26 de enero de 2015

¡Capítulo quince!



C A P I T U L O      X V


  Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto al volver a ver una película, como me ha ocurrido en estas fiestas, al contemplar otra vez  la trilogía del Señor de los Anillos. Ese hecho dio pie a que posteriormente, toda mi familia mantuviera una tertulia sobre los valores que se desprenden de toda la obra  literaria de Tolkin. Dicho escritor era coetáneo de Lewis y como él, un cristiano convencido de que el bien tiene como fin, su triunfo sobre el mal.


  Cualquiera podría sentirse identificado en algún momento  o circunstancia de su vida, con alguno de sus personajes. ¿Es posible que la sensación de posesión de un bien preciado para nosotros, que tal vez no lo sea en realidad, nos llegue a convertir de un Smeagol en un Golum? ¿Puede poseernos algo tanto que nos haga olvidar lo bueno que tenemos, llegando a la justificación personal de actitudes egoístas y malsanas? ¡Desde luego que sí! Y si alguno de vosotros se cree libre de ese peligro, sólo puede ser porque está seguro de contar con la gracia de Dios, o bien porque es un inconsciente soberbio, con un desconocimiento total sobre sí mismo.


  Ese era el problema del buen Frodo, cuya salvación consistió en compartir su viaje y sus inquietudes con un compañero de buen criterio y recia fortaleza, que le demostró un amor desinteresado, por encima de todo. Es decir, por tener en Sam uno de los dones más preciados de esta vida: un amigo.


  Vemos en el rey Zeoden, que se degrada día a día, lo que pueden hacer los malos consejos de los interesados conformistas, ante situaciones injustas y erróneas, que paralizan nuestra voluntad frente a la lucha. Y ese grupo variopinto de individuos de razas y culturas distintas, Légolas, Gimli y Aragon, que consiguen encontrar lo que les une y olvidarse de lo que les separa; porque cuando el alma es generosa y caritativa, los ojos del corazón consiguen eliminar las diferencias, que los ojos humanos se empeñan en mostrarnos.


  Tendréis que perdonarme toda esta disertación, que más parece propia de un crítico de cine, pero estoy tan cansada de la manipulación a través de los medios audiovisuales, con películas en las que el sexo y la violencia quedan siempre justificados ante el logro de felicidad del protagonista, que encontrarme con una superproducción de una de mis obras favoritas cargada de valores morales, me ha dejado campanillas en el corazón y la ilusión de contároslo.


  No sólo para animaros a que la visionéis, sino para hacer de ella el medio en donde podréis hablar con vuestros contertulios sobre lealtad, fortaleza y fidelidad ¡En fin! Sobre un montón de virtudes que acabamos creyéndonos que han quedado en desuso, por ser propias exclusivamente de una época costumbrista.


  La falta de bien en el mundo, que es el mal, es intemporal; no entiende de pueblos, naciones, lenguas y edades. Los humanos no hemos cambiado tanto… antes nos matábamos con espadas y armaduras, lográndolo ahora con sofisticados misiles y bombas inteligentes. El resultado es siempre el mismo: privar de la vida y de la libertad a nuestros hermanos. Los motivos ¡antiguos como el mundo! el ansia de tener, de poder, de decidir. La intransigencia y la falta de diálogo, son los motivos silenciosos por las que queda justificada la obcecación de la razón. Es tan importante saber hablar como saber escuchar, con el corazón abierto ante el problema de los demás.


  Quiero terminar este libro con un ruego: conversar entre vosotros, tomando conciencia de que todos somos distintos, pero que a todos nos une un alma inmortal y divina que nos iguala ante el amor y el respeto. Tenemos mucho a ganar, si cedemos ante lo poco que podemos perder. No os desaniméis nunca ante la adversidad y mirar que en la línea del horizonte, donde se une la tierra con el cielo, cada  mañana vuelve a salir el sol para todos.