11 de abril de 2014

¡La mano providente de Dios!



Evangelio según San Juan 10,31-42.


Los judíos tomaron piedras para apedrearlo.
Entonces Jesús dijo: "Les hice ver muchas obras buenas que vienen del Padre; ¿Por cuál de ellas me quieren apedrear?".
Los judíos le respondieron: "No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino porque blasfemas, ya que, siendo hombre, te haces Dios".
Jesús les respondió: "¿No está escrito en la Ley: Yo dije: Ustedes son dioses?
Si la Ley llama dioses a los que Dios dirigió su Palabra -y la Escritura no puede ser anulada-
¿Cómo dicen: 'Tú blasfemas', a quien el Padre santificó y envió al mundo, porque dijo: "Yo soy Hijo de Dios"?
Si no hago las obras de mi Padre, no me crean;
pero si las hago, crean en las obras, aunque no me crean a mí. Así reconocerán y sabrán que el Padre está en mí y yo en el Padre".
Ellos intentaron nuevamente detenerlo, pero él se les escapó de las manos.
Jesús volvió a ir al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan había bautizado, y se quedó allí.
Muchos fueron a verlo, y la gente decía: "Juan no ha hecho ningún signo, pero todo lo que dijo de este hombre era verdad".
Y en ese lugar muchos creyeron en él.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan comienza con la dura realidad que se aproxima: el deseo de una parte del pueblo judío, de matar a Jesús. Ellos no pueden aceptar lo que no entienden; y no quieren entender, porque han cerrado su corazón a la Luz de la Palabra de Dios. No hay otra manera de conocer la identidad sustancial entre Jesús y el Padre, ya que es un misterio divino, que no sea por la Revelación. Es Cristo quién nos ha descubierto la realidad Trinitaria de Dios, que se encerraba en la Escritura para ser encontrada, donde el Verbo ha asumido la naturaleza humana, de María Santísima, y sin dejar de ser Dios, se ha hecho Hombre.

  Por amor al hombre, el Padre ha enviado a su Hijo, para que nos santifique con su entrega libre, obediente y voluntaria. Es en esa naturaleza humana, que todos compartimos, donde hemos sido liberados de la esclavitud del pecado y redimidos, por el sacrificio de Nuestro Señor. Pero ya avisaba el Antiguo Testamento, a través de los profetas, de la incomprensión que iba a sufrir el Mesías. Pronto está el tiempo en que silenciarán temporalmente la Palabra; aunque ese será el principio de la verdadera manifestación en Cristo, del poder de Dios. Hemos de saber contemplar cada uno de nosotros, en las tribulaciones de la vida, la mano providente del Padre que nos pide que confiemos en Él, y unamos nuestra voluntad a la suya. Aquellos judíos, que buscaban perder a Jesús, no supieron que su odio fue el medio que Dios aprovechó, para redimir a los hombres en su Hijo; porque los caminos divinos, son inescrutables.

  Es el Maestro, con su mensaje y los hechos que lo atestiguan, el que intenta dar luz a esas mentes que, previamente, han decidido no creer. Para aquellos israelitas, Jesús era un Hombre que se hacía Dios, y blasfemaba. No le encontraban otra explicación que se identificara con sus convicciones preestablecidas, y sus deseos sobre el futuro del pueblo elegido. Cristo no se calla -ya los hará cuando esté todo dicho-, y les rebate –porque ahora es el momento de las explicaciones que precederán al silencio-. Lo hace recurriendo a las profecías, que hablaban sobre Él, y a los milagros que han dado testimonio de su señorío sobre la vida, la enfermedad y la muerte.

  Jesús cita el Salmo 82, para que los judíos no le llamaran blasfemo cuando se declaraba el Hijo de Dios, y le condenaran por eso; recordándoles que la Escritura llamó “dioses” a los guías del pueblo a los que Dios otorgó la capacidad y la sabiduría para conducirlos. Es en esta cita del Salmo, donde Dios reprocha a unos jueces su actuación injusta, llamándoles “dioses” “hijos del Altísimo”. El trasfondo del texto bien podría ser una reflexión a los reyes de las naciones que rodeaban a Israel y se creían dioses; o, como he comentado, a los guías de Israel –reyes y jueces- que abusaban de su poder contra el pobre, a pesar de haber recibido de Dios su función. Es en este sentido, por tener una misión divina, por la que han sido llamados “dioses, hijos del Altísimo”. Lo que ocurre es que, como sucede muchas veces, su conducta ha trastornado el orden querido por Dios, y por eso les advierte de su error.
“Dios se levanta en el consejo divino,
Juzga en medio de los dioses:
“¿Hasta cuándo juzgaréis injustamente
Y favoreceréis a los impíos?
Defended al débil y al huérfano,
Haced justicia al pobre y al necesitado.
Poned a salvo al débil,
Librad al desvalido de la mano de los impíos”.
Pero ellos no saben ni disciernen,
Caminan en tinieblas.
¡Se conmueven todos los fundamentos de la tierra!
Yo os digo: “vosotros sois dioses, todos vosotros, hijos del Altísimo.
Pero moriréis como todos los hombres,
Caeréis como cualquier príncipe”
¡Levántate, oh Dios! Juzga a tierra,
Porque Tú eres el Señor de las naciones.
(Sal. 82, 5-8)
Si ellos han admitido esas palabras, Jesús quiere que entiendan que con más razón ha de ser llamado Dios, Aquel que ha sido santificado y enviado por Dios. Y no por no aceptar, pueden justificar los hechos que están a punto de acontecer.

No hemos de olvidar, sin embargo, que frente a la oposición de la mayoría, estuvo la adhesión de aquellos que salieron a su encuentro. Lo buscaban, porque habían interiorizado el mensaje de Juan el Bautista; y habían visto que en el Señor, se cumplían las profecías anunciadas por el Precursor. Esto, frente a los momentos de la Pasión que se acercan, ha de ser para nosotros un bálsamo de alegría y consuelo; porque Jesús quiere recordarnos que la labor que se hace en su Nombre, nunca es inútil. Nuestro ejemplo apostólico fiel y coherente será, por la Gracia de Dios, un estímulo para nuestros hermanos. Tal vez, nosotros no veamos nunca los frutos, como no los vio Juan, pero somos como él, trabajadores de la viña del Señor y le servimos –y servimos a su Iglesia- como Dios quiere ser servido: con amor y fidelidad a su mensaje. El resto, si el Señor así lo dispone, se nos dará por añadidura.