13 de julio de 2015

¡Debemos ayudar!

Evangelio según San Mateo 10,34-42.11,1. 


Jesús dijo a sus apóstoles:
"No piensen que he venido a traer la paz sobre la tierra. No vine a traer la paz, sino la espada.
Porque he venido a enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre y a la nuera con su suegra;
y así, el hombre tendrá como enemigos a los de su propia casa.
El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.
El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.
El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.
El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a aquel que me envió.
El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá la recompensa de un justo.
Les aseguro que cualquiera que dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa".
Cuando Jesús terminó de dar estas instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí, para enseñar y predicar en las ciudades de la región. 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, Jesús nos pide radicalidad en nuestra conducta; y que seamos fieles a las exigencias que nos distinguen como discípulos, que se identifican con su Maestro. Nos exige que comprendamos y asumamos que, por encima de todo, está Dios; y, por ello, muchas veces deberemos contravenir los deseos de los demás –incluso de los de nuestra propia familia- para cumplir Su voluntad.

  Ser cristiano, como viene diciéndonos el Señor en muchísimos de los capítulos que llevamos meditados, exige que tomemos decisiones que no siempre agradarán a los que nos rodean. Decisiones en las que deberemos priorizar el deber, al interés; el bien del otro, al propio y sacrificar muchas veces lo bueno, por alcanzar lo Mejor. Jesús nos insiste en que abramos las puertas de nuestro corazón sin miedos, para dejar entrar la fuerza del Paráclito; y que no cerremos nuestra razón, para que ilumine todos nuestros actos. Porque a veces, aunque no nos lo parezca, es tan profunda la oscuridad que siembra el diablo en el mundo, a través del pecado, que cuesta encontrar y seguir el camino, que nos conduce a la salvación.

  Hemos de hacer oídos sordos a todos aquellos que, movidos por un cariño equivocado, nos aconsejan no complicarnos la vida y continuar con una existencia cómoda y gris, que no se compromete a nada. Sin darse cuenta que el valor de la libertad, radica en utilizarla a la hora de decidir implicarnos. Esas personas que, no dudo que tengan buena intención, me recuerdan a esas veletas que se mueven al son del viento que sopla con más fuerza. Sin tener la capacidad de parar y decidir qué dirección quieren señalar.

  Cristo nos descubre que la característica de sus discípulos, es la entrega incondicional a sus mandatos. Aunque eso conlleve renunciar a los intereses que este mundo considera inmejorables, o a las personas interesantes, que nos ponen en la tesitura de pecar. Nos pide que tengamos la fortaleza de la roca, sobre la que se puede construir el edificio de la fe; con la seguridad de que no cederá ante opiniones, intereses o dificultades. Y, como siempre, nos previene ante el encuentro con la cruz. Cruz que si seguimos los pasos del Maestro, nos encontraremos camino del Calvario. Es en el dolor, cuando todos abandonan, cuando Jesús nos llama a ser sus “Cireneos”. Porque para devolvernos la Vida, el Señor tuvo primero que perderla. Por eso, poniendo los ojos en el madero, y los oídos en la Palabra, el Hijo de Dios nos insta a no retroceder ni un paso. Y que seamos fieles al compromiso adquirido, por amor; por ese mismo amor, por el que Él derramó hasta la última gota de su Sangre.

  En esas últimas frases del texto, Jesús especifica que esos pequeños a los que debemos dar agua, son sus discípulos. Es decir, miembros de su Iglesia y, por ello, hermanos nuestros. Nos pide que no nos olvidemos de la responsabilidad que tenemos de sostener esa Barca de Pedro que, hasta el fin de los tiempos, navega por las aguas embravecidas de este mundo. Y que a pesar de que Él cuida de Ella, no impidió a sus apóstoles achicar agua de su interior, cuando se sentían desfallecer y temían ahogarse. Quiere que contribuyamos con nuestro esfuerzo, dinero y oraciones, para que el Cuerpo de Cristo no pase penalidades y pueda llevar a cabo, lo mejor posible, las tareas apostólicas; que son necesarias para propagar el Evangelio.

  Ahora cerrar los ojos, y sentir en vuestro corazón el desespero que deben estar sufriendo aquellos que hoy, en un lugar no muy lejano, están padeciendo persecución y acoso por manifestar su fe. Lugares en los que se quiere erradicar a Cristo; y, para poder conseguirlo, intentan exterminar a sus discípulos. Y es que, aunque nosotros lo olvidemos, ellos no olvidan que, cuando estamos en Gracia, somos Sagrarios que llevan a Jesús en su interior. Por eso no podemos escaquearnos de una realidad que clama al Cielo, y que silencian todos los gobiernos. ¡Debemos ayudar! Desde aquí, desde allí y con lo que podamos: aunque sea con nuestra voz. Por favor, nos lo pide el propio Hijo de Dios, no calles ante la injusticia.