadera idolatría que nos impide el acceso al Reino de Dios. El Señor no nos pide parte de nosotros, nos quiere enteros; y eso, como al hombre del Evangelio, puede darnos miedo. Decir que sí a Jesús es un compromiso que muchas veces asusta; y de eso el propio Hijo de Dios era consciente. Por eso le recuerda a Pedro que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos.


  Todos, hasta los que no tienen nada, estamos apegados a algo que no queremos renunciar: para unos será el dinero, para otros su tiempo o su independencia, para muchos la tranquilidad. De ahí que el Maestro nos vuelva a recordar que solamente a través de la recepción de la Gracia, de la fuerza divina, nuestra voluntad será capaz de renunciar a lo que nos separa de Dios y aceptar aquello que, aunque dificultoso, nos acerca a Él. Entonces ¿qué mérito tenemos nosotros? Pues el de elegir, en libertad, vivir una intensa vida sacramental aceptando a Cristo en nuestra alma; reconociendo, con humildad, que nuestra naturaleza herida necesita de Dios para ser capaz de amar a Dios.