28 de julio de 2015

¡Tú verás lo que te juegas!

Evangelio según San Mateo 13,36-43. 


Entonces, dejando a la multitud, Jesús regresó a la casa; sus discípulos se acercaron y le dijeron: "Explícanos la parábola de la cizaña en el campo".
El les respondió: "El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre;
el campo es el mundo; la buena semilla son los que pertenecen al Reino; la cizaña son los que pertenecen al Maligno,
y el enemigo que la siembra es el demonio; la cosecha es el fin del mundo y los cosechadores son los ángeles.
Así como se arranca la cizaña y se la quema en el fuego, de la misma manera sucederá al fin del mundo.
El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y estos quitarán de su Reino todos los escándalos y a los que hicieron el mal,
y los arrojarán en el horno ardiente: allí habrá llanto y rechinar de dientes.
Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre. ¡El que tenga oídos, que oiga!" 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Mateo, comienza con una petición de los discípulos que debe ser una constante en nuestra vida ordinaria de piedad: “¡Señor, explícanos!”. Hemos de tener ansias de saber, de conocer, de profundizar en el mensaje divino y, sobre todo, de interiorizar esa fe que, aunque nos pide una adhesión a Cristo rindiendo nuestro ser y nuestro existir a su Persona, jamás debe ser un asentimiento ciego que se niega a la luz de la razón.

  Y es que la fe, justo porque es divina, es razonable; ya que en el hombre la inteligencia y la voluntad son unas de las potencias espirituales con las Dios nos ha dejado se sello, elevándonos y trascendiéndonos del resto de los animales. Eso, no lo dudéis, nos obliga –porque es una petición que Jesús nos hace- a buscar y a querer a Dios con todo nuestro corazón, pero también con toda nuestra mente. Y si así lo hacemos, abiertos a la Luz, el Señor nos enviará su Espíritu -que es Conocimiento- y nos dejará participar de la vida divina. Es en el interior del Hijo –en los Sacramentos- donde los hijos descubrimos al Padre y aprendemos a amarle.

  Jesús, aunque nos envía a trabajar el alma de nuestros hermanos regándola con nuestras palabras y preparándola con nuestro ejemplo, nos recuerda que Él –y sólo Él- es el que pone la semilla de la fe en el corazón de las personas. Eso debe darnos esa humildad, por la que aprendemos a hacer y desaparecer; porque sólo el Señor es el que esparce ese grano con su mano, impregnada de la Sangre derramada en la Cruz, a la espera de que fruto en el interior del hombre. Y porque la libertad es el don más preciado para Dios, Cristo nos habla de las diferentes acogidas que puede tener su Palabra: su llamada.

  Su explicación trata de esa disposición del alma que se abre a la Gracia o se cierra al Paráclito. Porque en las cosas de Dios, no hay términos medios: o estamos con Él, o estamos en su contra. Yo lo comparo –aunque os parezca raro o pintoresco-a los embarazos; ya que cuando preguntas a una futura madre cuál es su estado, no te dice: “mira estoy un poco embarazadita, pero no voy a practicar”  ¡No! O estás embarazada, o no lo estás; otra cosa muy distinta serán los meses de gestación. Y la propia naturaleza hará que esa vida, que guardas y desarrollas –pero que no te pertenece- crezca en tu interior, imponiendo su presencia. Si no quieres admitir esa realidad, deberás exterminarla y arrancarla de tu vientre.

  Y lo mismo ocurre con todos aquellos tibios que presumen de ser agnósticos –y yo añadiría que teóricos- donde dicen que no creen, porque no pueden demostrar empíricamente la existencia de Dios; pero que tampoco lo niegan,  porque por esa misma regla de tres, menos aún pueden demostrar que no exista. Y mientras, no nos engañemos, viven un ateísmo práctico donde actúan convencidos de que son dueños y señores de sí mismos. Y hacer eso, nos dice Jesús, que tiene un precio; y es altísimo. El Maestro nos repite que Dios es justo, y dará a cada uno el premio o el castigo, en función de las obras que haya realizado a lo largo de su vida. Porque de eso trata el don de la libertad: de la capacidad de decidir a quién queremos amar por encima del resto del mundo. El Padre nos advierte en toda la Escritura, que tú y yo somos los que dispondremos donde queremos acabar, porque nuestras obras son meritorias. Por tanto esa opción la sentenciaremos nosotros, al ser fieles al compromiso adquirido con el Señor, o al darle la espalda y elegir vivir al lado del Maligno.

  Jesús no puede ser más claro cuando nos asegura que todos aquellos que, desoyendo la Palabra de Dios, obraron mal y provocaron escándalos, serán arrojados al horno ardiente donde habrá dolor y crujir de dientes. Podemos olvidarlo, minimizarlo, relativizarlo y hasta excluirlo, pero el Hijo de Dios lo deja bien claro: o crees en la totalidad de su mensaje o lo niegas. Lo que no podemos es acogernos solamente a aquello que nos conviene; porque aparte de ser una estupidez, es peligroso. Esa es la actitud que mantienen las avestruces, escondiendo su cabeza bajo tierra, cuando ven acercarse una amenaza; y os aseguro que no les sirve de nada, porque acaban siendo devoradas por el depredador que sí se ha percatado de su presencia.


  El Señor insiste en que el que tenga oídos, oiga. Porque lo triste de la mayoría de las veces es que hacemos oídos sordos a sus advertencias; cuando son imprescindibles para lograr nuestra salvación. Y es que mirar si son vitales para nosotros, que el propio Hijo de Dios se ha hecho Hombre, para revelarlas y revelarse; para comunicarnos la Verdad, explicándola de viva Voz ¡Tú verás lo que te juegas!