19 de octubre de 2014

¡A Dios, lo que es de Dios!



Evangelio según San Mateo 22,15-21.


Los fariseos se reunieron entonces para sorprender a Jesús en alguna de sus afirmaciones.
Y le enviaron a varios discípulos con unos herodianos, para decirle: "Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios, sin tener en cuenta la condición de las personas, porque tú no te fijas en la categoría de nadie.
Dinos qué te parece: ¿Está permitido pagar el impuesto al César o no?".
Pero Jesús, conociendo su malicia, les dijo: "Hipócritas, ¿por qué me tienden una trampa?
Muéstrenme la moneda con que pagan el impuesto". Ellos le presentaron un denario.
Y él les preguntó: "¿De quién es esta figura y esta inscripción?".
Le respondieron: "Del César". Jesús les dijo: "Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios".

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Mateo apreciamos, ante todo, una circunstancia que va a ser muy común en todos aquellos servidores del diablo, que vamos a encontrar a lo largo de nuestra vida: que jamás vienen de cara, y que nunca utilizan la verdad como testimonio de sus palabras; sino que, muy al contrario, la tergiversan y manipulan para que, sin que parezca una mentira, pueda llegar a confundirnos y hacernos perder la fe y la confianza divina.

  Por eso lo primero que hace Jesús, cuando se le acercan los herodianos –que se habían confabulado con los fariseos, para perder al Señor- es, sin perder su maravillosa candidez, ser prudente y desconfiar  de sus intenciones; dando un práctico ejemplo de aquel consejo evangélico que nos insta a ser “inocentes como palomas, pero sagaces como serpientes”. Y como podemos comprobar en el texto, el Maestro no yerra en sus temores, ya que conoce la trayectoria de aquellos que le susurran al oído, una disyuntiva aparentemente inofensiva.

  Bueno es que sepáis, para entender mejor este pasaje que, a pesar de que los herodianos compartían las ideas materialistas de los saduceos, eran partidarios de la política de la dinastía de Herodes, por la que no veía mal que un príncipe local, pagara impuestos a Roma. Mientras que los fariseos, meticulosos cumplidores de la Ley, consideraban el dominio romano como una usurpación y, por tanto, el pago de cualquier tipo de impuesto, una forma de opresión, con la que había que terminar. Sin embargo, a pesar de sus diferencias, a todos les unía un sentimiento común: el odio por el Maestro. Por eso se aunaron, para formular esa pregunta a Jesús, cuya comprometida respuesta sabían que no dejaría satisfecho a nadie.

  El Señor, extrayendo del mal que anidaba en sus corazones, un bien para todos los que le escuchan, ilumina su ignorancia y muestra la obligación que tenemos los cristianos de cumplir, como tales, en medio del mundo. Dando al mundo lo que, de verdad, le pertenece, porque formamos parte de él. La frase: “Dad  al César, lo que es del César; y a Dios, lo que es de Dios” ha sido una fuente de conocimiento para la doctrina de la Iglesia, sobre la potestad de los gobiernos –que gestionan el bien común temporal-y que es independiente, en el ámbito de sus competencias, de la potestad de la Iglesia –en la gestión del bien espiritual del hombre-.

  Jesús reconoció, con sus palabras, el poder civil y sus derechos, que por estar al servicio del bien de sus ciudadanos nunca debe menoscabar los derechos superiores, que le debemos a Dios. Iglesia y Estado son, y deben ser, independientes en sus fines y sus actuaciones. Otra cosa muy distinta es que, como en esa moneda que tiene dos caras, en el hombre se une su dimensión material con la espiritual y, por ello, sus obligaciones civiles siempre estén supeditadas a las que, como cristiano, le incumben a Dios. Y esa cualidad, en realidad, beneficia a la propia nación; porque como aconsejara san Pablo a aquellos primeros: los cristianos deben cumplir fielmente sus deberes como ciudadanos comprometidos, por el bien de la comunidad.

  Todos sabéis que, desgraciadamente, existen  sistemas políticos que han negado a los hombres la libertad para cumplir con sus deberes religiosos; y otros muchos que, como hicieron aquellos doctores de la Ley –de forma solapada y sibilina- intentan  dificultarlo, coartando aquella opción que, en justicia, nos corresponde. Algunos, desde otra perspectiva igual de mala, han intentado imponer a los hombres, por decreto, una forma de creer y una doctrina determinada. Tú y yo, no podemos olvidar nunca que, ante todo, somos discípulos de Cristo y ciudadanos del mundo, que quieren vivir dignamente y de una forma determinada, su fe; respetando todas las conciencias,  pero con la responsabilidad apostólica que nos corresponde, en el cumplimiento de la misión encomendada. Y no podemos, ni debemos, renunciar a ello ni dejar de luchar, con nuestro esfuerzo, por construir un mundo mejor donde reine la paz y la alegría, para todos aquellos que conformamos una unidad de destino.