3 de septiembre de 2014

¡Somos los elegidos!



Evangelio según San Lucas 4,38-44.


Al salir de la sinagoga, entró en la casa de Simón. La suegra de Simón tenía mucha fiebre, y le pidieron que hiciera algo por ella.
Inclinándose sobre ella, Jesús increpó a la fiebre y esta desapareció. En seguida, ella se levantó y se puso a servirlos.
Al atardecer, todos los que tenían enfermos afectados de diversas dolencias se los llevaron, y él, imponiendo las manos sobre cada uno de ellos, los curaba.
De muchos salían demonios, gritando: "¡Tú eres el Hijo de Dios!". Pero él los increpaba y no los dejaba hablar, porque ellos sabían que era el Mesías.
Cuando amaneció, Jesús salió y se fue a un lugar desierto. La multitud comenzó a buscarlo y, cuando lo encontraron, querían retenerlo para que no se alejara de ellos.
Pero él les dijo: "También a las otras ciudades debo anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios, porque para eso he sido enviado".
Y predicaba en las sinagogas de toda la Judea.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas, nos presenta el episodio de la curación milagrosa de la suegra de Pedro, donde se aprecian diversos puntos que pueden ser muy interesantes para nuestra meditación. Ante todo, observamos como en cuanto la mujer sana, no se para ni un minuto en alabar al Señor, o llenarlo de buenas palabras –aunque seguramente hubieran surgido con facilidad de su corazón agradecido- , sino que se levanta y los atiende. Se preocupa de servir sin dilación al Maestro, en todas las necesidades  que pueda precisar en su Santísima Humanidad. Y lo mismo hace con aquellos que le acompañan; porque es consciente, y conoce por su yerno, que para los discípulos de Jesús, amar significa servir; darse e intentar hacer felices a los demás, en la medida que cada uno desearía ser servido.

  Se entrega a la tarea de poner por obras, lo que siente y surge del fondo de su alma: el convencimiento de encontrarse delante del Hijo de Dios. Y el Mesías, que ella percibe con sus ojos y del que ha recibido el don de la salud, le reclama su vida para hacer el bien a los que le rodean. No le pide nada raro; nada que no esté a su alcance; nada fuera de lo natural…solamente que, por amor a su Nombre, se de a sus hermanos y haga sus tareas, santificando cada minuto de su tiempo, porque ese tiempo se lo ofrece a Dios. Le pide que, libremente, le de esa existencia que le acaba de entregar; recordándole que Él, y sólo Él, es su dueño.

   Vemos también, como todos aquellos que tenían enfermos, o padecían alguna dolencia, acudían al auxilio de Nuestro Señor. Y observamos como el texto cuenta entre ellos, a aquellos que tenían el demonio en su interior. Compartir nuestro tiempo con alguno de los seres queridos que tenemos, que se encuentran en pecado mortal, debe ser un motivo más que importante para que luchemos y recemos, para acercarlos al lado de Jesús. No nos dejemos engañar por esos “cantos de sirenas” que nos hablan de una libertad mal entendida; porque si a éstos se les presentara un hijo o un familiar con unos síntomas que hacen presagiar una muerte inminente, sin duda lo cogerían y, haciendo caso omiso de sus protestas, lo acercarían al mejor médico posible; aunque sólo fuera para que les diera una sincera opinión. Pues ahora, igual que entonces, Cristo nos espera en el silencio Del Sagrario; se entrega a nosotros en la Eucaristía Santa; quiere sanarnos en la Penitencia y espera hacer vibrar nuestro corazón, con y en la Palabra. No aprovechar su presencia en la Iglesia, por vergüenzas humanas, y no insistir a nuestros “enfermos” para que recobren al lado del Señor, la salud perdida, es no haber entendido nada. O, simplemente, no querer participar con nuestros actos, de lo que asiente nuestro interior; reduciendo  la fe a un cumplo y miento, como decía san Josemaría. La suegra de Pedro tuvo claro que esa vida, que Dios nos regala cada día, está para ponerla al servicio divino. Y no hay mejor servicio, que perderla por amor.

  Sigue este episodio, relatándonos como Jesús se fue a un lugar apartado. Quizás la gente pensó que ya no estaba; pero eso no impidió a aquellos corazones enamorados, salir en su busca. Así debemos hacer nosotros, cuando en algún momento de nuestra existencia perdamos al Señor. Cuando por las circunstancias de nuestra mala cabeza o la falta de piedad, seamos incapaces de reencontrar los pasos del Maestro ¡Hay que buscarlo, hasta encontrarlo! Debemos aclarar nuestras dudas; consultar nuestros errores, reconociéndolos; acudir al Magisterio seguro, con humildad, donde el Espíritu Santo nos dará la luz necesaria para iluminar la Verdad escondida. No olvidéis que el texto nos dice: “la gente le buscó, hasta encontrarlo”. No desfallezcáis, y pensad que siempre que nosotros tengamos la recta intención de hallar al Hijo de Dios, Éste se nos hará presente y nos llenará por fin de gozo.

  Para finalizar, el Maestro anuncia que la propagación de su mensaje –la salvación-  no pertenece ni a un tiempo, ni a un lugar ni a un espacio. Porque su doctrina, justamente porque es divina, es eterna. Y nos insta a cada uno de nosotros, a tomar el relevo de aquellos primeros que dieron su vida por testimoniar a Cristo en su día a día. Tú y yo, somos descendientes directos de Pedro y Pablo, de Juan y Andrés, de María y Marta… Somos los elegidos para servir a Dios, como Dios quiere ser servido: con la totalidad del ser.