16 de julio de 2015

¡No hay otro camino!

Evangelio según San Mateo 11,28-30. 


Jesús tomó la palabra y dijo:
"Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio.
Porque mi yugo es suave y mi carga liviana." 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, Jesús nos descubre su Corazón inmenso y repleto de amor, para que los hombres nos cobijemos en su interior. Comienza el texto, llamándonos a su lado; convocándonos a descansar junto a Él. Y, de una forma especial, el Señor invita a aquellos que se sienten agobiados, fatigados o superados por las circunstancias y las dificultades. Lo hace, porque sabe que no hay otro lugar en el mundo donde podamos  encontrar más paz y más consuelo, que en su Presencia.

  Dejarme que haga un alto en la meditación del texto, para recordaros algo que, como cristianos, creo que todos sabéis. Pero es cierto que por nuestros pecados, muchas veces lo olvidamos: Jesucristo nos espera realmente en la Eucaristía; y en el resto de los Sacramentos. Nos aguarda en el silencio y la soledad del Sagrario, para que regresemos a Él; como hacían aquellos primeros en los caminos de Palestina. Abre las puertas de par en par, para que hagamos un alto en nuestra vida, y recuperemos -con su Gracia- nuestras fuerzas. Por eso los creyentes, tenemos esa alegría que es propia de la Compañía que, si queremos, disfrutaremos toda la eternidad.

  Cristo no sólo nos da con su Palabra, un bálsamo de ternura –que también- sino que con sus hechos –sus milagros- nos demuestra que es el Dueño de la vida y de la muerte; y que el sufrimiento, que ha sido asumido por Jesús para redimir a los hombres, se ha convertido para nosotros en camino de salvación. Toda la Escritura está sembrada de las muestras de su poder; de todos esos datos históricos que han testificado en el tiempo que, para el Hijo de Dios, no hay nada imposible: a su voz se han detenido las tormentas, ha abandonado la enfermedad los cuerpos achacosos, y la muerte ha devuelto sus presas a la vida. Y para conseguir sus dones, sólo nos pide el Señor que hagamos ese acto de fe, que surge de un alma enamorada; y no de un interés que condiciona el creer, al resultado de sus demandas.

  Continúa Jesús, hablándonos de ese “yugo” –esos mandatos divinos que debe asumir el discípulo de Cristo- que es ligero y nos ayuda a elevar el corazón a Dios. Haciendo un paralelismo con esa Ley de Moisés, que con el paso del tiempo –y por el pecado de los hombres- se sobrecargó de prácticas insoportables, que no daban paz al interior del ser humano. Sin embargo, el Maestro recuerda a todos los suyos que los Mandamientos, cómo ya anunció el profeta Oseas, atraen a los fieles con vínculos de afecto y lazos de amor. Ya que el Padre nos ha prohibido aquello que nos destruye y es malo para nuestra naturaleza; evitando, al cumplirlos, que suframos un dolor innecesario.

  Todo aquello que nos prohíbe el Decálogo, no es malo porque Dios lo prohíba; sino que Dios lo prohíbe, porque sabe que es malo para nosotros. Y al igual que obedecemos las disposiciones en las que se nos indica que no mojemos un reloj, porque no es sumergible, y si lo hacemos nos podemos quedar sin él, lo mismo deberíamos hacer, con el Manual de instrucciones que nos ha dejado Aquel que tan bien nos conoce, porque nos ha creado. Cierto que en nuestra libertad, podemos hacer oídos sordos y desobedecer; pero reconoceréis conmigo que es una actitud carente de sentido e impropia de personas que se rigen por su inteligencia, anteponiéndola a sus instintos. Esa es la principal característica que diferencia al género humano, de los animales irracionales.

  El Señor nos habla de “yugo”, porque en el fondo todo cristiano se compromete a seguir, aceptar, asumir y respetar la Ley de Dios, como guía de su existencia. Y lo hace así, porque su vida no le pertenece; simplemente la disfruta e intenta con ella, dar gloria a Dios. No os olvidéis que si fuera nuestra, podríamos darla a los demás; sin embargo, la participamos de Aquel que es el Ser por excelencia. De ahí que no sea un derecho el que tenemos a la vida; sino un regalo divino, donde elegimos a donde queremos ir.

  Jesús se define como manso y humilde de corazón; ya que esos términos eran bien conocidos por el Pueblo judío, gran conocedor del Antiguo Testamento. Allí, se denominaba con esos términos a todas aquellas personas pacientes y lentas al enojo, que ponían su confianza en Dios. De eso trata esa bienaventuranza, con la que el Maestro elogia a los que descansan en la Providencia. Saber aceptar que lo que Dios permite, es para nuestro bien. Pero eso, no os confundáis, no significa admitir y conformarnos con la injusticia y el dolor personal, o el de nuestros hermanos. Si no, intentar cambiar el corazón de los hombres con la Palabra divina y el ejemplo; que es la única manera de conseguir una sociedad en condiciones.


  Si ponemos a Dios en todas las aspiraciones humanas, el bien de nuestro prójimo será nuestra máxima prioridad; y la sociedad disfrutará de esa equidad que basa en el amor y la caridad, todas sus premisas. Cristo nos llama a multiplicar nuestros talentos y llevar la  creación a su perfección; comportándonos como auténticos hijos de Dios, que miran los ojos de los demás y nunca les son indiferentes. Pero si a pesar de intentarlo, a pesar de devolver bien por mal, el mundo nos da la espalda, no os soliviantéis, ni os sintáis desgraciados; alzar los ojos al madero y contemplar al Crucificado. Sólo así comprenderéis, que el sufrimiento forma parte de la vida y acompañará siempre a los discípulos del Señor. Y siento deciros que si sois leales a Cristo, debéis estar dispuestos a compartir el dolor con Él. ¡No hay otro camino!