24 de junio de 2013

San Juan Bautista.


Evangelio según San Lucas 1,57-66.80.


Cuando le llegó a Isabel su día, dio a luz un hijo,
y sus vecinos y parientes se alegraron con ella al enterarse de la misericordia tan grande que el Señor le había mostrado.
Al octavo día vinieron para cumplir con el niño el rito de la circuncisión,
y querían ponerle por nombre Zacarías, por llamarse así su padre. Pero la madre dijo: «No, se llamará Juan.» Los otros dijeron: «Pero si no hay nadie en tu familia que se llame así.» Preguntaron por señas al padre cómo quería que lo llamasen. Zacarías pidió una tablilla y escribió: «Su nombre es Juan», por lo que todos se quedaron extrañados. En ese mismo instante se le soltó la lengua y comenzó a alabar a Dios. Un santo temor se apoderó del vecindario, y estos acontecimientos se comentaban en toda la región montañosa de Judea. La gente que lo oía quedaba pensativa y decía: «¿Qué va a ser este niño?» Porque comprendían que la mano del Señor estaba con él. A medida que el niño iba creciendo, le vino la fuerza del Espíritu. Vivió en lugares apartados hasta el día en que se manifestó a Israel.



COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Lucas, nos relata el nacimiento y la circuncisión de Juan Bautista, que era primo de Jesús y será su precursor. Si recordamos las palabras de la Escritura, el embarazo del niño fue, como le dijo el ángel a su padre Zacarías, por intervención divina; ya que tanto Isabel como su esposo eran ya ancianos. Al dudar el sacerdote del mensaje angélico, sufrió las consecuencias de esa actitud y quedó mudo; circunstancia que, ante el cumplimiento de lo prometido, al circuncidar al niño –haciéndolo partícipe del pueblo de Israel, con una misión determinada- quedó modificada, recuperando Zacarías la voz que había perdido.


  Vemos en este versículo dos puntos importantísimos, a tener en cuenta para todos nosotros. El primero es que la incredulidad nos ata la lengua y la fe, nos la desata. Creer significa aceptar la verdad revelada, aunque no evidente, y ser por ello fieles transmisores de lo que hemos percibido con los ojos del espíritu; es abrir nuestro corazón a las promesas de Dios en Cristo, porque Él no puede engañarnos ni engañarse. Y ese convencimiento es el que motiva que tengamos la responsabilidad, como bautizados que forman parte del Reino de Dios, de hacer llegar el Evangelio a todos los rincones de nuestro mundo: la familia, el trabajo, el ocio. No hay ni un lugar ni una situación que quede libre de ese compromiso. Son nuestras vergüenzas e inseguridades las que, al confiar sólo en nuestras fuerzas, nos juegan malas pasadas y nos impiden cumplir con nuestro deber; ya que olvidamos que es la Gracia la que ayudará a nuestras potencias: la inteligencia y la voluntad, poniendo el Espíritu Santo las palabas adecuadas en nuestros labios.


  Pero hay otro punto maravilloso que no podemos obviar en este capítulo, y es que Juan, antes de ser engendrado en el vientre de su madre, ya tenía una misión que cumplir en los planes divinos. El niño había sido escogido para ser la voz que clamará a la conversión, labrando los corazones de aquellos hombres para recibir la semilla del mensaje de Cristo. Él será el precursor y a la vez, la línea divisoria entre el Nuevo y el Viejo Testamento. Juan personifica lo antiguo que anuncia lo nuevo; naciendo de unos padres ancianos, es declarado profeta en el seno de su madre. La propia mudez de su padre, nos dice san Agustín, significaba que antes de la predicación de Cristo, el sentido de la profecía estaba latente, a la espera, oculto, encerrado. Pero con el advenimiento del Mesías, todo se ha hecho claro.


  El Bautista ha dado paso al cumplimiento de lo anunciado y ha manifestado, en el Jordán, al Cordero de Dios. Todos nosotros, igual que él, hemos sido creados porque Dios nos ha llamado a la vida con una finalidad determinada. Cada uno de nosotros, como Juan, debemos descubrir cuál es nuestro propósito en los planes divinos de la salvación. El Señor, como un perfecto relojero, ha puesto en nosotros todas las piezas precisas y necesarias para cumplir con nuestra misión; por eso no vale decir que no servimos, que no podemos, ya que tenemos todos los elementos para alcanzarlo. Sólo necesitamos la voluntad necesaria para, salvando nuestra naturaleza herida con la Gracia, entregarnos en libertad a pesar de las dificultades, a la santísima voluntad de Dios.