12 de diciembre de 2012

la savia de la vida


   Hace unos años, bastantes, cuando mi hijo mayor recibió su primera comunión tuve el inmenso placer de disfrutar de una sensacional homilía que nos regaló un insigne poeta y sacerdote: D. Juan Antonio Gonzalez Lobato. En aquel instante me hice el propósito de que si algún día podía, haría participar a los demás de tan maravillosa experiencia y hoy, contemplando el sol a través de las hojas de un enorme sauce, que vislumbro desde mi ventana, he pensado que, tal vez, éste sea un buen momento:

   Imaginaros un frondoso árbol, cargado de verdes hojas que al paso del viento se mecen de forma tranquila y acompasada. Están felices, tranquilas, reciben la savia que desde las raíces les infunde el tronco manteniéndolas verdes y hermosas. Crecen, se desarrollan, cumpliendo la misión para la que fueron creadas y a la vez, disfrutando de la sonrisa de aquellos muchachos que se cobijan a su sombra huyendo de la canícula de una tarde calurosa de verano. Cómo se aprietan las unas a las otras cuando, llegada la noche, sirven de refugio a la multitud de pajarillos que las buscan entre sonoros trinos. Son felices viendo felices a los demás y se sienten importantes al conseguirlo.

   Pero un buen día apareció una brisa proveniente del Norte y entre susurros les explicó a las sorprendidas hojas todas las maravillas que a través de sus viajes había conseguido disfrutar; cómo más allá de lo que ellas divisaban se abría un mundo libre, desconocido y pletórico de vivencias. La única condición para disfrutarlo era soltarse del tronco y dejarse llevar por ella. Algunas, seguras de lo que eran y conscientes de qué  les daba la vida, hicieron caso omiso; pero otras, ilusionadas con las palabras y confiadas en la nueva aventura se soltaron alegremente del árbol. Efectivamente, pronto dejaron el llano y ascendieron por la ladera: vieron enormes bosques y orillas de espuma cristalina, pero a medida que pasaba el tiempo comenzaban a notar que su frondosidad, su vida, se iba perdiendo. Tarde comprendieron, cuando eran un montón de hojarascas barridas en la calle de una gran ciudad, que la felicidad se conseguía en la vida que les transmitía la savia del árbol al que pertenecían.

   Creo que no hace falta meditar mucho para descubrir la moraleja que D. Juan Antonio quiso transmitir a aquellos muchachos y a los que no lo éramos tanto: Cristo es el único que nos da la savia para mantenernos vivos y muchas veces nuestra aparente vida ordinaria da cariño, reposo y serenidad a los que se encuentran a nuestro lado. Soltarse del sauce de la Vida tiene, como consecuencia inevitable, la sequedad del alma y el descubrimiento, siempre tardío, de que lo que el mundo nos ofrece nunca llegará a satisfacer nuestras ansias divinas. Cuando nos hablen al oído, ponderemos las palabras; escuchemos con espíritu crítico y valoremos que todo aquello exento de sacrificio personal, aunque parezca un contrasentido, no consigue jamás acercarnos a la verdadera felicidad.