22 de abril de 2014

¡No nos justifiquemos, con mentiras!



Evangelio según San Juan 20,1-9.



El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada.
Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro.
Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes.
Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró.
Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo,
y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte.
Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó.
Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Mateo nos presenta, en primer lugar, una de las características propias de todos aquellos que hemos visto, oído, leído o creído, que Cristo ha resucitado: la alegría. Por eso, esa singularidad tan propia del cristiano, que sabe que la muerte ha sido vencida por Jesús y en Él hemos alcanzado la Vida eterna, a través de la Gracia divina, es la que movió a aquellas mujeres a sobrellevar el miedo que las embargaba, ante el hallazgo de la tumba vacía. Y corrieron a proclamar a los discípulos, que las palabras del Maestro se habían cumplido. Pero el Señor, como si quisiera premiar su fidelidad en los momentos de tribulación donde la mayoría le abandonaron, se presenta ante ellas para que sepan y tengan la certeza de que su fe y su lealtad no estaban fundadas en ilusiones y quimeras; sino en la realidad de su Persona, que ahora contemplaban con asombro, amor y satisfacción.

  Las mujeres no pueden contener ese sentimiento que brota como una cascada, desde el fondo de su corazón; y se abrazan a sus pies, le hablan, le preguntan, le adoran, le besan… Es así, ni más ni menos, como debe ser nuestro encuentro con Jesús. Hemos vivido con Él estos días de Pasión; le hemos visto sufrir, hasta límites insospechados, sólo para salvarnos y pagar el precio de nuestro rescate. Hemos compartido su oración en Getsemaní, donde su Humanidad Santísima se estremecía ante el conocimiento de la realidad que se avecinaba. Le hemos acompañado, por las callejuelas de Jerusalén, mientras el madero destrozaba, literalmente, sus hombros. Y hemos estado, junto a María, en ese preciso momento en que el Hijo de Dios entregaba su Espíritu al Padre.

  Por eso ahora, con esas mujeres, hemos de compartir su júbilo y su alborozo ante el suceso de la Resurrección y el encuentro con el Resucitado. Ahí lo tenemos, esperándonos en el silencio Del Sagrario, bajo la especie Eucarística. Pero solamente aquellos que le abran su alma, sabrán verlo con los ojos de la fe; ayer, hoy y mañana. Otros, como los de Emaús, hablarán con Él sin percatarse de quien es; porque la desesperanza ha invadido su ánimo y su corazón. Hasta el momento en que acepten y comprendan que los ojos no son el único medio que tenemos para conocer, su mente no se abrirá a la Verdad de Cristo; y no podrán concebir, que se encuentran al lado del Señor.

  Como aquellas primeras que acompañaban al Maestro, nosotros también hemos de correr a transmitir al mundo el mensaje del Evangelio. Jesús nos ha salido al paso y, como discípulos suyos que somos, nos ha pedido que no tengamos miedo a expresar a nuestros hermanos la realidad de su situación: Cristo vive y se ha quedado en su Iglesia, hasta el fin de los tiempos. Y lo ha hecho para transmitirnos su salvación, que le costó hasta la última gota de su sangre; exigiendo para recibirla, el compromiso de nuestra libertad.

  Pero este texto presenta una segunda cuestión: la justificación, con mentiras, de aquellos que no están dispuestos a aceptar la Verdad de Nuestro Señor. No creen y, por ello, no le encuentran otra explicación a los hechos que han sucedido, que darle la explicación que más les conviene: los discípulos han robado el Cuerpo. Es ridículo pensar que aquellos hombres, pobres pescadores asustados, van a vivir a partir de ahora una mentira, que les va a costar una terrible persecución. Es el absurdo que reina, cuando se saca a Dios y se prescinde de sus palabras. Justamente, la historia nos demuestra que el miedo a que eso sucediera, fue lo que movió a los dirigentes de Israel a poner una guardia para que custodiara el sepulcro. Y ahora, esa misma guardia, que no tiene argumentos para explicar la tumba vacía, es sobornada para que reconozcan que no sirvieron para nada. Una guardia que no oyó como se arrastraba una pesada losa, ni como un montón de personas, sacaban a hombros el Cuerpo yaciente del Señor. Es el absurdo total que reina en las explicaciones, que intentan justificar una existencia sin Dios.

  A veces nosotros hacemos lo mismo, cuando damos eco a argumentos que sólo intentan minar la credibilidad de la Palabra divina y de la Iglesia Santa. No dialoguemos con la mentira y la difamación, que son propias del diablo; sino que recurramos al testimonio de aquellos primeros testigos de la fe, que nos dejaron escrita su experiencia, su fidelidad y su martirio. Recordemos que  a Jesús, en su Pasión, le pidieron muchas veces que diera un último testimonio; y Él les recordó que todo estaba dicho. Que si alguien hubiera querido conocer, había tenido todsas las oportunidades de escucharle. Ahora no; no ahora, que es cuando ellos quieren, para ridiculizarle. Apoyémonos en la oración; en la de todos aquellos santos que nos precedieron, y con ellos y como ellos, proclamemos al mundo que Cristo ha resucitado. Que nuestra fe no es vana; sino que es Vida.