13 de enero de 2015

¡Demos testimonio de su divinidad!



Evangelio según San Marcos 1,21b-28.


Jesús entró a Cafarnaún, y cuando llegó el sábado, Jesús fue a la sinagoga y comenzó a enseñar.
Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.
Y había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar:
"¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios".
Pero Jesús lo increpó, diciendo: "Cállate y sal de este hombre".
El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre.
Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: "¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen!".
Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Marcos, comienza mostrándonos un hecho de gran relieve para todos los cristianos que, muchas veces y por circunstancias que se nos antojan complicadas, nos creemos con el derecho de eximirnos de las prácticas de piedad, que le debemos a Dios. Jesús, su Hijo, aprovecha esta ocasión para darnos una lección, cumpliendo con el precepto del sábado, al asistir a la sinagoga. Y lo hace, porque para Él es vital –como debe ser para cada uno de nosotros que nos hemos comprometido a seguir sus pasos- enseñar al que no sabe; e iluminar, con la Palabra, su alma y su razón.

  Llama la atención como ante esa actitud del Maestro, deja a todos los que le escuchan, asombrados; porque nos dice el texto, que enseñaba con autoridad. Ante todo, eso quiere decir que el Señor predicaba con el ejemplo y reafirmaba en cada acto, el mensaje que salía de su boca. Dicho de otra manera, Jesús era la coherencia de vida, hecha Persona. Era ese estar dispuesto a morir, no sólo por las convicciones que profesaba, sino por el amor y el bien de sus semejantes; y no sólo de aquellos que le correspondían, sino – y eso es lo más sorprendente- por los que le perseguían.

  Pero esa potestad que percibían todos los que le acompañaban, iba mucho más allá de un sentimiento o una percepción subjetiva; porque abarcaba todos los campos y todas las cosas: así vemos como Jesús manda sobre la enfermedad, el dolor, la vida y la muerte, sobre las leyes y los demonios. Y lo hace, porque el Maestro no es Alguien que nos transmite la Palabra de Dios, como podemos hacer tú y yo más o menos bien, sino que Él es la Palabra de Dios hecha Carne. Por eso ante su Voz, se refrenda el poder de su mandato y consigue liberar al endemoniado.

  Esa es la gran diferencia entre aquellos que practican exorcismos, y esa liberación que denota el poder del Altísimo sobre todo lo creado. Porque Cristo nos es alguien que arroja un diablo del cuerpo de un hombre, ya que eso no hubiera sido nada nuevo; sino que al hacerlo, no invoca el poder de ningún otro, sino que lo hace por su propia autoridad. Así ante el Rey de Reyes, no sólo obedecen los hombres, sino que sucumben todas las fuerzas del mal. Dentro de un tiempo, ofreciéndose a Sí mismo en su sacrificio sustitutivo, vencerá definitivamente a Satanás y, liberando a todos los hombres del pecado, nos devolverá la Vida eterna.

  Todos los que le han oído, han comprendido que enseña de una manera nueva; porque garantiza con los hechos, lo que nos descubre con sus palabras: que Él es el Cristo esperado; el Mesías prometido; el Hijo de Dios, vivo. Vemos también en el texto, como el Señor manda callar al espíritu impuro, cuando reconoce en Él al “Santo de Dios”. No quiere Jesús el reconocimiento de aquel que vive de la mentira, sino el profundo conocimiento que surge del amor y de la búsqueda de la Verdad. De ese camino, laborioso y complicado, que nos fuerza a vencer nuestras debilidades y esforzarnos por descubrir lo que, aparentemente se esconde a los sentidos, pero brilla con la luz del Paráclito, en el fondo de nuestro corazón. Sólo así, interiorizando el mensaje divino y haciéndolo nuestro, seremos capaces –como aquellos que le escuchaban en Cafarnaún- de partir y dar testimonio de su divinidad ante cualquier persona, lugar y circunstancia. Haciendo posible que, como pasó entonces, su fama se extienda con rapidez por todas partes, “en toda la región de Galilea”.