7 de julio de 2015

¡Cuidado con ellos!

Evangelio según San Mateo 9,32-38. 


En cuanto se fueron los ciegos, le presentaron a un mudo que estaba endemoniado.
El demonio fue expulsado y el mudo comenzó a hablar. La multitud, admirada, comentaba: "Jamás se vio nada igual en Israel".
Pero los fariseos decían: "El expulsa a los demonios por obra del Príncipe de los demonios".
Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias.
Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor.
Entonces dijo a sus discípulos: "La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos.
Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha." 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, contemplamos esa actitud de Jesús tan característica, donde el Señor no tiene un “no” para nadie. A Él recurren los ciegos, los sordos y los paralíticos. Los desesperados, que no saben cómo solventar sus problemas y notan que la angustia les oprime el corazón. Y también todos aquellos que, jugando con la tentación, han dado paso a que el al diablo penetre en su interior. Y todos, absolutamente todos, comprueban que si recurres al Hijo de Dios, nunca sales defraudado; porque las obras de Jesús, dan testimonio de su divinidad. Ellas son la manifestación plausible, de que las palabras que salen de la boca del Maestro son palabras de verdad.

  Por eso Jesús no se rinde ante el desprecio de algunos y la indiferencia de otros; porque sabe que debe cumplir la misión que el Padre le ha encomendado: plantar la semilla del Reino en el alma de las gentes, y conseguir para ellos –con su sacrificio- el tesoro de la Redención. Por eso no le importa ni el cansancio, ni la distancia, ni la incomprensión, ni la maledicencia…ya que el Señor está dispuesto a padecer en su Humanidad Santísima, por amor a todos los hombres.

  Vemos, de una forma muy gráfica, la reacción de aquellos fariseos que, ante la imposibilidad de negar una evidencia, recurren a la difamación y la mentira, para justificar que los ciegos vean, los sordos oigan y los paralíticos anden. Y para ello, no encuentran una explicación mejor –y menos creíble- que acusar a Cristo de ser servidor del diablo. Entre otras cosas, porque aquellos que son -por definición- la carencia total de Bien, jamás podrían realizar un acto que estuviera impregnado de bondad y cuya finalidad fuera ayudar al ser humano. Pero no encuentran otra forma mejor de interpretar los hechos, que por sí solos transcienden la naturaleza –si no es aceptando que el Señor es el Mesías prometido- que dañar la credibilidad del Maestro, inculpándole de pertenecer a las potencias maléficas. No son conscientes de que lo que dicen carece de sentido; porque Satanás jamás sacaría a sus secuaces de un cuerpo, del que ha tomado posesión. Ya que no hay que olvidar que “todos” luchan por una persona que, por ser imagen de Dios, tiene un valor incalculable: Cristo para salvarla, y el Diablo, para condenarla.

  Pero no os penséis que esos sucesos, que nos transmite el escritor sagrado, ocurrían solamente en esos momentos históricos; ya que en nuestros días, todos aquellos que siguen renegando de su fe, actúan de la misma manera. Y no se conforman con seguir en la oscuridad de la vida que han elegido, sino que intentan apagar la luz que el Paráclito ha encendido en nuestra alma en Gracia. Por eso, ante los muchos milagros que hoy siguen surgiendo de la mano del Señor, intentan erradicar su procedencia divina, ridiculizando y silenciando parte de los hechos, mientras coartan las libertades, que claman por manifestar la Verdad.  Y es en ese momento, cuando se hace más actual el mensaje que Cristo nos envía en este texto, pidiéndonos que seamos valientes y pongamos por obra la fe que profesamos. Nos insiste en que seamos testigos de la Palabra, y demos a conocer los Sacramentos – que nos esperan en la Iglesia- como camino seguro de salvación.

  Todos tenemos claro que el primer precepto para un cristiano, es amar a Dios sobre todas las cosas y, por ese amor, a nuestros hermanos. Pero ayudar a los demás a conseguir justicia, a gozar del bien y a disfrutar de la felicidad, pasa necesariamente por acercarlos a la misericordia divina. Por eso para cada uno de nosotros, no hay mayor responsabilidad que cumplir con nuestro deber apostólico; qué, a la vez, es un derecho irrenunciable. Somos discípulos de Cristo, llamados personalmente por Él –por el Dueño del sembrado- a trabajar para recoger una buena cosecha. Nadie, absolutamente nadie, puede privarnos de esparcir la semilla de la Verdad, en medio del mundo. Ni tan siquiera, los servidores de la mentira ¡Cuidado con ellos!