11 de julio de 2015

¡No permitáis que nos la quiten!

Evangelio según San Mateo 10,24-33. 


Jesús dijo a sus apóstoles:
"El discípulo no es más que el maestro ni el servidor más que su dueño.
Al discípulo le basta ser como su maestro y al servidor como su dueño. Si al dueño de casa lo llamaron Belzebul, ¡cuánto más a los de su casa!
No les teman. No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido.
Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día; y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas.
No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo a la Gehena.
¿Acaso no se vende un par de pájaros por unas monedas? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae en tierra, sin el consentimiento del Padre que está en el cielo.
Ustedes tienen contados todos sus cabellos.
No teman entonces, porque valen más que muchos pájaros.
Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo.
Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres." 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, que es una clara continuación del de ayer, Jesús nos advierte de la necesidad de mirar la Cruz, cuando nos sintamos cansados o maltratados por ser fieles a la Palabra. Porque la vida del cristiano, si es coherente con lo que siente su corazón, será un camino de rosas –porque conduce a la gloria- pero que estará repleto de espinas. Ya que el Señor, que cómo veis no nos engaña, nos previene que caminar a su lado conllevará, inexorablemente, a encontrarnos con el dolor. Pero un dolor que al ser compartido con el Maestro, se transforma en un bálsamo de ternura. Lo comparo muchas veces, con ese sufrimiento que parece imposible de soportar y a través del cual traemos a nuestros hijos al mundo. Todo se diluye, en cuanto los oímos llorar y contemplamos su rostro; porque el amor nos da la causa, por la que sobrellevamos con alegría el efecto.

  Jesús quiere que a pesar de conocer todo lo que nos puede suceder, le digamos que sí. Que asumamos las dificultades como propias y nos decidamos por Él, en todas las encrucijadas de la vida. Porque ser discípulo de Cristo consiste en eso: en elegirle por encima de todo, a pesar de saber que ese todo puede facilitarnos, en este mundo, nuestro día a día. Y es que vivir nuestra fe, es ir a contrapelo; es vencer la naturaleza caída, que lucha por borrar de nuestro interior la imagen divina y devolvernos el aspecto más animal. Es no olvidar nuestras potencias espirituales, que nos elevan del barro y nos impiden convertirnos en seres que se pueden manipular con muchísima facilidad. Por eso a los servidores del diablo, no les interesa que nuestra voz encienda en el interior de los hombres la llama divina; que les permitirá contemplar la altísima dignidad, con la que han sido creados. El Señor nos insta a manifestar la autenticidad de nuestra persona, que se descubre a sí misma ante la realidad de Dios.

  Hemos de hablar sin miedos, sin vergüenzas; porque hoy que todo el mundo se cree con el derecho de imponer su forma de pensar, de sentir o de vivir, cómo la mejor y más adecuada, el creyente debe tener el valor –porque tenemos el deber- de dar testimonio de la Verdad de Cristo, a través de la expansión del Evangelio. Debemos defender lo que somos: cristianos en medio del mundo, con una finalidad apostólica. Porque somos Iglesia, y llamados a hacer presente en medio de todo lugar y circunstancia, al Señor. Debemos vivir con la coherencia de la fe, que expresamos con nuestras obras; ya que, sólo así, con la connaturalidad de lo que somos, todo lo que hacemos dará testimonio de nuestra esperanza.

  El Hijo de Dios, de forma íntima y particular, se compromete a ser nuestro juez; a mirarnos con indulgencia y defender nuestra causa, porque en un momento determinado hemos hecho de la Suya, nuestra mayor prioridad. Hemos proclamado a los cuatro vientos, su mensaje; y no hemos permitido que en nuestra presencia, se ridiculizara nada sagrado, ni se menospreciara su divina Persona. Él ha sido para nosotros, el alfa y el omega; el principio de nuestra vida y, por ello, esperamos  encontrarlo al final.

  Ante todo ello, Cristo nos exhorta a no tener miedo y descansar en la providencia paternal de Dios. Porque si el Creador cuida perfectamente de toda su obra, imaginaros lo que hará con aquellos a los que les ha imprimido en el alma su imagen y su semejanza. Todos los seres humanos hemos sido elevados a la dignidad de hijos en el Hijo, que nos ha redimido con su Sangre. Por eso, Aquel que ha entregado al Verbo, para encarnarse de la Virgen María y asumir nuestro pecado, no permitirá que nada malo nos suceda, si somos fieles y descansamos en su Santísima Voluntad. Para eso Cristo fundó la Iglesia, para que todos nosotros gocemos, si queremos, de la Gracia de la Redención.


  Aquí y ahora, comienza esa andadura por la que participamos sacramentalmente de la Salvación: del propio Jesucristo que se nos entrega en la Eucaristía. Recibirlo y gozar de su presencia, equivale a vivir la paz del que se sabe en puerto seguro; del que conoce el número ganador. Por eso hacer partícipes a los demás de nuestra alegría y nuestra fortuna, es la característica propia de nuestra identidad cristiana ¡No permitáis que nos la quiten!