24 de diciembre de 2012

Amaros los unos a los otros

  
  He querido, en estas fechas tan señaladas de la Navidad, compartir con vosotros un artículo que publiqué, hace ahora algunos años, a la muerte de mi padre. Pienso que tal vez os sirva, porque todos tenemos sitios vacíos en la mesa de Nochebuena que nos llenan el alma de triste nostalgia. Espero, de verdad, que el Señor llene vuestro corazón de la paz que da su cercanía; porque este mundo, en estos tiempos, sólo contribuye a llenar nuestra alma de inquietud y desasosiego. Esta noche, miraros los unos a los otros y pensar que, tal vez, sea el último que esteis juntos. No perdáis el tiempo; abrazaros, amaros, haceros felices y compartir hasta el último minuto de vuestra vida. Dios nos da el hoy ¡aprovechémoslo!


  "Este año, que ha sido el primero sin mi padre, las vacaciones han tenido un profundo sentido nostálgico. No puedo decir que, para mí, el verano sea un periodo de descanso ya que mis hijos aprovechan mi casa para reunirse con sus amigos y los míos se reúnen con nosotros en prolongadas tertulias que roban a la noche sus horas de descanso.

   Tengo que agradecer haber crecido con el convencimiento de que las vacaciones no son un tiempo para no hacer nada, sino para cambiar de actividad y así desconectar de la rutina diaria, ya que ello me ha permitido disfrutar, en el tiempo estival, de un montón de pasatiempos familiares que no han diferenciado ni edades ni intereses.

   Entre ellos quiero destacar uno: se trata de la Ronda a la Virgen que se le ofrece en uno de los Santuarios cercanos a donde yo veraneo y que nació de la iniciativa de unos padres, enamorados de María, que con sus guitarras se acercaron, como una tuna donde sus miembros peinan ya alguna cana, a recordarle a su Madre del Cielo  que las vacaciones no eran un tiempo de olvido en el amor sobrenatural.

   Cada año mi padre, sentado con dificultad en un pequeño muro que se alzaba a los pies de la imagen de la Virgen morena, escuchaba con los ojos llorosos como las notas musicales brotaban de las gargantas enamoradas de esos hijos que subían con dificultad a la ermita. Cada año, satisfecho, terminaba entonando la Salve Rociera con el firme propósito de aprenderla mejor en el próximo y descendía, apretando con fuerza nuestro brazo para no caerse, con la felicidad que le provocaban las manos de sus nietos en sus bolsillos intentando encontrar alguna de las golosinas con los que siempre los regalaba.

   Este año todo fue igual y todo fue distinto: los cantos, los mismos; la misma alegría, sólo que en el murito que rodea a la imagen otras caras ocupaban el lugar. Se me hizo un nudo en la garganta, pero duró poco ya que al mirar a los ojos de la Madre de Dios sonaron unas palabras muy cerca de mi corazón. Unas palabras que no son ni truenos, ni huracán, sino suave brisa de Agosto, fruto de la Gracia de la oración maternal:

-“No llores, mi niña, él me canta ahora acercándose a mi oído”-

  Y sonriendo recobré la compostura, alcé la voz y pensé que, como cada año, mi padre entonaba las notas alegres de la Ronda Mariana; pero esta vez sin dolores, sin enfermedad, sin la tristeza de un final predecible y predicho. Esta vez mi padre formaba ya parte de los coros celestiales que alaban eternamente a Dios ¡Y una gran paz inundó mi alma!"