14 de enero de 2015

¡Vaya responsabilidad!



Evangelio según San Marcos 1,29-39.


Jesús salió de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés.
La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato.
El se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos.
Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados,
y la ciudad entera se reunió delante de la puerta.
Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a estos no los dejaba hablar, porque sabían quién era él.
Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando.
Simón salió a buscarlo con sus compañeros,
y cuando lo encontraron, le dijeron: "Todos te andan buscando".
El les respondió: "Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido".
Y fue predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando demonios.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Marcos, se ratifican aquellas palabras que leíamos en el texto de ayer: que Jesús tiene potestad sobre todas las cosas. Hoy, mientras cura a la suegra de Pedro, podemos comprobar cómo manda sobre la enfermedad que, como todo mal, es fruto del pecado original. Pero el Señor no es, como serán o han sido otros, un médico egregio que sana  de una forma sobrenatural; sino que Jesús es, la propia medicina. Cristo salva, porque es la salvación de los hombres; por eso alcanzarla, consiste y consistirá siempre, en permanecer con y en el Señor. Para cada uno de nosotros, no hay nada tan importante, como compartir la vida divina a través de los Sacramentos; ya que esa es la manera mejor y más segura, de permanecer al lado del Maestro.

  Vemos también, en este primer párrafo, cómo lo primero que hace la mujer al ser curada, es levantarse y servirles. Aquella que estaba paralizada por el dolor, la fiebre y el sufrimiento, al ser liberada de su mal, no continúa tumbada e inactiva, sino que siente la necesidad de agradecer con hechos el beneficio recibido; y se ocupa de las cosas de Dios, poniéndose al servicio de su Señor. Cuantas veces nosotros estamos paralizados ante la enfermedad, que no sólo nos oprime el cuerpo, sino que también nos ahoga el alma; y cuando somos rescatados por Jesús, que nos toma de la mano en el sacramento de la Penitencia, nos olvidamos que nuestra tarea primera y principal debe ser darle gracias, actuando en su Nombre y siendo testigos de sus beneficios, ante el mundo.

  El Maestro, con los hechos, nos indica que no hay tiempo que perder; que mientras estemos vivos, hemos de intentar paliar el dolor de nuestros hermanos; y no hay peor aflicción y desconsuelo, que estar alejados de Dios. Por eso Él no descansa ni un minuto, y atiende a todos aquellos que, constantemente, se agolpan a su puerta. Y no lo hace para alcanzar un reconocimiento, porque como bien sabéis, ante sus milagros exige el silencio. Simplemente quiere y espera que, cuando llegue el momento de su manifestación en la Cruz –su Pasión, Muerte y Resurrección- los hombres comprendan que los milagros, sólo han sido la confirmación de sus palabras.

  Que esos hechos sobrenaturales, no son el medio para creer; ya que, posteriormente, los que no gozamos de su presencia material y evidente, no podremos disfrutar ni compartir –como hicieron aquellos primeros- de los múltiples momentos que regaló a los hombres, el Hijo de Dios. Creeremos por la fe, por la confianza depositada; ya que la predicación ha sido –y es- el medio elegido por el Señor para llevar a cabo la salvación. El Padre ha querido que esa convicción nos venga por el oído; escuchando e interiorizando toda la Verdad divina. Por eso la Palabra de Dios se ha hecho Carne en Cristo, y hoy nos es transmitida a través del Evangelio.

  Que el Señor haya querido que su predicación vaya acompañada de la autoridad de los hechos, es la causa de que en la Iglesia podamos gozar de ese tesoro, que son los Sacramentos. Porque Dios, que nos ha creado, sabe lo importante que son para nosotros los sentido, y que conocemos –de una forma imperfecta- a través de ellos. Por esto, todas las palabras que nos transmiten la salvación, van acompañadas de la fuerza de los signos, que hacen presente la autoridad y el poder de Cristo: el agua, la sal, la luz, el pan, el vino, el aceite… Todo nos descubre, otra vez, la presencia real de Jesús entre nosotros. Otra vez el Maestro nos toma de la mano y nos cura por la fuerza de su Espíritu. Otra vez el Señor espera que nos levantemos y nos pongamos a trabajar para ser fieles testigos y ciudadanos de su Reino. Otra vez quiere que, cansados pero contentos, recobremos las fuerzas a su lado, en la oración. Otra vez desea que seamos modelo de lo que debe ser la conducta de un cristiano; aunque cuenta, evidentemente, con nuestras faltas y debilidades. ¡Vaya responsabilidad que tenemos!