15 de enero de 2015

¡Busquemos la solución!



Evangelio según San Marcos 1,40-45.


Se acercó a Jesús un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: "Si quieres, puedes purificarme".
Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: "Lo quiero, queda purificado".
En seguida la lepra desapareció y quedó purificado.
Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente:
"No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio".
Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a él de todas partes.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Marcos, contemplamos la curación, por parte del Señor, de un leproso. Ante todo, y para contemplar mejor el alcance de este hecho que podría parecernos en parte irrelevante, ya que el Señor nos ha mostrado en toda su trayectoria que ha sanado a multitud de enfermos y endemoniados, es necesario saber que la enfermedad de la lepra era considerada en aquel tiempo, como el fruto del castigo que Dios enviaba a los que la padecían, por sus muchos pecados. Así en el Antiguo Testamento se nos detallan varios casos, en los que el motivo de que hubiera sobrevenido esa dolencia, era explicado como una sanción a causa de las faltas cometidas: podemos observar el ejemplo de María, la hermana de Moisés, que tras murmurar contra él, padeció la lepra durante un tiempo. O en el caso de Job, también leproso temporal, donde sus amigos le acusaron de ocultar un pecado terrible, que explicaría el estado en el que se encontraba. Cómo veréis, la imagen de un Dios vengativo, que afligía a aquellos que le traicionaban, era lo que prevalecía en el conocimiento divino erróneo que se tenía; y que vino a corregir Jesucristo, como encarnación del Verbo, iluminando de una vez por todas la realidad eterna y profunda de un Dios Trinitario, que es amor en Sí mismo.

  Pues bien, por todo ello y porque era una enfermedad contagiosa, a todos aquellos que la padecían se les declaraba impuros y eran obligados a vivir aislados del resto de sus conciudadanos. Si la lepra, como cualquier enfermedad, era fruto del pecado original que rompió el equilibrio natural y mostró al hombre las carencias propias que sobrevinieron al alejarse de Dios y sus perfecciones, incluida la salud, el Mesías –con su llegada- trae la bendición de poder remitirlas y hacer que desaparezcan; tal y como ya había anunciado la Escritura. Por eso, no debe extrañarnos que en aquellos gestos y palabras por las que el leproso pide su curación, Jesús perciba en realidad una oración cargada de fe, que acepta su mesianismo y le reconoce como el Hijo de Dios. Porque tener la seguridad de que el Maestro es capaz de terminar con aquello que hace impuros a los hombres, es admitir su poder divino y sobrenatural.

  Y es entonces cuando Jesús da a conocer la verdadera esencia de Aquel al que ha venido a manifestar: de ese Padre que es la Misericordia y el Perdón, en estado puro. Que es incapaz de castigar a los que acuden a Él, con un corazón contrito y humillado. En ese momento, el leproso es –en el Evangelio- el representante de todos aquellos que tienen su alma corrompida por el mal. Porque esa es la peor enfermedad, aunque no nos lo parezca, que puede padecer el ser humano; ya que es la única que, inevitablemente, nos conduce a la muerte eterna y a la pérdida de la verdadera Felicidad.

  El Señor quiere que, reconociendo lo que somos, nos acerquemos a Él en la penitencia; y recordemos que no hay nada imposible para Dios. Y menos que nada, es que nos de el perdón que le requerimos, si luchamos por vencer nuestros más bajos instintos. Cómo aquel hombre, nosotros debemos decirle a Jesús, que camina siempre a nuestro lado: “Si quieres, puedes purificarme”. Puedes limpiarme de mi egoísmo, de mi ira, de la violencia que surge –a veces incontrolada- de nuestro interior. Esa malquerencia que permite que busquemos lo peor de los demás, olvidando lo mucho de bueno que las personas tienen, por ser imagen divina. Y sin ninguna duda, cómo entonces, el Maestro nos dirá: “Lo quiero, queda purificado”. Y volveremos a sentir esa paz que se produce, cuando el Espíritu inunda nuestro interior y nos transmite su fortaleza.

  El Mesías ha venido a erradicar el pecado de los hombres, con su sacrificio en la Cruz, y sigue entregando su indulgencia a través del Sacramento del Perdón, tantas veces como se lo requiramos. Parece mentira que nosotros, que podemos acercarnos a él sin problemas, permitamos que la peor enfermedad que existe, mine nuestra salud espiritual. Bien ha trabajado el diablo, para lograr que relativicemos, otra vez, aquello que fue el principio del final terrible del género humano: la desobediencia voluntaria a la Ley de Dios, que ha sido el fruto de su amor.

  Pidámosle al Señor que nos deje observar el comienzo de las afecciones que infectan el alma, y que como aquellos hombres que seguían al Señor, seamos capaces de rogarle de rodillas que nos devuelva la salud y nos sitúe en el camino de la fe y de la salvación. No nos quedemos tan a gusto, mientras la lepra destruye nuestro corazón. ¡Busquemos la solución!