Evangelio según San Mateo 11,28-30.
Jesús tomó la palabra y dijo:
"Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio.
Porque mi yugo es suave y mi carga liviana."
"Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio.
Porque mi yugo es suave y mi carga liviana."
COMENTARIO:
En este
Evangelio de san Mateo, Jesús nos descubre su Corazón inmenso y repleto de
amor, para que los hombres nos cobijemos en su interior. Comienza el texto,
llamándonos a su lado; convocándonos a descansar junto a Él. Y, de una forma
especial, el Señor invita a aquellos que se sienten agobiados, fatigados o
superados por las circunstancias y las dificultades. Lo hace, porque sabe que
no hay otro lugar en el mundo donde podamos encontrar más paz y más consuelo, que en su
Presencia.
Dejarme que haga
un alto en la meditación del texto, para recordaros algo que, como cristianos,
creo que todos sabéis. Pero es cierto que por nuestros pecados, muchas veces lo
olvidamos: Jesucristo nos espera realmente en la Eucaristía; y en el resto de
los Sacramentos. Nos aguarda en el silencio y la soledad del Sagrario, para que
regresemos a Él; como hacían aquellos primeros en los caminos de Palestina. Abre
las puertas de par en par, para que hagamos un alto en nuestra vida, y
recuperemos -con su Gracia- nuestras fuerzas. Por eso los creyentes, tenemos
esa alegría que es propia de la Compañía que, si queremos, disfrutaremos toda
la eternidad.
Cristo no sólo
nos da con su Palabra, un bálsamo de ternura –que también- sino que con sus
hechos –sus milagros- nos demuestra que es el Dueño de la vida y de la muerte;
y que el sufrimiento, que ha sido asumido por Jesús para redimir a los hombres,
se ha convertido para nosotros en camino de salvación. Toda la Escritura está
sembrada de las muestras de su poder; de todos esos datos históricos que han
testificado en el tiempo que, para el Hijo de Dios, no hay nada imposible: a su
voz se han detenido las tormentas, ha abandonado la enfermedad los cuerpos
achacosos, y la muerte ha devuelto sus presas a la vida. Y para conseguir sus
dones, sólo nos pide el Señor que hagamos ese acto de fe, que surge de un alma
enamorada; y no de un interés que condiciona el creer, al resultado de sus
demandas.
Continúa Jesús,
hablándonos de ese “yugo” –esos mandatos divinos que debe asumir el discípulo
de Cristo- que es ligero y nos ayuda a elevar el corazón a Dios. Haciendo un
paralelismo con esa Ley de Moisés, que con el paso del tiempo –y por el pecado
de los hombres- se sobrecargó de prácticas insoportables, que no daban paz al
interior del ser humano. Sin embargo, el Maestro recuerda a todos los suyos que
los Mandamientos, cómo ya anunció el profeta Oseas, atraen a los fieles con
vínculos de afecto y lazos de amor. Ya que el Padre nos ha prohibido aquello
que nos destruye y es malo para nuestra naturaleza; evitando, al cumplirlos,
que suframos un dolor innecesario.
Todo aquello
que nos prohíbe el Decálogo, no es malo porque Dios lo prohíba; sino que Dios
lo prohíbe, porque sabe que es malo para nosotros. Y al igual que obedecemos
las disposiciones en las que se nos indica que no mojemos un reloj, porque no
es sumergible, y si lo hacemos nos podemos quedar sin él, lo mismo deberíamos
hacer, con el Manual de instrucciones que nos ha dejado Aquel que tan bien nos
conoce, porque nos ha creado. Cierto que en nuestra libertad, podemos hacer
oídos sordos y desobedecer; pero reconoceréis conmigo que es una actitud
carente de sentido e impropia de personas que se rigen por su inteligencia,
anteponiéndola a sus instintos. Esa es la principal característica que
diferencia al género humano, de los animales irracionales.
El Señor nos
habla de “yugo”, porque en el fondo todo cristiano se compromete a seguir,
aceptar, asumir y respetar la Ley de Dios, como guía de su existencia. Y lo
hace así, porque su vida no le pertenece; simplemente la disfruta e intenta con
ella, dar gloria a Dios. No os olvidéis que si fuera nuestra, podríamos darla a
los demás; sin embargo, la participamos de Aquel que es el Ser por excelencia.
De ahí que no sea un derecho el que tenemos a la vida; sino un regalo divino,
donde elegimos a donde queremos ir.
Jesús se define
como manso y humilde de corazón; ya que esos términos eran bien conocidos por
el Pueblo judío, gran conocedor del Antiguo Testamento. Allí, se denominaba con
esos términos a todas aquellas personas pacientes y lentas al enojo, que ponían
su confianza en Dios. De eso trata esa bienaventuranza, con la que el Maestro
elogia a los que descansan en la Providencia. Saber aceptar que lo que Dios
permite, es para nuestro bien. Pero eso, no os confundáis, no significa admitir
y conformarnos con la injusticia y el dolor personal, o el de nuestros
hermanos. Si no, intentar cambiar el corazón de los hombres con la Palabra
divina y el ejemplo; que es la única manera de conseguir una sociedad en
condiciones.
Si ponemos a
Dios en todas las aspiraciones humanas, el bien de nuestro prójimo será nuestra
máxima prioridad; y la sociedad disfrutará de esa equidad que basa en el amor y
la caridad, todas sus premisas. Cristo nos llama a multiplicar nuestros
talentos y llevar la creación a su
perfección; comportándonos como auténticos hijos de Dios, que miran los
ojos de los demás y nunca les son indiferentes. Pero si a pesar de intentarlo, a pesar de devolver bien
por mal, el mundo nos da la espalda, no os soliviantéis, ni os sintáis desgraciados;
alzar los ojos al madero y contemplar al Crucificado. Sólo así comprenderéis,
que el sufrimiento forma parte de la vida y acompañará siempre a los discípulos
del Señor. Y siento deciros que si sois leales a Cristo, debéis estar
dispuestos a compartir el dolor con Él. ¡No hay otro camino!