Evangelio según San Marcos 3,7-12.
Jesús
se retiró con sus discípulos a la orilla del mar, y lo siguió mucha gente de
Galilea.
Al enterarse de lo que hacía, también fue a su encuentro una gran multitud de Judea, de Jerusalén, de Idumea, de la Transjordania y de la región de Tiro y Sidón.
Entonces mandó a sus discípulos que le prepararan una barca, para que la muchedumbre no lo apretujara.
Porque, como curaba a muchos, todos los que padecían algún mal se arrojaban sobre él para tocarlo.
Y los espíritus impuros, apenas lo veían, se tiraban a sus pies, gritando: "¡Tú eres el Hijo de Dios!".
Pero Jesús les ordenaba terminantemente que no lo pusieran de manifiesto.
Al enterarse de lo que hacía, también fue a su encuentro una gran multitud de Judea, de Jerusalén, de Idumea, de la Transjordania y de la región de Tiro y Sidón.
Entonces mandó a sus discípulos que le prepararan una barca, para que la muchedumbre no lo apretujara.
Porque, como curaba a muchos, todos los que padecían algún mal se arrojaban sobre él para tocarlo.
Y los espíritus impuros, apenas lo veían, se tiraban a sus pies, gritando: "¡Tú eres el Hijo de Dios!".
Pero Jesús les ordenaba terminantemente que no lo pusieran de manifiesto.
COMENTARIO:
Parece que en
este Evangelio de Marcos, el escritor sagrado quiere mostrarnos, en contraste
con aquellos doctores de la Ley que buscaban perder al Maestro y que
contemplábamos ayer, la postura y la disposición de todos los que, siguiéndole hasta
el mar, esperaban su cercanía, su Palabra y su consuelo.
Podemos ver
aquí, ese preámbulo de lo que será, a través del tiempo, la propagación del
Nuevo Testamento, como un preludio de su universalidad. Aquello que comenzó en
Galilea, ha traspasado fronteras y congrega junto a Jesús, a gentes de toda Palestina.
Los siglos nos enseñarán cómo aquella pequeña comunidad, que al lado de Cristo
y en Él, formaron la Iglesia, se expandió por su unión y fidelidad al Espíritu Santo,
por todos los lugares de la tierra.
Todos buscaban,
hemos buscado y seguiremos buscando, esa proximidad con el Hijo de Dios, que da
respuesta a todas nuestras preguntas; nos sana de nuestras afecciones y nos
libra de las tentaciones del Maligno. Aquellas gentes, habían comprendido que
sólo al lado del Señor, podían ser capaces de encontrar la felicidad añorada. Por eso no les asustaba lo mucho que
debían caminar, para alcanzarlo; ya que tenían la certeza de que hacerlo, iba a
completar el sentido de su existencia.
Y eso era
posible, porque todos aquellos que habían recibido la luz de Dios y habían
contemplado el cumplimiento de las promesas en el Señor, no se callaban ni
guardaban para sí su gozo; sino que lo manifestaban allí donde se encontraban,
y animaban a los demás a comprobarlo por ellos mismos. Los que se quedaban en
Jerusalén, los que viajaban a Tiro y Sidón, los que hacían negocios en Idumea;
todos eran altavoces de las maravillas que habían observado, y de los múltiples
milagros que habían presenciado. Ellos eran testigos de que todo lo anunciado
en el Antiguo Testamento, sobre los hechos que acaecerían con la llegada del
Mesías, se cumplía en la Persona de Jesús de Nazaret.
Nosotros hemos
de tener muy claro, que el camino que nos lleva a la salvación, es Jesucristo.
Sólo unidos a Él, en la Eucaristía Santa, seremos capaces de superar nuestras
debilidades y elevar los ojos al cielo. Y, en cuanto seamos conscientes de
ello, por la Gracia sacramental que habitualmente recibimos, hemos de ser uno
más en la propagación del Evangelio; que comenzó en aquellos momentos de la Iglesia
primitiva, y sigue sin interrupción, a través de todos los bautizados.